Veterodoxia – Pepe Rey

VELÁZQUEZ Y EL PODER DE LA MÚSICA

Pepe Rey – 2000


[Publicado en el programa de mano que acompañó a las sesiones de ballet de la Compañía Nacional de Danza en el Teatro Real de Madrid. Mayo – junio 2000, pp. 40-75.]


Unos pocos (muy pocos) documentos

Puesto que a nadie se le oculta que abordar la obra y la persona de Diego Velázquez desde una perspectiva musical equivale a navegar contra corriente, pedir peras al olmo o tañer corneta donde no hay eco [1], tampoco extrañará a nadie que comience la historia por el final:

Llegando la noche y dando a todos luto sin tinieblas, le condujeron a su último descanso en la parroquia de San Juan Bautista, donde le recibieron los caballeros Ayudas de Cámara de Su Majestad y le llevaron hasta el túmulo… Hízose todo el oficio de su entierro con gran solemnidad, con excelente música de la capilla real, con la dulzura y compás y el número de instrumentos y voces que en tales actos y de tanta gravedad se acostumbra. [2]

Se trata quizá, aunque sea tardío y triste, del documento que refleja el momento de más estrecha y más importante relación de Velázquez con la música: la Capilla Real al completo sonando en su honor o, mejor dicho, en honra de sus restos mortales. En vida nunca pudo ocurrir algo parecido, como es obvio, y aun el hecho de que ocurriera tras su muerte dice mucho acerca de la importancia que llegó a adquirir el personaje. A la sazón ocupaba el cargo de maestro de la capilla Carlos Patiño y el de maestro de los violones (dos violines, un contralto, un tenor y un bajo) Ignacio de Cerf. No sabemos qué músicas tañeron en aquellas exequias, pero el documento nos suscita la primera pregunta de esta indagación: ¿Cuál fue la relación de Velázquez con los músicos que servían en palacio como él? Aunque sea imposible saberlo con alguna certeza, a veces los documentos mezclan sus nombres y parecen reflejar una proximidad cotidiana:

Memorial de la Cámara al Rey sobre los vestidos de merced al personal de la Real Casa.

A los músicos de Cámara se les comenzaron a dar vestidos de precio de 100 ducados… Paréceme que se les podría dar de aquí en adelante 80 ducados.

El vestido de D. Enrique Butler, músico, monta 200 ducados…

Cuando se hizo el asiento con Bartolomeo Jovernardi, se ajustó con él que se le habría de dar un vestido de precio de 100 ducados; paréceme que se le debería guardar su asiento.

Los vestidos de los barberos y de Diego Velázquez se podrían reducir a 80 ducados…

15 de septiembre de 1637. [3]

Si del precio de la vestimenta puede sacarse alguna conclusión, el prestigio y la situación social de Velázquez –Ujier de cámara en esa fecha– eran inferiores a los del arpista italiano Giovernardi y, mucho más, a los del violagambista inglés Butler. [4] Con estos tuvo el pintor seguramente un contacto más cercano que con los músicos de la capilla, por razones de proximidad en el desempeño del oficio. Sin embargo, el único músico del que nos consta una buena amistad con Velázquez fue un cantor de la capilla, Lázaro Díaz del Valle. Lo sabemos por él mismo a través de una anotación escrita el día de la muerte del pintor:

Viernes a las tres de la tarde, 6 de agosto, murió en Madrid Diego de Silva y Velázquez… Yo perdí en él un buen amigo, porque correspondía a mi voluntad. [5]

Lázaro Díaz del Valle, leonés, cantor tiple en la Real Capilla, [6] era también Cronista de los Reinos de Castilla y León. Fue uno de los primeros en ocuparse de la historia de la Capilla Real. Su amistad y admiración por Velázquez quedó patente en otra obra suya: Epílogo y Nomenclatura de algunos Artífices que por famosos y aventajados en el nobilíssimo y real Arte de la Pintura y el Dibuxo han sido por los mayores Príncipes del orbe honrados con órdenes militares de Cavallería y por premio de su virtud y fatiga colocados en puestos honoríficos y preeminentes… Dirigido al muy virtuoso, honrado y Prudente Cavallero, Don Diego de Silva y Velázquez. Año 1659. [7] La obra, inconclusa, no escatima los elogios a Velázquez, propios o recogiendo poemas de otros autores, pero en lo tocante a su relación con la música no aporta casi nada que despierte nuestro interés. Recojo únicamente esta anécdota personal del pintor con el músico:

… Francisco Martínez, de Valladolid, de cuya mano tengo un retrato del tamaño del natural, de un general de la mar… Este retrato es valiente y fiero y conducido en buen colorido al óleo. Muchos grandes pintores de esta corte le han visto en mi casa y en votos de todos es famoso, y conociéndolo su artífice, lo firmó. Solamente Diego de Silva Velázquez, pintor de Cámara de S. M., preguntándole yo qué le parecía deste retrato, respondió que era bueno, mas que estaba en postura de danzante, y dijo muy bien y habló como artífice tan eminente y de grande ingenio y reconocimiento.

La anécdota tiene interés sobre todo por la escasez de opiniones personales de Velázquez sobre cualquier asunto, incluida la pintura. Sería excesivo deducir de ella un menosprecio del pintor hacia la danza –aunque es cierto que en ninguno de sus cuadros hay la menor alusión a danzas o bailes–, pero sí cabe ponerla en relación con un modo de pensar característico de los cortesanos y nobles de la época: no está bien que la gravedad y solemnidad que deben rodear a un personaje de la alcurnia de un general se vean debilitadas por un elemento de otra esfera más frívola, como es la danza. O dicho con palabras de un manual de buenas maneras de aquella época:

Sería como el que va por la calle, que no ha de bailar, sino andar, que es lo que todos saben, porque puesto caso que el bailar o dançar es de más artificio, no por esso parecería bien ir dançando o bailando, que esto se ha de guardar para las bodas y regozijos. [8]

Sigamos el hilo de esta cita y veamos algo de lo que ocurrió en la boda de Velázquez. Copiado de mano del propio padre de la novia, Francisco Pacheco, se conserva un Romance que hizo el Licenciado Baltasar de Cepeda, aviéndose hallado en la boda de mi hija, doña Juana Pacheco, con Diego Velásquez, donde estuvieron el Dotor Sebastián de Acosta, el Padre maestro frai Pedro de Frómesta, Francisco de Rioja, don Alonso de Ávila i otros muchos en 13 [sic, por 23] de Abril año 1618. [9] En los últimos cuarenta versos del romance –después veremos lo que se cuenta en los primeros– el poeta describe la comida y la fiesta posterior:

Comióse admirablemente

i bevióse otro que tanto,

porque de gana y de qué

uvo en las mesas abasto.

Dieron gracias i las tablas

el sitio desocuparon,

i la fiesta començó,

bueltos los Novios al Thálamo.

Beçón cantó diestramente, [10]

porque lo es mucho en el canto,

i de Música hizo un brindiz

más dulce que los de Baco,

porque brindó a una Sirena,

i en el nombre que le he dado

no confesaré que yerro,

porque es su cantar encanto.

Era honesta como bella

i adornada de tal garbo,

que a ser señora de un mundo

representara el ditado.

En baile i voz era un símil

de la que aquel Rei Judaico

uvo según la escritura

en la mujer de su ermano,

pero no en la onestidad,

porque lo mostró ser tanto,

que a estar allí otro Baptista,

quedara su cuello sano.

De cómo se dilató

el dichoso Epitalamio

no trato, porque no aya

quien diga que lo dilato.

Sólo diré de los novios,

porque dellos me e olvidado,

que son tales que merecen

todo el referido aplauso.

Es decir, en la boda de Diego Velázquez se cantó y se bailó, como no podría ser de otra forma. Pero puntualicemos y personalicemos: la novia cantó como una Sirena y bailó como una Herodías. Del novio, sin embargo, no se nos dice nada, seguramente porque no hizo ni una cosa ni otra. Lo más sorprendente del epitalámico romance está, por lo demás, en los cien primeros versos, dedicados a nombrar a los personajes allí presentes y describir la tertulia que tuvieron antes de comer y los temas de conversación:

Tratóse de tradición;

con temor en esto hablo,

porque recibí por ella

el dexársela a los Sabios

i más si es de las palabras

del Misterio Sacro Santo

de la Sacra Eucharistía

y el modo de su Milagro.

Al lector actual puede resultarle extraño que antes de un banquete de bodas los comensales, por muy intelectuales que fueran, entablasen una discusión o, más bien, disertación retórica sobre asuntos teológicos, pero exactamente ese era el ambiente que rodeaba al joven Velázquez en la casa de Pacheco, como queda fielmente reflejado en el romance de Cepeda. Con frecuencia por razones de simplificación se habla y se escribe del “humanismo” que caracterizaba el ambiente del taller de Pacheco. Más exactamente habría que referirse a un humanismo residual –herencia devaluada de la época en que Sevilla conoció una floración humanista– mezclado con elementos menos humanísticos de la Contrarreforma imperante. No hay que olvidar que Pacheco fue nombrado en 1618 “veedor de pinturas” de la Inquisición, encargado de vigilar el decoro de los cuadros. “El conservadurismo estético de Pacheco y sus cautelosos criterios de orden moral hay que asociarlos, sin duda, al espíritu contrarreformista y aparecen influidos por las ideas de la clerecía sevillana, especialmente de algunos religiosos pertenecientes a la Compañía de Jesús”. [11] La identificación activa de Pacheco con la ideología oficial y su defensa del recato lo ponen en relación muy directa con la casi total desaparición de la pintura profana en Sevilla en las décadas finales del siglo XVI. Una lectura atenta de su famoso Libro de Descripción de verdaderos Retratos no produce la impresión de un mundo en el que el hombre sea la medida de todas las cosas. Antes al contrario, el poder despótico y muchas veces irracional de la Iglesia queda allí reflejado hasta extremos con frecuencia terribles. [12] Luis Díez Canseco ha estudiado detalladamente las que él denomina “formas del humanismo sevillano”. [13] Distingue este autor entre cuatro momentos correspondientes a sucesivas generaciones: un “primer humanismo” de corte erasmista hasta mediados del siglo XVI, un “erasmismo integrado” encabezado por Arias Montano, una “última generación humanista” y unas “formas tardías del humanismo”. Simplificando con palabras de Díez Canseco, para estos dos últimos grupos, los que coinciden con Velázquez, “el humanismo es un punto de referencia, una imagen heredada, pero casi vacía de contenido, de ideario… Habían disfrazado el humanismo de filosofía y se convirtieron en estoicos”. Más que el recuerdo de Séneca, fue la influencia de Justo Lipsio y los estoicos holandeses, traída por Arias Montano, la que marcó por completo el final del humanismo sevillano. Francisco Pacheco, tío del pintor del mismo nombre y canónigo de la catedral, que es una de las figuras centrales y, suponemos, de los más influyentes en el taller del sobrino, manifiesta en sus escritos una completa impregnación de la filosofía estoica, abogando por el retiro interior, la liberación de las pasiones, el desengaño del mundo o la vida conforme a la naturaleza. En este entorno filosófico y vital debemos enmarcar la época de aprendizaje y los primeros pasos profesionales de nuestro pintor.

Volvamos de nuevo al romance de las bodas para fijarnos en un último detalle. La fiesta descrita se desarrolla en tres momentos: elevada tertulia teológica a cargo de sesudos varones, interludio cómico a cargo de un profesional de la farsa y, finalmente, música y baile a cargo de la novia. No hay que darle muchas vueltas para olfatear la mentalidad subyacente, según la cual eso de cantar y bailar es cosa de mujeres. El terreno propio de los hombres está entre el intelecto y el verbo. Para entender muchos mensajes velazqueños convendrá tener en cuenta la mezcla de neoestoicismo y contrarreformismo en una sociedad compartimentada y conservadora.


Unos pocos (bastante pocos) cuadros.



De fechas no muy alejadas de su boda procede el cuadro más musical de Velázquez, Los músicos o El concierto. En él hay vino, hay pan y hay música. Los personajes son dos cantores y tañedores de guitarra y violín, un niño sonriente con otra guitarra más pequeña bajo el brazo y, si es un personaje y no un símbolo ya en sí misma, una mona. [14] También se ve un cuadro o espejo en la pared y una mesa sobre la que se disponen utensilios relacionados con la comida. La escena representada podría ser alegre y divertida, un relativo despliegue de experiencias sensoriales, incluida la risa, pero un detalle matiza esta posibilidad: en el primer plano un cuchillo inclinado clavado en el centro de un tajo de madera circular (o quizá una caja de confitura) proyecta su sombra y convierte el conjunto en reloj de sol. El reloj [15] actúa como catalizador que reconduce el significado de la escena hacia el conocido mensaje de las vanitates barrocas sobre la caducidad de los placeres y el inexorable poder del tiempo. Ahora los diversos elementos cobran un nuevo sentido para el contemplador. El personaje central está mirando hacia arriba, quizá señalándonos la dirección hacia donde deben orientarse nuestros deseos y nuestros actos, como la Santa Cecilia de Rafael –cuyo original vería Velázquez años más tarde al pasar por Bolonia–, que muestra su atención a la música celestial y su menosprecio de la terrenal. Quizá el arco del violín es una flecha que señala en la misma dirección. Quizá el niño sonríe porque todavía no es consciente de su destino… He aquí una clara muestra del mencionado estoicismo contrarreformista, que tiene que ver más con los Ejercicios de san Ignacio que con las sentencias de Epicteto. El lema glosado en este sermón pictórico podría ser: No busquéis los placeres de aquí abajo, que son caducos, sino los de arriba, o algo parecido. ¿Y por qué la presencia de la música y de los instrumentos musicales, que son en definitiva los protagonistas del cuadro y los que le dan nombre? Porque la música es, precisamente, el arte que por definición nace marcada por la caducidad. La música se alimenta y vive del tiempo y, más en concreto, de instantes que se suceden y a los que ella dota de sentido. Por eso muere en cuanto cesa de sonar. Soni pereunt, “los sonidos perecen”, dejó escrito san Isidoro, otro sevillano. Como ocurrirá en el resto de la producción velazqueña, el realismo es solo aparente. Y el costumbrismo, mucho más, porque lo que da sentido y unidad a un cuadro de Velázquez –si dejamos a un lado los retratos y no todos– son la idea y el concepto que están detrás. A esta cualidad debió de referirse Quevedo cuando afirmó que Velázquez era capaz de animar lo hermoso y dar a lo mórbido sentido. [16]

Resulta sorprendente que este lienzo amargo y desencantado –y otros bodegones de la misma época como El almuerzo o el magnífico Aguador de Sevilla, de parecido significado por la breva (brevitas, brevedad) sumergida en el vaso que el hombre mayor ofrece al joven– sea uno de los primeros que pinta un jovenzuelo de menos de veinte años que acaba de conseguir el grado de maestro y que posee cualidades que lo llevarán muy lejos, como sabe su maestro y él mismo sospecha. ¿Era esta la filosofía del muchacho? Cabe afirmar con seguridad que más bien era la filosofía de sus clientes. El pintor de aquella época, gremial y por encargo, sólo parcialmente es responsable de sus cuadros. Directa o indirectamente el cliente, sin el cual el pintor no puede subsistir, condiciona no sólo el asunto sino también el tratamiento del mismo. Por una parte el cliente, como es sabido, siempre tiene razón, pero en este caso es aplicable también la norma sociológica según la cual un individuo adopta la ideología y el sistema de valores de la clase social en la que desea integrarse. Al final de su vida y tras no pocos esfuerzos Velázquez conseguirá entrar en el estamento nobiliario, pero las bases de su escalada social se establecen en los años de aprendiz en el taller de Pacheco, donde tiene oportunidad de observar el comportamiento de los prohombres locales y de hacerse estimar por ellos.

Tras un comienzo tan prometedor –para nuestros intereses, al menos parcialmente– como Los músicos sorprende que las alusiones musicales desaparezcan por completo o casi de la obra velazqueña posterior. Aunque, si bien se mira y por lo que hasta ahora llevamos visto, hasta resulta lógico. Sería impropio de Velázquez la inclusión de instrumentos musicales, por ejemplo, como elemento decorativo. Si la música debe aparecer, no lo hará por capricho, sino por necesidades del guión. Así, vemos esbozarse un pífano junto al abanderado del cuadro de Las lanzas y a su lado suponemos que estará el atambor, aunque no lo veamos porque queda oculto entre la soldadesca. La otra posibilidad es que algún elemento musical se integre en una obra por su carácter simbólico, y ya vamos sabiendo cuál es el valor que como símbolo tiene la música para Velázquez. Podemos comprobarlo una vez más en el cuadro que junto con Las meninas ha provocado mayores elogios y más ríos de tinta: Las hilanderas.

O, con más propiedad, La fábula de Aracne. La cantidad de papel que se ha gastado –y probablemente aún se necesita otro tanto– con este cuadro es un claro índice de la complejidad del conceptismo velazqueño y de su voluntad de hacer trabajar al espectador poniéndole las cosas difíciles. Sorprende que hasta 1903 –es un misterio qué verían los contemporáneos del pintor– nadie se diera cuenta de que el tapiz del fondo copia El rapto de Europa, de Tiziano, y que hasta medio siglo más tarde no se identificaran las figuras de Palas y Aracne, aclarando así el argumento de la composición. La Philosophía secreta, de Pérez de Moya (p. 668), biblia mitológica de la época que poseía Velázquez, interpreta así el significado del mito:

Esta fábula nos da exemplo que por más excelencia que parezca que tenemos no devemos ygualarnos con Dios, ni ensoberbezernos, de manera que por no reconocerlo todo de su bondad nos castigue y nos haga conocer lo que somos, siendo apartados de su gracia, y que todo quanto sabemos es frágil como tela de araña, como experimentó Aragnes buelta en tan pequeño y vil animalejo.

Para nuestra indagación musical el interés se centra en la silueta de lo que unánimemente se ha identificado como una viola da gamba, término italiano del instrumento que el castellano de aquella época llamaba vihuela de arco, aunque la mayor parte de los críticos suelen hablar de violonchelo o contrabajo, que les resultan más familiares. ¿Qué pinta ahí, justo en la frontera entre los dos mundos captados en el cuadro? O, mejor, ¿con qué intención la pintó Velázquez? Los comentaristas otorgan mayoritariamente al supuesto instrumento un valor central para entender el significado del cuadro, junto con las tres damas que rodean la escena del fondo, tan astutamente borrosa e indefinida toda ella; pero es precisamente alrededor de estos elementos donde surge la controversia con opiniones tan dispares y variadas que resultaría imposible e inútil reproducir aquí. Puesto a tomar partido, me inclino por la propuesta de Santiago Sebastián: [17] las tres damas que contemplan la disputa de Palas y Aracne son las tres Sirenas, que según un comentarista ovidiano de la época, Sánchez de Viana, cuyo libro también poseía Velázquez, eran discretísimas, una en música de voz, otra en tañer una flauta, la tercera en tocar cythara o vihuela con tanta gracia, que ninguno que la oía no quedase arrobado de tanta melodía y dulzura. Pérez de Moya, es aún más preciso: Su ejercicio es música y cantares, con que conmueven a lujurias, porque con la dulzura del canto atraen a los hombres a su amor. La explicación se completa considerando el cuadro una alegoría del rey como buen tejedor, presente en libros de emblemas contemporáneos y cuyo origen se remonta a Platón. Las Sirenas, y la vihuela con ellas, representan las tentaciones libidinosas y de todo tipo que acechan al rey –a Felipe IV en particular, como es sabido– y los cortesanos lisonjeros que arrastran al príncipe a su perdición. Sirena e instrumento de arco (un violín) aparecen también unidos en la empresa 78ª de Saavedra Fajardo (p. 856), que glosa el lema Formosa superne (“hermosa en la superficie”), cuyo comentario comienza: Lo que se ve en la sirena es hermoso; lo que se oye, apacible; lo que encubre la intención, nocivo y lo que está debajo de las aguas, monstruoso.

Antes de pasar a otro cuadro debo reconocer, sin embargo, que resultan insatisfactorias todas las interpretaciones de Las hilanderas y que, a pesar de haber dedicado muchas horas a este enredoso lienzo, tampoco puedo ofrecer otra mejor. [18] En primer lugar, sigo sin identificar claramente el objeto en cuestión como un instrumento musical. En segundo lugar, en la posición en que está tampoco sirve como atributo identificador de las Sirenas, que no parecen tener nada que ver con él. En tercer lugar, hay demasiados elementos en el cuadro –el gato, por ejemplo, o la escalera de mano– cuya presencia arbitraria o, al menos, injustificada hasta el momento parece contradecirse con el elaboradísimo conceptismo barroco de la composición. En cualquier cuadro de Velázquez no sobra ni falta nada y este no debería de ser una excepción. Finalmente no acabo de entender cómo, ocupando Velázquez el lugar que ocupaba como pintor, como criado y como personaje del entorno regio, no fue el Rey el primer poseedor de una obra cuyas intenciones se dirigían tan rectamente hacia el propio monarca. Me suena casi a alta traición pensar que Velázquez pintó este cuadro a espaldas de Felipe IV, que ocultó o veló su contenido alegórico y que finalmente se lo entregó a un personaje de puesto secundario en la corte.

Velázquez pintó otra Fábula de Aracne sin sirenas ni instrumentos musicales, pero no era propiamente suya, sino de Rubens copiada por Juan Bautista del Mazo. Me explico: Es uno de los cuadros colgados de la pared del fondo en Las meninas. A su lado está El juicio de Midas, de Jordaens-Mazo, con la disputa musical entre Apolo y Pan. [19] Aunque estos cuadros estaban realmente en el cuarto del Príncipe, lugar donde se sitúa la escena, seguramente aciertan quienes piensan que no es casual su inclusión: se trata de dar doctrina –tal como Saavedra propone en sus pedagógicas Empresas– a través de las pinturas a la heredera del trono en aquel momento, la infanta Margarita, presentándole los ejemplos de dos humanos que quisieron competir con los dioses y fueron vencidos y castigados. Sería desmesura extenderse sobre ello, puesto que con relación a Velázquez son de segunda mano, pero nuestro pintor también participaba de esta filosofía y también había pintado y pintaría cosas parecidas. En el palacio del Buen Retiro el poeta Manuel Gallegos vio colgado en 1637 un Apolo y Marsias de Velázquez: [20]

Este, pues, que oy sirviendo en el Palacio

del Gran Felipo apura su destreza,

ocupó desse lienço el breve espacio

con Apolo y con Marcias. Considera

la animada fiereza,

que en el Dios vengativo reberbera:

mira cómo vencido

el músico atrevido,

con el mayor tormento,

el delito pagó de su instrumento.

De nuevo la música se sitúa en la zona reprimible de la existencia. El delito del músico Marsias es, precisamente, su atrevimiento, su pretensión de traspasar los límites impuestos a su existencia humana al competir con un dios. Un estoico griego genuino lo habría definido con una palabra clave de la filosofía helénica y de sus mitos: hýbris, que vale tanto como soberbia, desmesura, transgresión de la norma, del deber-ser. Definitivamente Diego Velázquez se sitúa en el campo de Apolo y de Palas, los dioses de la norma, y enfrentado a Aracne, Marsias y Pan, justamente castigados por su des-mesura o falta de medida. No sería del todo inexacto definirlo como una personalidad apolínea, aunque Nietzsche aún no hubiera nacido y aunque para Velázquez la oposición no parezca situarse entre Apolo y Dionisos –y ahí están Los borrachos para mostrar un momento dionisíaco– sino entre los dioses todopoderosos –y entiéndase esto en clave monoteísta– y los mortales ensoberbecidos.

En llegando a este punto, el lector avisado argumentará que no todo en la música es desmesura dionisíaca, sino, antes al contrario, la música es, más que ninguna otra arte, medida. Y a continuación recordará que Apolo es un dios muy musical: [21]

Es común parecer de todos haber sido Apolo el primer inventor de la lira, a cuyo son (apto mucho y muy conforme al canto de las cosas divinas) se cantaba el poema mélico. Tuvo la antigüedad muchos instrumentos de música y muchos géneros de cantos. El primero fue todo de los dioses; el segundo, lleno de lamentos; el tercero, llamado “peana”, de Apolo, por la victoria conseguida con la muerte de la serpiente dicha Pitón; el cuarto, ditirámbico, cantado en alabanza de Baco; el último, nómico o legal, por haberse instituido para dar leyes de bien vivir.

Y a mayor abundamiento traerá a colación la historia de Pitágoras en la fragua para demostrar que justamente la proporción y la medida están en la base y el origen de la música según las teorías antiguas. Todo ello es cierto y, además, resulta imposible que Velázquez no conociera estas historias y estos aspectos de la música. Más aún: me atrevería a afirmar que en algún momento de su vida el asunto le interesó y esa es la razón por la que en el inventario de su biblioteca aparece un Arte música de un tal Lipo Galio, [22] que debe de ser algún tratado teórico italiano adquirido en alguno de sus viajes a Italia. También pudo encontrar explicaciones sobre los aspectos apolíneos, científicos y racionales de la música en los varios tratados de aritmética que poseía, como los del polígrafo Pérez de Moya. Y en El Escorial, acompañando a Pedro Pablo Rubens, no dejaría de contemplar los techos de la biblioteca, de Peregrino Tibaldi, en los que están pintadas las alegorías de las artes liberales y las imágenes de los héroes mitológicos e históricos de cada una de ellas. Pero ¿de qué le podrían servir estos conocimientos sobre teoría musical en la práctica pictórica? Da la impresión de que, a pesar de conocer todo esto, a Velázquez le interesa más la otra vertiente simbólica de la música, aunque sea para reprobarla.

Hay un cuadro de Velázquez en el que se reúne Apolo con otro de los símbolos musicales clásicos: el yunque. Me refiero a La fragua de Vulcano, naturalmente. Si debe entenderse como una obra alegórica, su significado no está ni mucho menos claro: [23] la envidia, la infidelidad conyugal, la superioridad de las Nobles Artes (Apolo) sobre las artesanías fabriles… Por ello me atrevo a proponer una interpretación como alegoría del sentido del Oído. Con cierta frecuencia Apolo personifica el Oído en la iconografía de la época, porque enseñó a los humanos el uso de la lira y porque, como se identifica con el sol, se entera de todo lo que pasa y también, entre otras cosas, del engaño que Marte y Venus han dedicado a Vulcano en esta concreta ocasión. Apolo protagoniza la alegoría del Oído en las series de grabados sobre los cinco sentidos que utilizan la mitología, como en la de Pieter de Jode, y en un cuadro de Paolo Fiammingo, Paisaje con divinidades antiguas, actualmente en el castillo de Ambras, en Insbruck. [24] La presencia del yunque, tan asociado a Pitágoras, es el otro elemento simbólico a tener en cuenta. Pero en este cuadro lo que destaca sobre todo lo demás es la expresión de la cara de los que escuchan. No vemos el rostro de quien habla, Apolo, sino el efecto fulminante de sus palabras en los demás y particularmente en Vulcano. Si Las hilanderas pueden ser una alegoría del buen gobernante y de los peligros de los aduladores, no veo gran problema en entender La fragua de Vulcano como una advertencia acerca del poder que ejerce sobre nosotros todo lo que nos entra por el oído –o sea, todo lo que es sonido, tanto palabra como música o ruido– para conmocionar nuestro ánimo.

Uno de los últimos trabajos de Velázquez fue la decoración del Salón de los Espejos del alcázar madrileño, para el que preparó varios cuadros mitológicos. Venus y Adonis y Psiquis y Cupido, que formaban pareja y perecieron en el incendio de 1734, versarían sobre el amor, no sabemos con qué matices. El otro par estaba formado por dos mitos musicales: una nueva versión de Apolo y Marsias, también destruido, y el único conservado, Mercurio y Argos. Conviene subrayar que era la segunda vez que Velázquez pintaba la disputa de Apolo y Marsias, repetición poco corriente en su pintura, si exceptuamos los retratos de la familia real. Rosa López Torrijos (p. 298), que ha estudiado detenidamente el desarrollo del tema, llega a la conclusión de que “de todo el ciclo de Apolo, la historia que más éxito tuvo en la pintura española del XVII fue la competición de Apolo y Marsias, cuyo desenlace, el desuello de Marsias por Apolo, fue la escena más representada”. Por otra parte y a la vista de la abundante iconografía sobre este mito (en las versiones de Ribera sobre todo) en el alcázar madrileño, llega a la conclusión de que “el tema era favorito del rey de España, a quien gustaría ver representado en su palacio el justo castigo a la soberbia, a la pretensión por parte del súbdito de igualarse con su Señor”. Me parece atinada la observación sobre la preferencia del rey, pero no tanto la interpretación. La exégesis más extendida en la época no explica el mito como resolución de un conflicto entre el rey y sus vasallos, sino entre los dioses y los hombres. Juan de Horozco y Covarrubias en sus Emblemas morales (Segovia, 1589) lo aplica a lo costosa que es la imprudencia / de querer con los dioses competencia. En la literatura no es tan frecuente este mito como en la pintura. Pérez de Moya no lo incluye en su extensa Philosophía secreta más que de pasada, aunque la siguiente explicación podría referirse a otro desenlace de la misma historia (p. 909): La fábula de Marsias convertido en río nos da a entender que cuando queremos contender con Dios, no temiéndole como debemos, presto nos hace conocer que somos más deleznables que un río, quitándonos todas las fuerzas con privarnos de su gracia, de manera que cayendo nuestra fuerza en tierra se convierte en agua de río que jamás para. Es cierto que en la corte de los Austrias las figuras de Dios y el Rey –Dominus en ambos casos– se solapaban hasta extremos que hoy parecen absurdos o heréticos, [25] pero los propósitos de Velázquez parecen encaminarse más a dar doctrina al Rey que a los súbditos, que sólo excepcionalmente podrían contemplar la obra. Saavedra subrayó la función pedagógica de la pintura y la escultura en los palacios reales. No solamente conviene reformar el palacio en las figuras vivas, sino también en las muertas, que son las estatuas y pinturas; porque, si bien el buril y el pincel son lenguas mudas, persuaden tanto como las más facundas […] No ha de haber en ellos estatua ni pintura que no críe en el pecho del príncipe gloriosa emulación.

Gracias a un afortunado salvamento del incendio, podemos contemplar hoy el lienzo de Mercurio y Argos, en el que Velázquez parece insistir de nuevo en doctrinas ya expuestas con anterioridad. Repasemos el mito según la narración de Pérez de Moya (p. 682):

Júpiter, no pudiendo comportar que Ío tanta amargura sufriese, envió a Mercurio, su hijo, para que matando a Argos [pastor con cien ojos en la cabeza] librase la vaca. El cual, fingiendo figura de pastor que por los campos guardaba cabras tañendo alborgues, pasó cerca de Argos. Argos, enamorado del tañer y cantar de Mercurio, rogólo que un poco se detuviese y cantase. Mercurio, hallada la ocasión para lo que deseaba con todas sus fuerzas trabajaba que con abundancia de dulces cantos los ojos todos de Argos se adormeciesen, y aunque con la fuerza del muy dulce canto en los más de los ojos de Argos el sueño no usado viniese, ya tanto Mercurio no podía que a todos los adormiese; comenzó a contar la razón y arte de los alborgues o çampoña, instrumento músico de siete caños ajuntados, por maravilloso genio nuevamente hallado, en lo cual con harto deleite Argos muy embebido, los ojos perpetuo velantes todos se adurmieron. Mercurio entonces arrebató su escondido alfange [este es el momento pintado por Velázquez] y la cabeza de Argos en tierra derribó.

Hay en la historia un detalle argumental que no quisiera dejar de subrayar porque más parece chiste o ironía y no vendrá mal un poco de humor para desengrasar tanta seriedad: los cien ojos de Argos se duermen, según la narración de Pérez de Moya, no por el embrujo de la música, sino por culpa (o gracias a) la explicación organológica de Mercurio sobre los alborgues o çampoña. ¿Crítica velazqueña a esa rama de la Musicología conocida como Organología, en la que se han escrito tantas páginas tediosas y confusas? Algún día habrá que escribir un par de páginas claras y divertidas sobre los alborgues y la çampoña, términos de significado confuso por culpa, entre otros, de Cervantes o, mejor, de don Quijote y de su particular sentido del humor, mal entendido por los sesudos musicólogos. [26] Pero eso será otro día. Hoy nos fijaremos en el sentido alegórico que Pérez de Moya otorga a la fábula:

Mercurio significa la mala agudeza de la carne y los halagos carnales y deleites, los cuales engañan a la razón. Mercurio engañó a Argos cantando, porque la razón viendo delante los carnales deleites que al hombre halagan, como a las orejas el dulce canto, adormécese no apartándose de aquello que le es ocasión del mal y entonces durmiendo muere.

A este respecto Saavedra Fajardo afirma: No es oficio de descanso el reinar. Y Quevedo sentencia: Reinar es velar. Quien duerme no reina. Rey que cierra los ojos da la guarda de sus ovejas a los lobos y el ministro que guarda el sueño a su rey, lo entierra. Obsérvese la insistencia de Pérez de Moya en que la razón es adormecida por los placeres carnales simbolizados en la música. ¿Se dirigía este mensaje al Rey, a los súbditos, a ambos sujetos, a la Humanidad en general?

La misma escena pintada por Velázquez fue puesta en música por Juan Hidalgo en la zarzuela Los celos hacen estrellas, con libreto de Juan Vélez de Guevara, en la que La noche tenebrosa es el maravilloso tono humano con que Mercurio adormece los cien ojos de Argos. La obra fue estrenada en diciembre de 1672 y, por tanto, Velázquez no la conoció. Como tampoco conocería, aunque es anterior, el Orfeo, de Claudio Monteverdi sobre libreto de Alessandro Striggio, favola in musica que ofrece una situación similar con otros personajes. El momento central de la ópera –mitad del tercer acto, de los cinco de que consta– presenta a Orfeo intentando conseguir de Caronte que le deje entrar en el reino de las sombras. Para ello el protagonista despliega las mejores galas de su arte y canta la dificilísima aria Possente spirto, que sería un prodigio único, si Monteverdi no hubiera escrito tantas otras páginas insuperables. Pero a lo que vamos: ¿Consigue con ello Orfeo que el desabrido barquero se apiade de él y haga una excepción a la norma eterna? No. Lo que consigue es dormirlo y entonces aprovecha para colarse en el Averno. Sorprende que justo en el momento en que parece escenificarse el triunfo de la música no ya sobre las criaturas de este mundo, sino sobre la muerte y lo que está más allá de ella, el resultado conseguido sea, simplemente, el sopor. Parece una contradicción, pero no lo es en la mentalidad barroca: el poder de la música, como el del vino o las drogas psicotrópicas –y también el amor, según dicen–, estriba sobre todo en que produce la anulación de la voluntad y la conciencia, elimina las defensas vigilantes y, administrada en dosis intensas, conduce al sueño.


Reflexiones, excursiones y conclusiones

En la historia de España la corte del Rey Planeta –y la villa que le daba acogida– ha pasado a figurar como prototipo de época de bullanga, diversión y picardía. Basta con citar los acertados títulos de las famosas monografías de José Deleito y Piñuela: El Rey se divierte (1935), …También se divierte el pueblo (1944) y La mala vida en la España de Felipe IV (1950), en las que se pintan con precisas pinceladas documentales las costumbres de aquella sociedad. Hasta con Sodoma y Gomorra se la comparado más de una vez. Con ser todo ello cierto, sin duda no es toda la verdad, aunque en buena lógica el ruido imperante no ha permitido que se escuchasen suficientemente las voces de los más discretos y, menos aún, sus silencios.

No se ha estudiado como se merece la función, la importancia y el prestigio del silencio en aquella sociedad. Detengámonos un momento en él. Es un atributo de la majestad y así dejó escrito Cabrera de Córdoba que la sola presencia de Felipe II provocaba respeto, composición y silencio. Pero el Rey no sólo provoca, sino también sabe guardar silencio, como remacha Saavedra en sus empresas y especialmente en la nº 11: Ninguna cosa más propia del oficio de rey que hablar poco y oír mucho. No es menos conveniente saber callar que saber hablar. En esto tenemos por maestros a los hombres y en aquello a Dios, que siempre nos enseña el silencio en sus misterios. El carácter divino del silencio queda subrayado en el emblema nº 11 de Alciato, que se titula In silentium y presenta la imagen del dios Harpócrates, hijo de Isis y Osiris, con el característico gesto de llevarse el índice a los labios. En el ámbito religioso es conocida la importancia del silencio para las órdenes monásticas, sobre todo para los cartujos. El extremo de esta línea religiosa viene representado por el heterodoxo Miguel de Molinos, para quien el único camino de perfección es el silencio: Tres maneras hay de silencio. El primero es de palabras, el segundo de deseos y el tercero de pensamientos... Con silencio mudo se ejercitan las más perfectas virtudes. Pero en otros ambientes muy alejados del claustro el prestigio del silencio no es menor: ¿Esa virtud del silencio tiene vuesa merced? Será prudente y muy estimado en todo el mundo, que del poco hablar se conoce la prudencia de los sabios, que es una virtud con que un hombre asegura los daños que por su causa sola pueden venir. En un banquete los callados comen más y mejor que los otros... A estas alabanzas les siguen varias páginas más en el Marcos de Obregón, de Vicente Espinel (pp. 96-103), no menos ciertas porque humorísticamente estén puestas en boca de un charlatán. Podríamos multiplicar las citas, pero no lo creo necesario en este momento. Baste afirmar que la doctrina del silencio no se limita a las palabras, sino que con frecuencia se extiende también a la música, y que no sólo implica a la parte activa (hablar), sino también a la pasiva (oír).

El Barroco es un arte sensual y sensorial. Necesita de los sentidos, pero a la vez desconfía de ellos, porque sabe que se engañan con facilidad. Precisamente el Barroco sabe cómo engañar a los sentidos y se entretiene en ilusionismos y trampantojos. De Velázquez, por ejemplo, se cuenta elogiosamente cómo en varias ocasiones sus retratos fueron confundidos con los modelos. E igual que la vista, el oído también puede engañarse. Corriendo un caballo, observa Francisco Sánchez, [27] muchas veces juzga el oído que son dos; o si son dos y marcan el paso a un tiempo, parece que es uno solo. Del mismo modo, las reflexiones producidas por el eco pueden darnos la impresión de dos golpes donde sólo hay uno, induciéndonos a engaño. Y no digamos, si lo que llega a nuestros oídos son las palabras de los aduladores o de los maledicentes. Quevedo, Saavedra y los que se dedican a dar consejos al Rey censuran con frecuencia la adulación cortesana y para ello emplean habitualmente símiles musicales. Saavedra censura a los domésticos y ministros, los cuales le traen divertido con músicas y entretenimientos, procurando tener ocupadas sus orejas, sin que puedan entrar por ellas los susurros de la murmuración y las voces de la verdad y del desengaño. E insiste: Están muy hechas sus orejas a la armonía de la música y no pueden sufrir la disonancia de las calamidades que amenazan. Y más adelante: Como hacían en los sacrificios de Moloc, tocando panderos para que no se oyesen los gemidos de los hijos sacrificados. Parecida metáfora ofrece Quevedo en el soneto titulado Advierte contra el adulador que lo dulce que dice no es por deleitar al que lo escucha, sino por interés propio suyo, y amenaza a quien le da crédito, en el que se refiere a la costumbre de tañer tambores en los criaderos de gusanos de seda para que no se asusten con los truenos, escena que encontraremos graciosamente incluida más de un siglo después en la zarzuela Las labradoras de Murcia, de Rodríguez de Hita. El soneto comienza: Con acorde concento o con rüidos / músicos ensordeces al gusano… Y acaba: Tal fin tendrá cualquiera desdichado, / a quien estorba oír la voz del cielo, / con músico alboroto, su pecado.

No es éste, sin embargo, el único papel que estos ideólogos otorgan a la música en el entorno del príncipe. Quevedo titula otro soneto Virtud de la música honesta con abominación de la lasciva, que glosa la escena de David tañendo para Saúl y acaba: ¡Oh, no embaraces, Fabio, el generoso / oído con los tonos del pecado, / porque halle el salmo tránsito espacioso!. En una interpretación literal parece, por tanto, que Quevedo estimaba la música religiosa y reprobaba la profana o, en terminología de la época, humana, si es que toda ella se puede identificar con la lasciva. Se trata de una de tantas contradicciones de nuestro Barroco contrarreformista. Aquella noción clásica y renacentista de un universo armónico del que la música es la mejor expresión, se ha roto y los que ahora se perciben son los peligros de la música por su poder para mover los afectos, las pasiones. Sobre ello insiste Saavedra en no pocas ocasiones, pero ni aun así puede negarle a la música algunos aspectos positivos, lo que le obliga a establecer los márgenes de lo permitido o aconsejable. Particularmente revelador es un largo pasaje de la empresa 6ª en el que, tras reconocer que la pintura y la música no desdicen de la gravedad del príncipe y, más aún, que el propio rey Felipe IV se aplica a ésta última cuando depone los cuidados de ambos mundos, recomienda dos cosas: Que se obren a solas entre los muy domésticos y que no se emplee mucho tiempo ni ponga todo su estudio en ser excelente en ellas. O sea, a escondidas y durante poco rato, como si se tratase de una actividad vergonzosa pero inevitable, porque causa desprecio el ver ocupada con el plectro o el pincel la mano que empuña el cetro o gobierna un reino.

En la más reciente edición de las Empresas de Saavedra (p. 97) la profesora López Poza ha señalado y subrayado una significativa variante entre la primera edición (Munich, 1640) y la segunda (Milán, 1642): “La antigua empresa 5, con el lema Hor il scetro, et hor il pletro, tenía como cuerpo un cisne (Apolo) bañado de rayos de sol sobre una nube y llevaba entre las patas una lira y a su lado un cetro. Daba a entender que la música es una diversión apropiada para los príncipes, y así lo defiende Saavedra en la declaración, donde hace una alabanza de la música, aunque precise que se refiere a la ‘honesta’ y ‘grave’ y no a la ‘lasciva’. Todo este comienzo se suprime en la edición de Milán, así como la imagen… En esta nueva versión ya no se menciona a Apolo y apenas se trata de la música.” La profesora López Poza opina que alguien con mucha influencia en el entorno cortesano llamó la atención de Saavedra y éste preparó urgentemente las oportunas correcciones a su obra. Nadie ha señalado, que yo sepa, por las mismas fechas cambios significativos o restricciones en el desarrollo de la música práctica en la corte de Felipe IV. Con seguridad las preocupaciones de los círculos intelectuales cercanos al rey apenas influían en la práctica diaria.

¿Por qué tanta prevención contra la música y tanta desconfianza hacia el sentido del oído? Pues precisamente por las mismas propiedades que otros consideraban como la mayor virtud de la música: su capacidad para conmover el ánimo y actuar sobre los afectos. Vicente Espinel, poeta y músico convencido de este poder, cuenta (p. 188) cómo una canción que decía rompe las venas del ardiente pecho incitó a un caballero que la oía a sacar una daga y exclamar: “Veis aquí el instrumento, rómpeme el pecho y las entrañas”. Espinel añade que en las sonadas españolas, que tan divino arte y novedad tienen, se vee cada día ese milagro y explica las condiciones que se han de dar para que ocurra: un texto con conceptos excelentes, una música hija de los mismos conceptos, una interpretación con espíritu, disposición, aire y gallardía y un oyente con el ánimo y gusto dispuesto para aquella materia. Por su parte Saavedra Fajardo (p. 209) llama a la música delicado filete de oro que dulcemente gobierna los afectos pero, si bien reconoce que algo se ha de permitir a la fragilidad humana, llevándola diestramente por las delicias honestas a la virtud, no se cansa de avisar de los peligros que se esconden tras ese dulce gobierno. En definitiva, a pesar de la distinta valoración de las consecuencias, unos y otros para bien o para mal atribuyen a la música un poder muy grande, mucho mayor que el que le concedemos en la actualidad.

Y en este punto volvemos a reunirnos con Velázquez, al que parecíamos tener olvidado. Nuestro pintor se sitúa claramente en el grupo de consejeros áulicos, preocupados por la estabilidad del gobernante, para los cuales la música es un peligro por sí misma como turbadora del ánimo y también como símbolo de la adulación y los engaños que tienen entrada a través del oído. Jamás escribió una línea al respecto, pero en su obra pictórica tales ideas quedaron expresadas, aunque a veces, es cierto, con esa técnica borrosa que caracteriza su estilo. Velázquez fue un paradigma del cortesano discreto. La prueba está en su carrera ascendente hasta subir un escalón más que el que le correspondía por su origen en aquella sociedad estamental. Velázquez fue un artista teórico y práctico del silencio. La prueba está en la escasísima información que nos ha llegado sobre su persona, que a veces tanto dificulta el entendimiento de su obra. Pero también fue Velázquez sensible a la música. Demasiado sensible, quizá, puesto que tanto empeño puso en avisar de sus peligros.


Epílogo cervantino con melancolía al fondo

Puede parecer petulancia afirmar de un personaje tan esquivo como Velázquez algo tan particular y personal como que era hipersensible a la música, sin aportar inmediatamente algún dato que lo corrobore. Pero tengo uno y por eso me atrevo a afirmarlo. Es un dato que todo el mundo conoce, aunque cada cual parece verlo a su modo. Me refiero a la obra más famosa de Velázquez, Las Meninas. Con este cuadro pasa como con El Quijote: todo el mundo lo conoce –o dice conocerlo– pero cada cual lo entiende –o, más bien, cree entenderlo– a su manera. El profesor Augustin Redondo ha publicado una colección de ensayos titulada Otra manera de leer el Quijote, en la que demuestra ser uno de los pocos que han sabido leerlo. En ella se incluye un interesantísimo artículo sobre La melancolía y el Quijote, en el que se analiza el autorretrato del escritor en el prólogo de su obra maestra: Muchas veces tomé la pluma para escribilla y muchas veces la dejé por no saber lo que escribiría: y estando una hora suspenso, con el papel delante, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría… Para Redondo están claras las fuentes de esta imagen cervantina o, cuando menos, las referencias que el escritor busca despertar en el lector. Se trata de la imagen del creador melancólico, analizada por Aristóteles en la famosa Pregunta XXX –¿por qué todos los grandes hombres han sido melancólicos?–, que asimilan y transmiten a Europa humanistas como Angelo Poliziano, Pico de la Mirandola y Marsilio Ficino. Redondo indica que “la mejor representación de este aspecto del melancólico como profundo pensador y creador es seguramente la que muestra el grabado de Durero Melancolía I, en el que el ángel de la Melancolía, con el codo apoyado en la rodilla y la mano en la mejilla, está pensando, perdida su mirada en una amplia meditación. Desde entonces, ésta es una actitud que va a repetirse sin cesar para figurar al pensador melancólico.”

Pues no otra es, a mi entender, la actitud en la que Diego Velázquez ha querido plasmarse en su más famoso cuadro. “En algunos casos”, continúa Redondo para mayor aprovechamiento nuestro, “se le representa [al creador melancólico] con la pluma, el pincel o el compás en la otra mano, esperando la realización de la inspiración visionaria que se ha apoderado de él.” Antonio Mingote lo expresó muy gráficamente en su particular versión de Las Meninas: “Hay días en los que a uno no se le ocurre nada”. La única diferencia entre el pintor y el escritor estriba en que la paleta impide al pintor colocar la mano izquierda en la mejilla. (En la versión de Mingote el pintor realiza este gesto con el extremo del pincel).

No pretendo afirmar que Velázquez tuviera delante el grabado de Durero al pintar Las Meninas, como tampoco que Cervantes consultase a Aristóteles antes de escribir el Quijote. La imagen del creador melancólico estaba tan difundida en la época que hace innecesaria la presencia de un modelo concreto. Pero se puede, incluso, establecer alguna otra relación directa entre el grabado de Durero y el cuadro de Velázquez: el aparente desorden de los elementos que se incluyen en la imagen, la posición lateral del artista –que no contempla la escena del propio cuadro, sino otra cosa que se nos oculta y que quizá sólo esté en su mente–, la apertura del fondo hacia una zona fuertemente iluminada, las paredes cubiertas de objetos de valor simbólico… Pero sólo nos fijaremos en un detalle que creo significativo: el perro. Redondo lo subraya en relación con el melancólico don Quijote, al que acompaña en la primera descripción que de él hace Cervantes –galgo corredor–, sin que vuelva a aparecer en toda la novela, porque es un elemento que sirve al autor para el retrato psicológico del personaje pero para nada más. Goya lo pinta en un aguafuerte titulado Don Quijote lector, otra imagen perfecta del melancólico rodeado de los monstruos que produce el sueño de su razón. Panofsky y Saxl, autoridades de peso en asuntos iconográficos, han señalado al perro como habitual acompañante del melancólico, “porque puede ser víctima de la locura como los profundos pensadores”, además de ser jeroglífico del bazo, víscera que produce la bilis negra, así como de los profetas, todo lo cual iba asociado desde antiguo a la melancolía. Es cierto que el perro no es un animal raro en la obra velazqueña, en retratos de caza al aire libre, y que su valor simbólico es múltiple. Pero a pesar de todo me parece significativa su presencia en un interior palaciego y, además, junto a los “locos”.

Giorgio Agamben ha completado en muchos aspectos y contradicho en otros las propuestas de Panofsky sobre la melancolía. Algunos puntos contemplados en su trabajo –lo no-acabado, la ausencia del objeto, la metáfora, el laconismo del genio– me parecen de interesante aplicación a la obra y la personalidad de Velázquez. Agamben trae a colación un pasaje de Romano Alberti para relacionar actividad pictórica y melancolía: Los pintores se vuelven melancólicos porque, queriendo ellos imitar, es necesario que retengan los fantasmas fijos en el intelecto, de modo que después los expresen de la manera que primeramente los habían visto en presencia; y esto no una vez, sino continuamente, siendo éste su ejercicio; por lo cual de tal modo mantienen la mente abstraída y separada de la materia, que consecuentemente les viene la melancolía. Durero, Miguel Ángel y Pontormo se ponen como ejemplos clásicos de pintores melancólicos. Velázquez podría añadirse al grupo sin problema. Precisamente la melancolía es la enfermedad que caracteriza la época que le tocó vivir. Son numerosos los libros de medicina que tratan de ella, algunos tan próximos a nuestro pintor como el de Andrés Velázquez: Libro de la Melancholía, en el qual se trata de la naturaleza desta enfermedad, assí llamada Melancholía y de sus causas y símptomas (Sevilla, 1585).

La melancolía atacó con particular virulencia creadora a ciertos músicos, sobre todo ingleses, y al que más entre ellos John Dowland, que la convirtió en divisa de su estilo: Semper Dowland, semper dolens, y de cuyas Siete Lágrimas puede decirse sin hipérbole que regaron toda Europa. No es casual, porque si hay una actividad artística que mantenga a la mente abstraida y separada de la materia, es la música. La mano melancólica que unas veces empuña una pluma o un pincel puede otras también pulsar las cuerdas de un laúd inglés como el de Dowland o, ¿por qué no?, español como el del Calisto de La Celestina, el Silerio de La Galatea o el del propio Don Quijote rondando a Altisidora. En una aparente paradoja las composiciones del músico melancólico, necesariamente tristes y lamentosas, no encuentran rechazo sino, al contrario, un mercado enorme e inmediato formado por las legiones de melancólicos contemplativos, porque la música es tanta parte para hacer acrescentar la tristeza del triste como la alegría del que más contento vive, como observa Jorge de Montemayor en su Diana. El fino psicólogo que es Cervantes detalla aún más:

Todos los pastores que allí instrumentos tenían formaron a poco espacio una tan triste y agradable música, que, aunque regalaba a los oídos, movía a los corazones a dar señales de tristeza, con lágrimas que los ojos derramaban… y era de suerte que concordándose el son de la triste música y el de la alegre armonía de los jilguerillos, calandrias y ruiseñores, y el amargo de los profundos gemidos, formaba todo junto un extraño y lastimoso concepto, que ni hay lengua que esclarecerlo pueda.

Si hay una enfermedad a la que la música no le sea indiferente, es la melancolía. Si hay un humor expuesto continuamente a ser removido por los afectos de la música, es la melancolía; aunque sus reacciones ante la música no caminan siempre en el mismo sentido. Normalmente el melancólico se recrea o re-crea su melancolía con músicas tristes, siguiendo el principio homeopático similia similibus curantur. Pero en ocasiones una música alegre es capaz de sacarle del estado de postración, como en la divertida escena del Marcos de Obregón (p. 153) en la que Espinel se ve compelido a curar la melancolía de una señora de Argel:

Para más acertar la cura cogí de debajo de la saltambarca una guitarra… Llegándome a ella, que estaba con la imaginación muy en el caso, díjela al oído un grandísimo disparate que aprendí oyendo artes en Salamanca:

Barbara Caelarent Darii Ferio Baralipton,

Caelantes Dabitis Fapesmo Frisesomorum.

Y luego, sacando la guitarra, le canté mil disparates, que ni ella los entendía, ni yo se los declaraba. Fue tanta la fuerza de imaginativa suya, que antes que de allí me saliese quedó riendo.

La melancolía es la característica de la personalidad de Velázquez por la que pienso que la música no le era indiferente, sino todo lo contrario. El conflicto se produjo en su interior muy pronto, al adoptar las ideas del estoicismo contrarreformista sevillano. Quizá al afincarse en la corte y al observar ciertos excesos su postura se radicalizó, pero en absoluto se hizo indiferente ante la música, por lo que siguió avisando de sus peligros. La melancolía es, antes que una enfermedad, un humor y por eso quizá haya que enfocar este asunto desde los humores y con humor. Cabe pensar que el Aposentador Mayor y Pintor de Cámara de un rey que en sus apariciones públicas intentaba parecer una estatua, sólo podía exteriorizar los humores menos humorísticos, como la melancolía. Miguel de Cervantes, menos estoico y más cínico, podía expresarse con una paleta más variada de humores. La diferencia de resultados es diáfana: Para Velázquez la música resulta peligrosa. Para Cervantes, como todo el mundo sabe, donde hay música no puede haber cosa mala. ¿O en realidad era Sancho quien pensaba esto?


BIBLIOGRAFÍA

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[1] La prueba está en que prácticamente nada se ha escrito sobre este asunto, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la relación entre Cervantes y la música, sobre lo que hay mucha (aunque también muy desigual) bibliografía. El presente artículo es una ampliación del esbozo que publiqué en Scherzo, Nº 133, Abril 1999, pp. 132-138, con el título “Divagaciones en torno a Velázquez y la música”. Después de esa fecha ha aparecido el trabajo de Anna Margules, “Velázquez y la música de su tiempo”, En torno a Velázquez, Coordinador Miguel Ángel Ramos Sánchez, Madrid, Comunidad de Madrid, 1999, pp.121-143, que no aporta nada nuevo y confunde más que aclara.

[2] PALOMINO, p. 934. V. también BONET, 1960.

[3] Archivo del Palacio Real, Felipe IV, Casa, Vestuario, legajo 2. Publicado en VARIA, 1960, II, p. 243.

[4] Es arriesgado extraer conclusiones de esta clase de datos pecuniarios tomados aisladamente. El 25-X-1623 Felipe IV concedió a Mateo Romero, llamado “Capitán”, su maestro de música y Maestro de la Real Capilla, “una capellanía de los Reyes Nuevos de Toledo, que vale 800 ducados”. Un mes más tarde otorgó idéntica merced al hermano de una nodriza que había amamantado durante cuatro días a la infanta recién nacida. (GASCÓN, 1991, pp. 181 y 186). ¿Quiere esto decir que la estima real equiparaba a su músico preferido con el hermano de un ama de leche?

[5] Historia y Nobleza de el Reyno de León y Principado de Asturias, ms. conservado en el British Museum, Ms. Eg. 1878, fol. 75 v (VARIA, 1960, II, p. 387).

[6] Nacido en 1606, ingresó como “cantorcico” en la Real Capilla en 1633, es decir, a los 27 años. En 1655, con 49 años, fue protagonista de una recuperación maliciosamente comentada por BARRIONUEVO, p. 264: “A un músico capón del Rey, que se llama don Lázaro Díaz del Valle, le han retornado los genitales, y está tan gozoso que los enseña a todos. Lo que es por curiosidad no puedo dejar de verlos, cosa de que los capones todos están muy gozosos, no perdiendo ninguno las esperanzas de verse algún día hombre hecho y derecho.” Las burlas y el menosprecio a los castrados eran moneda corriente y hasta el mismísimo Antonio de Cabezón se permitió hacer algún chiste. Por eso es más de destacar la amistad de Velázquez con Díaz del Valle, detalle que podría ponerse en relación con la dignidad con que en sus cuadros son tratados los bufones, las “sabandijas de palacio”, otros personajes fuera de norma lo mismo que Díaz del Valle.

[7] Ms. propiedad del Instituto Velázquez, del C.S.I.C., reproducido parcialmente en VARIA, 1960, II, p. 59, de donde tomo el párrafo citado inmediatamente.

[8] GRACIÁN DANTISCO, 1968, p. 173.

[9] En un volumen de “Poesías varias” recopilado por Francisco Pacheco, que se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Harvard (Cambridge, Massachusetts). El romance ha sido publicado completo por FICHTER, 1960.

[10] Juan de Bezón fue un cómico especializado en papeles de gracioso.

[11] Frase de los editores en la introducción de PACHECO, 1985, p. 23.

[12] Véanse, por ejemplo, los detalles de increíble crueldad que se describen en la biografía del Doctor Luciano de Negrón (PACHECO, 1985, pp. 133-136), que tras presidir el ahorcamiento de dos frailes sentenciados por él “se volvió a su casa y quietud, donde con admirable exemplo de singular modestia i compostura gastó el resto de la vida en el exercicio de todas las virtudes”.

[13] CARO, 1992, pp. 3-24.

[14] Símbolo de la lascivia (PANOFSKY, 1972, p. 262).

[15] GÁLLEGO, 1991, pp. 220-223, estudia el significado del reloj y particularmente del reloj de sol en las artes plásticas y la literatura, pero no menciona este cuadro velazqueño. V. también BOUZA, 1989.

[16] En una de las versiones de la Silva 25ª, El pincel (VARIA, 1960, p. 22).

[17] SEBASTIÁN, 1984 y 1990.

[18] “Ante las dificultades de la interpretación de Las Hilanderas casi estamos tentados de volver a la pedestre explicación del antiguo catálogo del Prado” (GÁLLEGO, 1991, p. 265).

[19] Sobre el mismo asunto tiene Bach una cantata tan interesante por la música como por el trasfondo filosófico.

[20] Manuel de Gallegos, Obras varias al Real palacio del Buen Retiro, Madrid, 1637. La Silva topográfica a la que pertenecen estos versos fue publicada por Elías Tormo en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones (1911), pero puede consultarse más fácilmente en VARIA, 1960, p. 27-31. El fragmento que aquí interesa también se halla en LÓPEZ, 1995, p. 301, obra que hace un completo seguimiento del tema en la pintura barroca española.

[21] SUÁREZ, 1913, p. 50. V. también todos los capítulos que dedica a Apolo PÉREZ DE MOYA, sobre todo las pp. 506-508.

[22] VARIA, 1960, p. 397.

[23] LÓPEZ, 1995, p. 337.

[24] KONECNY, 1998, p. 39.

[25] Ejemplo: Felipe IV nació el 8 de abril de 1605, Viernes Santo, pero aquella noche la Real Capilla en lugar de las preceptivas “tinieblas” ofició los maitines de Navidad.

[26] REY, 1997, pp. 56 y 98.

[27] SÁNCHEZ, 1972, p. 116. La crítica de Sánchez se extiende más pormenorizadamente sobre el sentido de la vista, porque es al que más importancia se ha dado en nuestra cultura, pero sus obsrvaciones son igualmente válidas para el oído.

Velázquez y el poder de la música

Pepe Rey – 2000

Publicado en el programa de mano que acompañó a las sesiones de ballet de la Compa-ñía Nacional de Danza en el Teatro Real de Madrid. Mayo – junio 2000, pp. 40-75.

Unos pocos (muy pocos) documentos
Puesto que a nadie se le oculta que abordar la obra y la persona de Diego Velázquez desde una perspectiva musical equivale a navegar contra corriente, pedir peras al olmo o “tañer corneta donde no hay eco”1 –como decía la pícara Justina–, tampoco extrañará a nadie que comience a narrar la historia por el final:

Llegando la noche y dando a todos luto sin tinieblas, le condujeron a su último descanso en la parroquia de San Juan Bautista, donde le recibieron los caballeros Ayudas de Cámara de Su Majestad y le llevaron hasta el túmulo… Hízose todo el oficio de su entierro con gran solemnidad, con excelente música de la capilla real, con la dulzura y compás y el número de instrumentos y voces que en tales actos y de tanta gravedad se acostumbra.2

Se trata quizá del documento que, aunque tardío y triste, refleja el momento de más estrecha y más importante relación de Velázquez con la música: la Capilla Real al completo sonando en su honor o, mejor dicho, en honra de sus restos mortales. En vida nunca pudo ocurrir algo parecido, como es obvio, y el hecho de que ocurriera tras su muerte dice mucho acerca de la importancia que en su vida llegó a adquirir el personaje. A la sazón ocupaba el cargo de maestro de la capilla Carlos Patiño y el de maestro de los violones –formado por dos violines, un contralto, un tenor y un bajo– Ignacio de Cerf. No sabemos qué músicas tañeron en aquellas exequias, pero el documento nos suscita la primera pregunta de esta indagación: ¿Cuál fue la relación de Velázquez con los músicos que servían en palacio como él? Aunque sea imposible saberlo con alguna certeza, a veces los documentos mezclan sus nombres y parecen reflejar una proximidad cotidiana:

Memorial de la Cámara al Rey sobre los vestidos de merced al personal de la Real Casa.

A los músicos de Cámara se les comenzaron a dar vestidos de precio de 100 ducados… Paréceme que se les podría dar de aquí  en adelante 80 ducados.

El vestido de D. Enrique Butler, músico, monta 200 ducados…

Cuando se hizo el asiento con Bartolomeo Jovernardi, se ajustó con él que se le habría de dar un vestido de precio de 100 ducados; paréceme que se le debería guardar su asiento.

Los vestidos de los barberos y de Diego Velázquez se podrían reducir a 80 ducados…

15 de septiembre de 1637.3

Si del precio de la vestimenta puede sacarse alguna conclusión, el prestigio y la situación social de Velázquez –Ujier de cámara en esa fecha– eran inferiores a los del arpista italiano Bartolomeo Giovernardi y, mucho más, a los del violagambista inglés Henry Butler4. Con estos tuvo el pintor seguramente un contacto más cercano que con los músicos de la capilla, por razones de proximidad en el desempeño del oficio. Sin embargo, el único músico del que nos consta una buena amistad con Velázquez fue un cantor de la capilla, Lázaro Díaz del Valle. Lo sabemos por él mismo a través de una anotación escrita el día de la muerte del pintor:

Viernes a las tres de la tarde, 6 de agosto, murió  en Madrid Diego de Silva y Velázquez… Yo perdí  en él un buen amigo, porque correspondía a mi voluntad.5

Lázaro Díaz del Valle, leonés, cantor tiple en la Real Capilla6, era también Cronista de los Reinos de Castilla y León. Fue uno de los primeros en ocuparse de la historia de la Capilla Real. Su amistad y admiración por Velázquez quedó patente en otra obra suya: Epílogo y Nomenclatura de algunos Artífices que por famosos y aventajados en el nobilíssimo y real Arte de la Pintura y el Dibuxo han sido por los mayores Príncipes del orbe honrados con órdenes militares de Cavallería y por premio de su virtud y fatiga colocados en puestos honoríficos y preeminentes… Dirigido al muy virtuoso, honrado y Prudente Cavallero, Don Diego de Silva y Velázquez. Año 16597. La obra, inconclusa, no escatima los elogios a Velázquez, propios o recogiendo poemas de otros autores, pero en lo tocante a su relación con la música no aporta casi nada que despierte nuestro interés. Recojo únicamente esta anécdota personal del pintor con el músico:

…Francisco Martínez, de Valladolid, de cuya mano tengo un retrato del tamaño del natural, de un general de la mar… Este retrato es valiente y fiero y conducido en buen colorido al óleo. Muchos grandes pintores de esta corte le han visto en mi casa y en votos de todos es famoso, y conociéndolo su artífice, lo firmó. Solamente Diego de Silva Velázquez, pintor de Cámara de S. M., preguntándole yo qué le parecía deste retrato, respondió que era bueno, mas que estaba en postura de danzante, y dijo muy bien y habló como artífice tan eminente y de grande ingenio y reconocimiento.

La anécdota tiene interés sobre todo por la escasez de opiniones personales de Velázquez sobre cualquier asunto, incluida la pintura. Sería excesivo deducir de ella un menosprecio del pintor hacia la danza –aunque es cierto que en ninguno de sus cuadros hay la menor alusión a danzas o bailes–, pero sí cabe ponerla en relación con un modo de pensar característico de los cortesanos y nobles de la época: el decoro exige que la gravedad y solemnidad que deben rodear a un personaje de la alcurnia de un general no se vean debilitadas por un elemento de otra esfera más frívola, como es la danza. O dicho con palabras de un manual de buenas maneras de aquella época:

Sería como el que va por la calle, que no ha de bailar, sino andar, que es lo que todos saben, porque puesto caso que el bailar o dançar es de más artificio, no por esso parecería bien ir dançando o bailando, que esto se ha de guardar para las bodas y regozijos.8

Sigamos el hilo de esta cita y veamos algo de lo que ocurrió en la boda de Velázquez. Copiado de mano del propio padre de la novia, Francisco Pacheco, se conserva un Romance que hizo el Licenciado Baltasar de Cepeda, aviéndose hallado en la boda de mi hija, doña Juana Pacheco, con Diego Velásquez, donde estuvieron el Dotor Sebastián de Acosta, el Padre maestro frai Pedro de Frómesta, Francisco de Rioja, don Alonso de Ávila i otros muchos en 13 [sic, por 23] de Abril año 16189. En los últimos cuarenta versos del romance –después veremos lo que se cuenta en los primeros– el poeta describe la comida y la fiesta posterior:

    • Comióse admirablemente
    • i bevióse otro que tanto,
    • porque de gana y de qué
    • uvo en las mesas abasto.
    • Dieron gracias i las tablas
    • el sitio desocuparon,
    • i la fiesta començó,
    • bueltos los Novios al Thálamo.
    • Beçón cantó diestramente,10
    • porque lo es mucho en el canto,
    • i de Música hizo un brindiz
    • más dulce que los de Baco,
    • porque brindó a una Sirena,
    • i en el nombre que le he dado
    • no confesaré que yerro,
    • porque es su cantar encanto.
    • Era honesta como bella
    • i adornada de tal garbo,
    • que a ser señora de un mundo
    • representara el ditado.
    • En baile i voz era un símil
    • de la que aquel Rei Judaico
    • uvo según la escritura
    • en la mujer de su ermano,
    • pero no en la onestidad,
    • porque lo mostró ser tanto,
    • que a estar allí otro Baptista,
    • quedara su cuello sano.
    • De cómo se dilató
    • el dichoso Epitalamio
    • no trato, porque no aya
    • quien diga que lo dilato.
    • Sólo diré de los novios,
    • porque dellos me he olvidado,
    • que son tales que merecen
    • todo el referido aplauso.

Es decir, en la boda de Diego Velázquez se cantó y se bailó, como no podría ser de otra forma. Pero puntualicemos y personalicemos: la novia cantó como una Sirena y bailó como una Herodías. Del novio, sin embargo, no se nos dice nada, seguramente porque no hizo ni una cosa ni otra. Lo más sorprendente del epitalámico romance está, por lo demás, en los cien primeros versos, dedicados a nombrar a los personajes allí presentes y describir la tertulia que tuvieron antes de comer y los temas de conversación:

    • Tratóse de tradición;
    • con temor en esto hablo,
    • porque recibí por ella
    • el dexársela a los Sabios
    • i más si es de las palabras
    • del Misterio Sacro Santo
    • de la Sacra Eucharistía
    • y el modo de su Milagro.

Al lector actual puede resultarle extraño que antes de un banquete de bodas de entonces los comensales, por muy intelectuales que fueran, entablasen una discusión o, más bien, disertación retórica sobre asuntos teológicos, pero exactamente ese era el ambiente que rodeaba al joven Velázquez en la casa de Pacheco, como queda fielmente reflejado en el romance de Cepeda. Con frecuencia, por razones de simplificación, se habla y se escribe del “humanismo” que caracterizaba el ambiente del taller de Pacheco. Pero más exactamente habría que referirse a un humanismo residual –herencia devaluada de la época en que Sevilla conoció una floración humanista– mezclado con elementos de la Contrarreforma imperante, algo menos humanísticos. No hay que olvidar que Pacheco fue nombrado en 1618 “veedor de pinturas” de la Inquisición, o sea, encargado de vigilar el decoro de los cuadros. “El conservadurismo estético de Pacheco y sus cautelosos criterios de orden moral hay que asociarlos, sin duda, al espíritu contrarreformista y aparecen influidos por las ideas de la clerecía sevillana, especialmente de algunos religiosos pertenecientes a la Compañía de Jesús”11. La identificación activa de Pacheco con la ideología oficial y su defensa del recato lo ponen en relación muy directa con la casi total desaparición de la pintura profana en Sevilla en las décadas finales del siglo XVI. Una lectura atenta de su famoso Libro de Descripción de verdaderos Retratos no produce la impresión de un mundo en el que el hombre sea la medida de todas las cosas. Antes al contrario, el poder despótico y muchas veces irracional de la Iglesia queda allí reflejado hasta extremos con frecuencia terribles12. Luis Gómez Canseco ha estudiado detalladamente las que él denomina “formas del humanismo sevillano”13. Distingue este autor entre cuatro momentos correspondientes a sucesivas generaciones: un “primer humanismo” de corte erasmista hasta mediados del siglo XVI; un “erasmismo integrado” encabezado por Arias Montano; una “última generación humanista” y unas “formas tardías del humanismo”. Simplificando con palabras de Gómez Canseco, para estos dos últimos grupos, los que coinciden con Velázquez, “el humanismo es un punto de referencia, una imagen heredada, pero casi vacía de contenido, de ideario… Habían disfrazado el humanismo de filosofía y se convirtieron en estoicos”. Más que el recuerdo de Séneca, fue la influencia de Justo Lipsio y los estoicos holandeses, traída por Arias Montano, la que marcó por completo el final del humanismo sevillano. Francisco Pacheco, tío del pintor del mismo nombre y canónigo de la catedral, que es una de las figuras centrales y, cabe suponer, de los más influyentes en el taller del sobrino, manifiesta en sus escritos una completa impregnación de la filosofía estoica, abogando por el retiro interior, la liberación de las pasiones, el desengaño del mundo o la vida conforme a la naturaleza. En este entorno filosófico y vital debemos enmarcar la época de aprendizaje y los primeros pasos profesionales de nuestro pintor.

Volvamos de nuevo al romance de las bodas para fijarnos en un último detalle. La fiesta descrita se desarrolla en tres momentos: elevada tertulia teológica a cargo de sesudos varones, interludio cómico a cargo de un profesional de la farsa y, finalmente, música y baile a cargo de la novia. No hay que darle muchas vueltas para olfatear la mentalidad subyacente, según la cual eso de cantar y bailar es cosa de mujeres. El terreno propio de los hombres está entre el intelecto y el verbo. Para entender muchos mensajes velazqueños convendrá tener en cuenta la mezcla de neoestoicismo y contrarreformismo en aquella sociedad compartimentada y conservadora.

Unos pocos (bastante pocos) cuadros

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De fechas no muy alejadas de su boda procede el cuadro más musical de Velázquez, Los músicos o El concierto. En él hay vino, hay pan y hay música. Los personajes son dos cantores y tañedores de guitarra y violín, un niño sonriente con otra guitarra más pequeña bajo el brazo y, si es un personaje y no un símbolo ya en sí misma, una mona14. También se ve un cuadro o espejo en la pared y una mesa sobre la que se disponen utensilios relacionados con la comida. La escena representada podría ser alegre y divertida, un relativo despliegue de experiencias sensoriales, incluida la risa. Pero un detalle matiza esta posibilidad: en el primer plano un cuchillo inclinado clavado de modo poco natural en el centro de un tajo de madera circular proyecta su sombra y convierte el conjunto en reloj de sol. El reloj15 actúa como catalizador que reconduce el significado de la escena hacia el conocido mensaje de las vanitates barrocas sobre la caducidad de los placeres y el inexorable poder del tiempo. Ahora los diversos elementos cobran un nuevo sentido para el contemplador:
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El personaje central está mirando hacia arriba, quizá señalándonos la dirección hacia donde deben orientarse nuestros deseos y nuestros actos, como la Santa Cecilia de Rafael –cuyo original vería Velázquez años más tarde al pasar por Bolonia–, que muestra su atención a la música celestial y su menosprecio de la terrenal. Quizá el arco del violín es una flecha que señala en la misma dirección. Quizá el niño sonríe porque todavía no es consciente de su destino… He aquí una clara muestra del mencionado estoicismo contrarreformista, que tiene que ver más con los Ejercicios de san Ignacio que con las sentencias de Epicteto. El lema glosado en este sermón pictórico podría ser: No busquéis los placeres de aquí abajo, que son caducos, sino los de arriba, o algo parecido. ¿Y por qué la presencia de la música y de los instrumentos musicales, que son en definitiva los protagonistas del cuadro y los que le dan nombre? Porque la música es, precisamente, el arte que por definición nace marcada por la caducidad. La música se alimenta y vive del tiempo y, más en concreto, de instantes que se suceden y a los que ella dota de sentido. Por eso muere en cuanto cesa de sonar. Soni pereunt, “los sonidos perecen”, dejó escrito san Isidoro, otro sevillano. Como ocurrirá en el resto de la producción velazqueña, el realismo es sólo aparente. Y el costumbrismo, mucho más, porque lo que da sentido y unidad a un cuadro de Velázquez –si dejamos a un lado los retratos y no todos– son la idea y el concepto que están detrás. A esta cualidad debió de referirse Quevedo cuando afirmó que Velázquez era capaz de animar lo hermoso y dar a lo mórbido sentido16.
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Resulta sorprendente que este lienzo amargo y desencantado –y otros bodegones de la misma época como El almuerzo o el magnífico Aguador de Sevilla, de parecido significado por la breva (brevitas, brevedad) sumergida en el vaso que el hombre mayor ofrece al joven– sea uno de los primeros que pinta un jovenzuelo de menos de veinte años que acaba de conseguir el grado de maestro y que posee cualidades que lo llevarán muy lejos, como sabe su maestro y él mismo sospecha. ¿Era esta la filosofía del muchacho? Cabe afirmar con seguridad que más bien era la filosofía de sus clientes. El pintor de aquella época, gremial y por encargo, sólo parcialmente es responsable de sus cuadros. Directa o indirectamente el cliente, sin el cual el pintor no puede subsistir, condiciona no sólo el asunto, sino también el tratamiento del mismo. Pero además de que el cliente, como es sabido, siempre tenga razón, en este caso es aplicable también la norma sociológica según la cual un individuo adopta la ideología y el sistema de valores de la clase social en la que desea integrarse. Al final de su vida y tras no pocos esfuerzos Velázquez conseguirá entrar en el estamento nobiliario, pero las bases de su escalada social se establecen en los años de aprendiz en el taller de Pacheco, donde tiene oportunidad de observar el comportamiento de los prohombres locales y de hacerse estimar por ellos.

Tras un comienzo tan prometedor –para nuestros intereses, al menos parcialmente– como Los músicos, sorprende no poco que las alusiones musicales desaparezcan por completo o casi de la obra velazqueña posterior. Aunque, si bien se mira y por lo que hasta ahora llevamos visto, hasta resulta lógico. Sería impropio de Velázquez la inclusión de instrumentos musicales, por ejemplo, como elemento decorativo. Si la música debe aparecer, no lo hará por capricho, sino por necesidades del guión.
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Así, vemos esbozarse un pífano junto al abanderado del cuadro de Las lanzas y a su lado suponemos que estará el atambor, aunque no lo veamos porque queda oculto entre la soldadesca. La otra posibilidad es que algún elemento musical se integre en una obra por su carácter simbólico, y ya vamos sabiendo cuál es el valor que como símbolo tiene la música para Velázquez. Podemos comprobarlo una vez más en el cuadro que junto con Las meninas ha provocado mayores elogios y más ríos de tinta: Las hilanderas.
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O La fábula de Aracne, con más propiedad. La cantidad de papel que se ha gastado –y probablemente aún se necesita otro tanto– con este cuadro es un claro índice de la complejidad del conceptismo velazqueño y de su voluntad de hacer trabajar al espectador poniéndole las cosas difíciles. Sorprende que hasta 1903 –es un misterio qué verían los contemporáneos del pintor– nadie se diera cuenta de que el tapiz del fondo copia El rapto de Europa, de Tiziano, y que hasta medio siglo más tarde no se identificaran las figuras de Palas y Aracne, aclarando así el argumento de la composición. La Philosophía secreta, de Pérez de Moya (p. 668), biblia mitológica de la época que poseía Velázquez, interpreta así el significado del mito:

Esta fábula nos da exemplo que por más excelencia que parezca que tenemos no devemos ygualarnos con Dios, ni ensoberbezernos, de manera que por no reconocerlo todo de su bondad nos castigue y nos haga conocer lo que somos, siendo apartados de su gracia, y que todo quanto sabemos es frágil como tela de araña, como experimentó Aragnes buelta en tan pequeño y vil animalejo.

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Para nuestra indagación musical el interés se centra en la silueta de lo que unánimemente se ha identificado como una viola da gamba, término italiano del instrumento que el castellano de aquella época llamaba vihuela de arco, aunque la mayor parte de los críticos suelen hablar de violonchelo o contrabajo, términos que les resultan más familiares. ¿Qué pinta ahí, justo en la frontera entre los dos mundos captados en el cuadro? O, mejor, ¿con qué intención la pintó Velázquez? Los comentaristas otorgan mayoritariamente al supuesto instrumento un valor central para entender el significado del cuadro, junto con las tres damas que rodean la escena del fondo, tan astutamente borrosa e indefinida toda ella; pero es precisamente alrededor de estos elementos donde surge la controversia con opiniones tan dispares y variadas que resultaría imposible e inútil reproducir aquí. Puesto a tomar partido, me inclino por la propuesta de Santiago Sebastián17: las tres damas que contemplan la disputa de Palas y Aracne son las tres Sirenas, que según un comentarista ovidiano de la época, Sánchez de Viana, cuyo libro también poseía Velázquez, eran discretísimas, una en música de voz, otra en tañer una flauta, la tercera en tocar cythara o vihuela con tanta gracia, que ninguno que la oía no quedase arrobado de tanta melodía y dulzura. Pérez de Moya, es aún más preciso: Su ejercicio es música y cantares, con que conmueven a lujurias, porque con la dulzura del canto atraen a los hombres a su amor. La explicación se completa considerando el cuadro una alegoría del rey como buen tejedor, presente en libros de emblemas contemporáneos y cuyo origen se remonta a Platón. Las Sirenas, y la vihuela con ellas, representan las tentaciones libidinosas y de todo tipo que acechan al rey –a Felipe IV en particular, como es sabido– y los cortesanos lisonjeros que arrastran al príncipe a su perdición.
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Sirena e instrumento de arco (un violín) aparecen también unidos en la empresa 78ª de Saavedra Fajardo (p. 856), que glosa el lema Formosa superne (“hermosa en la superficie”), cuyo comentario comienza: Lo que se ve en la sirena es hermoso; lo que se oye, apacible; lo que encubre la intención, nocivo y lo que está debajo de las aguas, monstruoso.

Antes de pasar a otro cuadro debo reconocer, sin embargo, que resultan insatisfactorias todas las interpretaciones de Las hilanderas y que, a pesar de haber dedicado muchas horas a este enredoso lienzo, tampoco puedo ofrecer otra mejor18. En primer lugar, sigo sin identificar claramente el objeto en cuestión como un instrumento musical. En segundo lugar, en la posición en que está tampoco sirve como atributo identificador de las Sirenas, que no parecen tener nada que ver con él. En tercer lugar, hay demasiados elementos en el cuadro –el gato, por ejemplo, o la escalera de mano– cuya presencia arbitraria o, al menos, injustificada hasta el momento parece contradecirse con el elaboradísimo conceptismo barroco de la composición. En cualquier cuadro de Velázquez no sobra ni falta nada y este no debería ser una excepción. Finalmente, no acabo de entender cómo, ocupando Velázquez el lugar que ocupaba como pintor, como criado y como personaje del entorno regio, no fue el Rey el primer poseedor de una obra cuyas intenciones se dirigían tan rectamente hacia el propio monarca, si así lo fuera. Me suena casi a alta traición pensar que Velázquez pintó este cuadro a espaldas de Felipe IV, que ocultó o veló su contenido alegórico y que finalmente se lo entregó a un personaje de puesto secundario en la corte.

Velázquez pintó otra Fábula de Aracne sin sirenas ni instrumentos musicales, pero no era propiamente suya, sino de Rubens copiada por Juan Bautista del Mazo. Me explico: es uno de los cuadros colgados de la pared del fondo en Las meninas.
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A su lado está El juicio de Midas, de Jordaens-Mazo, con la disputa musical entre Apolo y Pan19. Aunque estos cuadros estaban realmente en el cuarto del Príncipe, lugar donde se sitúa la escena representada, seguramente aciertan quienes piensan que no es casual su inclusión en un retrato colectivo de la familia real: se trata de dar doctrina –tal como Saavedra propone en sus pedagógicas Empresas– a través de las pinturas a la heredera del trono en aquel momento, la infanta Margarita, presentándole los ejemplos de dos humanos que quisieron competir con los dioses y fueron vencidos y castigados. Sería desmesura en este momento extenderse sobre ello, puesto que con relación a Velázquez son de segunda mano, pero nuestro pintor también participaba de esta filosofía y también había pintado y pintaría cosas parecidas. En el palacio del Buen Retiro el poeta Manuel Gallegos vio colgado en 1637 un Apolo y Marsias de Velázquez20:

    • Este, pues, que oy sirviendo en el Palacio
    • del Gran Felipo apura su destreza,
    • ocupó  desse lienço el breve espacio
    • con Apolo y con Marcias. Considera
    • la animada fiereza,
    • que en el Dios vengativo reberbera:
    • mira cómo vencido
    • el músico atrevido,
    • con el mayor tormento,
    • el delito pagó de su instrumento.

De nuevo la música pertenece a la zona reprimible de la existencia. El delito del músico Marsias es, precisamente, su atrevimiento, su pretensión de traspasar los límites impuestos a su existencia humana al competir con un dios. Un estoico griego genuino lo habría definido con una palabra clave de la filosofía helénica y de sus mitos: hýbris, que vale tanto como soberbia, desmesura, transgresión de la norma, de los límites, del deber-ser. Definitivamente Diego Velázquez se sitúa en el campo de Apolo y de Palas, los dioses de la norma, y enfrentado a Aracne, Marsias y Pan, justamente castigados por su des-mesura o falta de medida. No sería del todo inexacto definir a don Diego como una personalidad apolínea, aunque Nietzsche aún no hubiera nacido y aunque para Velázquez la oposición no parezca situarse entre Apolo y Dionisos –y ahí están Los borrachos para mostrar un momento dionisíaco– sino entre los dioses todopoderosos –y entiéndase esto en clave monoteísta– y los mortales ensoberbecidos.

En llegando a este punto, el lector avisado argumentará que no todo en la música es desmesura dionisíaca, sino, antes al contrario, la música es, más que ninguna otra arte, medida y armonía. Y a continuación recordará que Apolo es un dios muy musical21:

Es común parecer de todos haber sido Apolo el primer inventor de la lira, a cuyo son (apto mucho y muy conforme al canto de las cosas divinas) se cantaba el poema mélico. Tuvo la antigüedad muchos instrumentos de música y muchos géneros de cantos. El primero fue todo de los dioses; el segundo, lleno de lamentos; el tercero, llamado “peana”, de Apolo, por la victoria conseguida con la muerte de la serpiente dicha Pitón; el cuarto, ditirámbico, cantado en alabanza de Baco; el último, nómico o legal, por haberse instituido para dar leyes de bien vivir.

Y a mayor abundamiento traerá a colación la historia de Pitágoras en la fragua para demostrar que justamente la proporción y la medida están en la base y el origen de la música según las teorías antiguas. Todo ello es tan cierto como innegable y, además, resulta imposible que Velázquez no conociera estas historias y estos aspectos de la música. Más aún: me atrevería a afirmar que en algún momento de su vida el asunto le interesó y esa es la razón por la que en el inventario de su biblioteca aparece un Arte música de un tal Lipo Galio22, que debe de ser algún tratado teórico italiano adquirido en alguno de sus viajes a Italia. También pudo encontrar explicaciones sobre los aspectos apolíneos, científicos y racionales de la música en los varios tratados de aritmética que poseía, como los del polígrafo Pérez de Moya. Y en El Escorial, acompañando a Pedro Pablo Rubens, no dejaría de contemplar los techos de la biblioteca, de Peregrino Tibaldi, en los que están pintadas las alegorías de las artes liberales y las imágenes de los héroes mitológicos e históricos de cada una de ellas. Pero ¿de qué le podrían servir estos conocimientos sobre teoría musical en la práctica pictórica? Da la impresión de que, a pesar de conocer todo esto, a Velázquez le interesa más la otra vertiente simbólica de la música, aunque sea para reprobarla.
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Hay un cuadro de Velázquez en el que se reúne Apolo con otro de los símbolos musicales clásicos: el yunque. Me refiero, naturalmente, a La fragua de Vulcano. Si debe entenderse como una obra alegórica, su significado no está ni mucho menos claro23: la envidia, la infidelidad conyugal, la superioridad de las Nobles Artes (Apolo) sobre las artesanías fabriles… Por ello me atrevo a proponer una interpretación como alegoría del sentido del Oído. Con cierta frecuencia Apolo personifica el Oído en la iconografía de la época, porque enseñó a los humanos el uso de la lira y porque, como se identifica con el sol, se entera de todo lo que pasa y también, entre otras cosas, del engaño que Marte y Venus han dedicado a Vulcano en esta concreta ocasión. Apolo protagoniza la alegoría del Oído en las series de grabados sobre los cinco sentidos que utilizan la mitología, como en la de Pieter de Jode, y en un cuadro de Paolo Fiammingo, Paisaje con divinidades antiguas, actualmente en el castillo de Ambras, en Insbruck24. La presencia del yunque, tan asociado a Pitágoras, es el otro elemento simbólico a tener en cuenta. Pero en este cuadro lo que destaca sobre todo lo demás es la expresión de la cara de los que escuchan. No vemos el rostro de quien habla, Apolo, sino el efecto fulminante de sus palabras en los demás y particularmente en Vulcano. Si Las hilanderas pueden ser una alegoría del buen gobernante y de los peligros de los aduladores, no veo gran problema en entender La fragua de Vulcano como una advertencia acerca del poder que ejerce sobre nosotros todo lo que nos entra por el oído –o sea, todo lo que es sonido, tanto palabra como música o ruido– para conmocionar nuestro ánimo.

Uno de los últimos trabajos de Velázquez fue la decoración del Salón de los Espejos del alcázar madrileño, para el que preparó varios cuadros mitológicos. Venus y Adonis y Psiquis y Cupido, que formaban pareja y perecieron en el incendio de 1734, versarían sobre el amor, no sabemos con qué matices. El otro par estaba formado por dos mitos musicales: una nueva versión de Apolo y Marsias, también destruido, y el único conservado, Mercurio y Argos.
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Conviene subrayar que era, al menos, la segunda vez que Velázquez pintaba la disputa de Apolo y Marsias, repetición poco corriente en su pintura, si exceptuamos los retratos de la familia real. Rosa López Torrijos (p. 298), que ha estudiado detenidamente el desarrollo del tema, llega a la conclusión de que “de todo el ciclo de Apolo, la historia que más éxito tuvo en la pintura española del XVII fue la competición de Apolo y Marsias, cuyo desenlace, el desuello de Marsias por Apolo, fue la escena más representada”. Por otra parte y a la vista de la abundante iconografía sobre este mito (en las versiones de Ribera sobre todo) en el alcázar madrileño, llega a la conclusión de que “el tema era favorito del rey de España, a quien gustaría ver representado en su palacio el justo castigo a la soberbia, a la pretensión por parte del súbdito de igualarse con su Señor”. Me parece atinada la observación sobre la preferencia del rey, pero no tanto la interpretación. La exégesis más extendida en la época no explica el mito como resolución de un conflicto entre el rey y sus vasallos, sino entre los dioses y los hombres. Juan de Horozco y Covarrubias en sus Emblemas morales (Segovia, 1589) lo aplica a lo costosa que es la imprudencia / de querer con los dioses competencia. En la literatura no es tan frecuente este mito como en la pintura. Pérez de Moya no lo incluye en su extensa Philosophía secreta más que de pasada, aunque la siguiente explicación podría referirse a otro desenlace de la misma historia (p. 909): La fábula de Marsias convertido en río nos da a entender que cuando queremos contender con Dios, no temiéndole como debemos, presto nos hace conocer que somos más deleznables que un río, quitándonos todas las fuerzas con privarnos de su gracia, de manera que cayendo nuestra fuerza en tierra se convierte en agua de río que jamás para. Es cierto que en la corte de los Austrias las figuras de Dios y el Rey –Dominus en ambos casos– se solapaban hasta extremos que hoy resultan absurdos o heréticos25, pero los propósitos de Velázquez parecen encaminarse más a dar doctrina al Rey que a los súbditos, que sólo excepcionalmente podrían contemplar la obra. Saavedra subrayó la función pedagógica de la pintura y la escultura en los palacios reales. No solamente conviene reformar el palacio en las figuras vivas, sino también en las muertas, que son las estatuas y pinturas; porque, si bien el buril y el pincel son lenguas mudas, persuaden tanto como las más facundas […] No ha de haber en ellos estatua ni pintura que no críe en el pecho del príncipe gloriosa emulación.

Gracias a un afortunado salvamento del incendio, podemos contemplar hoy el lienzo de Mercurio y Argos, en el que Velázquez parece insistir de nuevo en doctrinas ya expuestas con anterioridad. Repasemos el mito según la narración de Pérez de Moya (p. 682):

Júpiter, no pudiendo comportar que Ío tanta amargura sufriese, envió a Mercurio, su hijo, para que matando a Argos [pastor con cien ojos en la cabeza] librase la vaca. El cual, fingiendo figura de pastor que por los campos guardaba cabras tañendo alborgues, pasó cerca de Argos. Argos, enamorado del tañer y cantar de Mercurio, rogólo que un poco se detuviese y cantase. Mercurio, hallada la ocasión para lo que deseaba con todas sus fuerzas trabajaba que con abundancia de dulces cantos los ojos todos de Argos se adormeciesen, y aunque con la fuerza del muy dulce canto en los más de los ojos de Argos el sueño no usado viniese, ya tanto Mercurio no podía que a todos los adormiese; comenzó a contar la razón y arte de los alborgues o çampoña, instrumento músico de siete caños ajuntados, por maravilloso genio nuevamente hallado, en lo cual con harto deleite Argos muy embebido, los ojos perpetuo velantes todos se adurmieron. Mercurio entonces arrebató su escondido alfange [este es el momento pintado por Velázquez] y la cabeza de Argos en tierra derribó.

Hay en la historia un detalle argumental que no quisiera dejar de subrayar porque más parece chiste o ironía y no vendrá mal un poco de humor para desengrasar tanta seriedad: los cien ojos de Argos se duermen, según la narración de Pérez de Moya, no por el embrujo de la música, sino por culpa (o gracias a) la explicación organológica de Mercurio sobre los alborgues o çampoña. ¿Crítica velazqueña a esa rama de la Musicología conocida como Organología, en la que se han escrito tantas páginas tediosas y confusas? Algún día habrá que escribir un par de páginas claras y divertidas sobre los alborgues y la çampoña, términos de significado confuso por culpa, entre otros, de Cervantes o, mejor, de don Quijote y de su particular sentido del humor, mal entendido por los sesudos musicólogos26. Pero eso será otro día. Hoy nos fijaremos en el sentido alegórico que Pérez de Moya otorga a la fábula:

Mercurio significa la mala agudeza de la carne y los halagos carnales y deleites, los cuales engañan a la razón. Mercurio engañó a Argos cantando, porque la razón viendo delante los carnales deleites que al hombre halagan, como a las orejas el dulce canto, adormécese no apartándose de aquello que le es ocasión del mal y entonces durmiendo muere.

A este respecto Saavedra Fajardo afirma: No es oficio de descanso el reinar. Y Quevedo sentencia: Reinar es velar. Quien duerme no reina. Rey que cierra los ojos da la guarda de sus ovejas a los lobos y el ministro que guarda el sueño a su rey, lo entierra. Obsérvese la insistencia de Pérez de Moya en que la razón es adormecida por los placeres carnales simbolizados en la música. ¿Se dirigía este mensaje al Rey, a los súbditos, a ambos sujetos, a la Humanidad en general?

La misma escena pintada por Velázquez fue puesta en música por Juan Hidalgo en la zarzuela Los celos hacen estrellas, con libreto de Juan Vélez de Guevara, en la que La noche tenebrosa es el maravilloso tono humano con que Mercurio adormece los cien ojos de Argos. La obra fue estrenada en diciembre de 1672 y, por tanto, Velázquez no la conoció. Como tampoco conocería, aunque es anterior, el Orfeo, de Claudio Monteverdi sobre libreto de Alessandro Striggio, favola in musica que ofrece una situación similar con otros personajes. El momento central de la ópera –mitad del tercer acto, de los cinco de que consta– presenta a Orfeo intentando conseguir de Caronte que le deje entrar en el reino de las sombras. Para ello el protagonista despliega las mejores galas de su arte y canta la dificilísima aria Possente spirto, que sería un prodigio único, si Monteverdi no hubiera escrito tantas otras páginas insuperables. Pero a lo que vamos: ¿Consigue con ello Orfeo que el desabrido barquero se apiade de él y haga una excepción a la norma eterna? No. Lo que consigue es dormirlo y entonces aprovecha para colarse en el Averno. Sorprende que justo en el momento en que parece escenificarse el triunfo de la música no ya sobre las criaturas de este mundo, sino sobre la muerte y lo que está más allá de ella, el resultado conseguido sea, simplemente, el sopor. Parece una contradicción, pero no lo es en la mentalidad barroca: el poder de la música, como el del vino o las drogas psicotrópicas –y también el amor, según dicen–, estriba sobre todo en que produce la anulación de la voluntad y la conciencia, elimina las defensas vigilantes y, administrada en dosis intensas, conduce al sueño.

Reflexiones, excursiones y conclusiones
En la historia de España la corte del Rey Planeta –y la villa que le daba acogida– ha pasado a figurar como prototipo de época de bullanga, diversión y picardía. Basta con citar los acertados títulos de las famosas monografías de José Deleito y Piñuela: El Rey se divierte (1935), …También se divierte el pueblo (1944) y La mala vida en la España de Felipe IV (1950), en las que se pintan con precisas pinceladas documentales las costumbres de aquella sociedad. Hasta con Sodoma y Gomorra se la ha comparado más de una vez. Con ser todo ello cierto, sin duda no es toda la verdad, aunque en buena lógica el ruido imperante no ha permitido que se escuchasen suficientemente las voces de los más discretos y, menos aún, sus silencios.

No se ha estudiado como se merece la función, la importancia y el prestigio del silencio en aquella sociedad. Detengámonos un momento en él. Es un atributo de la majestad y así dejó escrito Cabrera de Córdoba que la sola presencia de Felipe II provocaba respeto, composición y silencio. Pero el Rey no sólo provoca, sino también sabe guardar silencio, como remacha Saavedra en sus empresas y especialmente en la nº 11: Ninguna cosa más propia del oficio de rey que hablar poco y oír mucho. No es menos conveniente saber callar que saber hablar. En esto tenemos por maestros a los hombres y en aquello a Dios, que siempre nos enseña el silencio en sus misterios. El carácter divino del silencio queda subrayado en el emblema nº 11 de Alciato, que se titula In silentium y presenta la imagen del dios Harpócrates, hijo de Isis y Osiris, con el característico gesto de llevarse el índice a los labios. En el ámbito religioso es conocida la importancia del silencio para las órdenes monásticas, sobre todo para los cartujos.
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El extremo de esta línea religiosa viene representado por el heterodoxo Miguel de Molinos, para quien el único camino de perfección es el silencio: Tres maneras hay de silencio. El primero es de palabras, el segundo de deseos y el tercero de pensamientos... Con silencio mudo se ejercitan las más perfectas virtudes. Pero en otros ambientes muy alejados del claustro el prestigio del silencio no es menor: ¿Esa virtud del silencio tiene vuesa merced? Será prudente y muy estimado en todo el mundo, que del poco hablar se conoce la prudencia de los sabios, que es una virtud con que un hombre asegura los daños que por su causa sola pueden venir. En un banquete los callados comen más y mejor que los otros... A estas alabanzas les siguen varias páginas más en el Marcos de Obregón, de Vicente Espinel (pp. 96-103), no menos ciertas porque humorísticamente estén puestas en boca de un charlatán. Podríamos multiplicar las citas, pero no lo creo necesario en este momento. Baste afirmar que la doctrina del silencio no se limita a las palabras, sino que con frecuencia se extiende también a la música, y que no sólo implica a la parte activa (hablar), sino también a la pasiva (oír).

El Barroco es un arte sensual y sensorial. Necesita de los sentidos, pero a la vez desconfía de ellos, porque sabe que se engañan con facilidad. Precisamente el Barroco sabe cómo engañar a los sentidos y se entretiene en ilusionismos y trampantojos. De Velázquez, por ejemplo, se cuenta elogiosamente cómo en varias ocasiones sus retratos fueron confundidos con los modelos. E igual que la vista, el oído también puede engañarse. Corriendo un caballo, observa Francisco Sánchez27, muchas veces juzga el oído que son dos; o si son dos y marcan el paso a un tiempo, parece que es uno solo. Del mismo modo, las reflexiones producidas por el eco pueden darnos la impresión de dos golpes donde sólo hay uno, induciéndonos a engaño. Y no digamos, si lo que llega a nuestros oídos son las palabras de los aduladores o de los maledicentes. Quevedo, Saavedra y los que se dedican a dar consejos al Rey censuran con frecuencia la adulación cortesana y para ello emplean habitualmente símiles musicales. Saavedra censura a los domésticos y ministros, los cuales le traen divertido con músicas y entretenimientos, procurando tener ocupadas sus orejas, sin que puedan entrar por ellas los susurros de la murmuración y las voces de la verdad y del desengaño. E insiste: Están muy hechas sus orejas a la armonía de la música y no pueden sufrir la disonancia de las calamidades que amenazan. Y más adelante: Como hacían en los sacrificios de Moloc, tocando panderos para que no se oyesen los gemidos de los hijos sacrificados.
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Parecida metáfora ofrece Quevedo en el soneto titulado Advierte contra el adulador que lo dulce que dice no es por deleitar al que lo escucha, sino por interés propio suyo, y amenaza a quien le da crédito, en el que se refiere a la costumbre de tañer tambores en los criaderos de gusanos de seda para que no se asusten con los truenos, escena que encontraremos graciosamente incluida más de un siglo después en la zarzuela Las labradoras de Murcia, de Rodríguez de Hita. El soneto comienza: Con acorde concento o con rüidos / músicos ensordeces al gusano… Y acaba: Tal fin tendrá cualquiera desdichado, / a quien estorba oír la voz del cielo, / con músico alboroto, su pecado.

No es éste, sin embargo, el único papel que estos ideólogos otorgan a la música en el entorno del príncipe. Quevedo titula otro soneto Virtud de la música honesta con abominación de la lasciva, que glosa la escena de David tañendo para Saúl y acaba: ¡Oh, no embaraces, Fabio, el generoso / oído con los tonos del pecado, / porque halle el salmo tránsito espacioso!. En una interpretación literal parece, por tanto, que Quevedo estimaba la música religiosa y reprobaba la profana o, en terminología de la época, humana, si es que toda ella se puede identificar con la lasciva. Se trata de una de tantas contradicciones de nuestro Barroco contrarreformista. Aquella noción clásica y renacentista de un universo armónico del que la música es la mejor expresión, se ha roto y los que ahora se perciben son los peligros de la música por su poder para mover los afectos, las pasiones. Sobre ello insiste Saavedra en no pocas ocasiones, pero ni aun así puede negarle a la música algunos aspectos positivos, lo que le obliga a establecer los márgenes de lo permitido o aconsejable. Particularmente revelador es un largo pasaje de la empresa 6ª en el que, tras reconocer que la pintura y la música no desdicen de la gravedad del príncipe y, más aún, que el propio rey Felipe IV se aplica a ésta última cuando depone los cuidados de ambos mundos, recomienda dos cosas: Que se obren a solas entre los muy domésticos y que no se emplee mucho tiempo ni ponga todo su estudio en ser excelente en ellas. O sea, a escondidas y durante poco rato, como si se tratase de una actividad vergonzosa pero inevitable, porque causa desprecio el ver ocupada con el plectro o el pincel la mano que empuña el cetro o gobierna un reino.
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En la más reciente edición de las Empresas de Saavedra (p. 97) la profesora López Poza ha señalado y subrayado una significativa variante entre la primera edición (Munich, 1640) y la segunda (Milán, 1642): “La antigua empresa 5, con el lema Hor il scetro, et hor il pletro, tenía como cuerpo un cisne (Apolo) bañado de rayos de sol sobre una nube y llevaba entre las patas una lira y a su lado un cetro. Daba a entender que la música es una diversión apropiada para los príncipes, y así lo defiende Saavedra en la declaración, donde hace una alabanza de la música, aunque precise que se refiere a la ‘honesta’ y ‘grave’ y no a la ‘lasciva’. Todo este comienzo se suprime en la edición de Milán, así como la imagen… En esta nueva versión ya no se menciona a Apolo y apenas se trata de la música.” La profesora López Poza opina que alguien con mucha influencia en el entorno cortesano llamó la atención de Saavedra y éste preparó urgentemente las oportunas correcciones a su obra. Nadie ha señalado, que yo sepa, por las mismas fechas cambios significativos o restricciones en el desarrollo de la música práctica en la corte de Felipe IV. Con seguridad las preocupaciones de los círculos intelectuales cercanos al rey apenas influían en la práctica diaria.

¿Por qué tanta prevención contra la música y tanta desconfianza hacia el sentido del oído? Pues precisamente por las mismas propiedades que otros consideraban como la mayor virtud de la música: su capacidad para conmover el ánimo y actuar sobre los afectos. Vicente Espinel, poeta y músico convencido de este poder, cuenta (p. 188) cómo una canción que decía rompe las venas del ardiente pecho incitó a un caballero que la oía a sacar una daga y exclamar: “Veis aquí el instrumento, rómpeme el pecho y las entrañas”. Espinel añade que en las sonadas españolas, que tan divino arte y novedad tienen, se vee cada día ese milagro y explica las condiciones que se han de dar para que ocurra: un texto con conceptos excelentes, una música hija de los mismos conceptos, una interpretación con espíritu, disposición, aire y gallardía y un oyente con el ánimo y gusto dispuesto para aquella materia. Por su parte Saavedra Fajardo (p. 209) llama a la música delicado filete de oro que dulcemente gobierna los afectos pero, si bien reconoce que algo se ha de permitir a la fragilidad humana, llevándola diestramente por las delicias honestas a la virtud, no se cansa de avisar de los peligros que se esconden tras ese dulce gobierno. En definitiva, a pesar de la distinta valoración de las consecuencias, unos y otros para bien o para mal atribuyen a la música un poder muy grande, mucho mayor que el que le concedemos en la actualidad.

Y en este punto volvemos a reunirnos con Velázquez, al que parecíamos tener olvidado. Nuestro pintor se sitúa claramente en el grupo de consejeros áulicos, preocupados por la estabilidad del gobernante, para los cuales la música es un peligro por sí misma como turbadora del ánimo y también como símbolo de la adulación y los engaños que tienen entrada a través del oído. Jamás escribió una línea al respecto, pero en su obra pictórica tales ideas quedaron expresadas, aunque a veces, es cierto, con esa técnica borrosa que caracteriza su estilo. Velázquez fue un paradigma del cortesano discreto. La prueba está en su carrera ascendente hasta subir un escalón más que el que le correspondía por su origen en aquella sociedad estamental. Velázquez fue un artista teórico y práctico del silencio. La prueba está en la escasísima información que nos ha llegado sobre su persona, que a veces tanto dificulta el entendimiento de su obra. Pero también fue Velázquez sensible a la música. Demasiado sensible, quizá, puesto que tanto empeño puso en avisar de sus peligros.

Epílogo cervantino con melancolía al fondo
Puede parecer petulancia afirmar de un personaje tan esquivo como Velázquez algo tan particular y personal como que era hipersensible a la música, sin aportar inmediatamente algún dato que lo corrobore. Pero tengo uno y por eso me atrevo a afirmarlo. Es un dato que todo el mundo conoce, aunque cada cual parece verlo a su modo. Me refiero a la obra más famosa de Velázquez, Las Meninas. Con este cuadro pasa como con El Quijote: todo el mundo lo conoce –o dice conocerlo– pero cada cual lo entiende –o, más bien, cree entenderlo– a su manera. El profesor Augustin Redondo ha publicado una colección de ensayos titulada Otra manera de leer el Quijote, en la que demuestra ser uno de los pocos que han sabido leerlo. En ella se incluye un interesantísimo artículo sobre La melancolía y el Quijote, en el que se analiza el autorretrato del escritor en el prólogo de su obra maestra: Muchas veces tomé la pluma para escribilla y muchas veces la dejé por no saber lo que escribiría: y estando una hora suspenso, con el papel delante, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría… Para Redondo están claras las fuentes de esta imagen cervantina o, cuando menos, las referencias que el escritor busca despertar en el lector. Se trata de la imagen del creador melancólico, analizada por Aristóteles en la famosa Pregunta XXX –¿por qué todos los grandes hombres han sido melancólicos?–, que asimilan y transmiten a Europa humanistas como Angelo Poliziano, Pico de la Mirandola y Marsilio Ficino.
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Redondo indica que “la mejor representación de este aspecto del melancólico como profundo pensador y creador es seguramente la que muestra el grabado de Durero Melancolía I, en el que el ángel de la Melancolía, con el codo apoyado en la rodilla y la mano en la mejilla, está pensando, perdida su mirada en una amplia meditación. Desde entonces, ésta es una actitud que va a repetirse sin cesar para figurar al pensador melancólico.”

Pues no otra es, a mi entender, la actitud en la que Diego Velázquez ha querido plasmarse en su más famoso cuadro. “En algunos casos”, continúa Redondo para mayor aprovechamiento nuestro, “se le representa [al creador melancólico] con la pluma, el pincel o el compás en la otra mano, esperando la realización de la inspiración visionaria que se ha apoderado de él.” Antonio Mingote lo expresó muy gráficamente en su particular versión de Las Meninas: “Hay días en los que a uno no se le ocurre nada”. La única diferencia entre el pintor y el  escritor estriba en que la paleta impide al pintor colocar la mano izquierda en la mejilla. (En la versión de Mingote el pintor realiza este gesto con el extremo del pincel).
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No pretendo afirmar que Velázquez tuviera delante el grabado de Durero al pintar Las Meninas, como tampoco que Cervantes consultase a Aristóteles antes de escribir el Quijote. La imagen del creador melancólico estaba tan difundida en la época que hace innecesaria la presencia de un modelo concreto. Pero se puede, incluso, establecer alguna otra relación directa entre el grabado de Durero y el cuadro de Velázquez: el aparente desorden de los elementos que se incluyen en la imagen, la posición lateral del artista –que no parece contemplar la escena del propio cuadro, sino otra cosa que se nos oculta y que quizá sólo esté en su mente–, la apertura del fondo hacia una zona fuertemente iluminada, las paredes cubiertas de objetos de valor simbólico… Pero sólo nos fijaremos en un detalle que creo significativo: el perro. Redondo lo subraya en relación con el melancólico don Quijote, al que acompaña en la primera descripción que de él hace Cervantes –galgo corredor–, sin que vuelva a aparecer en toda la novela, porque es un elemento que sirve al autor para el retrato psicológico del personaje pero para nada más. Goya lo pinta en un aguafuerte titulado Don Quijote lector, otra imagen perfecta del melancólico rodeado de los monstruos que produce el sueño de su razón. Panofsky y Saxl, autoridades de peso en asuntos iconográficos, han señalado al perro como habitual acompañante del melancólico, “porque puede ser víctima de la locura como los profundos pensadores”, además de ser jeroglífico del bazo, víscera que produce la bilis negra, así como de los profetas, todo lo cual iba asociado desde antiguo a la melancolía. Es cierto que el perro no es un animal raro en la obra velazqueña, en retratos de caza al aire libre, y que su valor simbólico es múltiple. Pero a pesar de todo me parece significativa su presencia en un interior palaciego y, además, junto a los “locos”.

Giorgio Agamben ha completado en muchos aspectos y contradicho en otros las propuestas de Panofsky sobre la melancolía. Algunos puntos contemplados en su trabajo –lo no-acabado, la ausencia del objeto, la metáfora, el laconismo del genio– me parecen de interesante aplicación a la obra y la personalidad de Velázquez. Agamben trae a colación un pasaje de Romano Alberti para relacionar actividad pictórica y melancolía: Los pintores se vuelven melancólicos porque, queriendo ellos imitar, es necesario que retengan los fantasmas fijos en el intelecto, de modo que después los expresen de la manera que primeramente los habían visto en presencia; y esto no una vez, sino continuamente, siendo éste su ejercicio; por lo cual de tal modo mantienen la mente abstraída y separada de la materia, que consecuentemente les viene la melancolía. Durero, Miguel Ángel y Pontormo se ponen como ejemplos clásicos de pintores melancólicos. Velázquez podría añadirse al grupo sin problema. Precisamente la melancolía es la enfermedad que caracteriza la época que le tocó vivir. Son numerosos los libros de medicina que tratan de ella, algunos tan próximos a nuestro pintor como el de Andrés Velázquez: Libro de la Melancholía, en el qual se trata de la naturaleza desta enfermedad, assí llamada Melancholía y de sus causas y símptomas (Sevilla, 1585).

La melancolía atacó con particular virulencia creadora a ciertos músicos, sobre todo ingleses, y al que más entre ellos John Dowland, que la convirtió en divisa de su estilo: Semper Dowland, semper dolens, y de cuyas Siete Lágrimas puede decirse sin hipérbole que regaron toda Europa. No es casual, porque si hay una actividad artística que mantenga a la mente abstraida y separada de la materia, es la música. La mano melancólica que unas veces empuña una pluma o un pincel puede otras también pulsar las cuerdas de un laúd inglés como el de Dowland o, ¿por qué no?, español como el del Calisto de La Celestina, el Silerio de La Galatea o el del propio Don Quijote rondando a Altisidora. En una aparente paradoja las composiciones del músico melancólico, necesariamente tristes y lamentosas, no encuentran rechazo sino, al contrario, un mercado enorme e inmediato formado por las legiones de melancólicos contemplativos, porque la música es tanta parte para hacer acrescentar la tristeza del triste como la alegría del que más contento vive, como observa Jorge de Montemayor en su Diana. El fino psicólogo que es Cervantes detalla aún más:

Todos los pastores que allí instrumentos tenían formaron a poco espacio una tan triste y agradable música, que, aunque regalaba a los oídos, movía a los corazones a dar señales de tristeza, con lágrimas que los ojos derramaban… y era de suerte que concordándose el son de la triste música y el de la alegre armonía de los jilguerillos, calandrias y ruiseñores, y el amargo de los profundos gemidos, formaba todo junto un extraño y lastimoso concepto, que ni hay lengua que esclarecerlo pueda.

Si hay una enfermedad a la que la música no le sea indiferente, es la melancolía. Si hay un humor expuesto continuamente a ser removido por los afectos de la música, es la melancolía; aunque sus reacciones ante la música no caminan siempre en el mismo sentido. Normalmente el melancólico se recrea o re-crea su melancolía con músicas tristes, siguiendo el principio homeopático similia similibus curantur. Pero en ocasiones una música alegre es capaz de sacarle del estado de postración, como en la divertida escena del Marcos de Obregón (p. 153) en la que Espinel se ve compelido a curar la melancolía de una señora de Argel:

Para más acertar la cura cogí de debajo de la saltambarca una guitarra… Llegándome a ella, que estaba con la imaginación muy en el caso, díjela al oído un grandísimo disparate que aprendí  oyendo artes en Salamanca:

Barbara Caelarent Darii Ferio Baralipton,

Caelantes Dabitis Fapesmo Frisesomorum.

Y luego, sacando la guitarra, le canté  mil disparates, que ni ella los entendía, ni yo se los declaraba. Fue tanta la fuerza de imaginativa suya, que antes que de allí  me saliese quedó riendo.

La melancolía es la característica de la personalidad de Velázquez por la que pienso que la música no le era indiferente, sino todo lo contrario. El conflicto entre su sentido de la música y su pensamiento sobre ella se produjo en su interior muy pronto, al adoptar defensivamente las ideas del estoicismo contrarreformista sevillano. Quizá tras afincarse en la corte y luego de observar ciertos excesos, su postura se radicalizó, pero en absoluto se hizo indiferente ante la música, por lo que siguió avisando de sus peligros. La melancolía es, antes que una enfermedad, un humor y por eso quizá haya que enfocar este asunto desde los humores y con humor. Cabe pensar que el Aposentador Mayor y Pintor de Cámara de un rey que en sus apariciones públicas intentaba parecer una estatua, sólo podía exteriorizar los humores menos humorísticos, como la melancolía. Miguel de Cervantes, menos estoico y más cínico, podía expresarse con una paleta más variada de humores. La diferencia de resultados es diáfana: Para Velázquez la música resulta peligrosa. Para Cervantes, por el contrario, como todo el mundo cree saber, donde hay música no puede haber cosa mala. ¿O en realidad era más bien el simple Sancho quien pensaba así?

 

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