Veterodoxia – Pepe Rey

El clavicordio de la abuela

Rubén Darío, El clavicordio de la abuela (1891)

Poema del otoño, Madrid, 1910.

Rubén Darío, Prosas profanas (1901)

Clave de Michele Todini (Roma, ca. 1670). MET, Nueva York.

(Parece que a este instrumento se refiere el siguiente texto)

Ángel de Estrada (hijo),  El clavicordio

Formas y espíritus, Buenos Aires, 1902

El sol entra al mustio salón, queriéndolo llenar con su alegría: no se siente importuno, pues no sabe oír el luto de las cosas que piensan y no hablan. Y trae en su júbilo, impregnado del aire azul, el de las verduras del parque, que acaba de tocar. El resplandor, palpitando vibrátil con sus moléculas de oro, evoca, por un contraste, las hadas tristes, infundiendo a un clavicordio los dones de la gracia muerta. Decir la sensación desprendida de sus viejas esculturas y labores, imposible. Animar con la idea el ropaje inconsútil de que se visten y emanación de su propia vida, vano empeño. Imaginad un rayo de este sol deseando amortajarse en el perfume de una rosa de ese parque. El rayo y el perfume embalsaman e iluminan y vuelan, y las alas de un alma para ellos serían alas materiales. ¿Cómo poder, entonces, dar a la sensación una forma, si es más fugitiva y leve que el rayo? La palabra para hacerlo debiera tener la virtud de un marchito pétalo de perfume moribundo, que sueña con el primer esplendor de la rosa… Entre los pies del clavicordio hay un mar donde juguetean nereidas y tritones, levantando la caja de oro mortecino, con alegría salvaje. Pero tienen, con todo, la irremediable tristeza de un juego bullicioso caído en la inmovilidad y el silencio. Y ella acrece, si pensáis que, animados con el prodigio sonoro del instrumento, semejaron sentir en los músculos la inquietud incansable de las olas nativas.

El salón se antoja un sepulcro en torno del clavicordio. En él vive la Noche con el Silencio. Duermen las cuerdas en la sombra y, tal vez, como cuerpos que pueden soñar con sus viejas armonías. Sobre el muro está el retrato de la joven que fue su artista. Sus ojos desvanecidos buscan en los aires llenos de sol la elegía de los sones y, encontrando el oro en la gloria, quieren retroceder a un brumoso espectral horizonte. Detrás del clavicordio, los delfines, en el surco de los tritones, conducen la concha de Venus. La diosa, con su desnudez triunfal, no nace allí, y el fantasma de una joven abuela, amortajada más que vestida por sus mismos impalpables arreboles, sucede a la que tiene con la frescura del aire salino, la belleza del cielo y los misterios del océano… El fantasma es como el mismo retrato, si este pudiera animarse con un interno sol otoñal que lo hiciera resplandecer, y cuenta:

Mignard me dio un día un lápiz de tres colores. Era un campo de rosales y tenían éstos grandes botones como cantáridas, verdes. Un Amor, en el aire, les disparaba sus flechas y cada botón herido se convertía en rosa. Yo dije a mi paje:

–Para que Mignard lo hiciera mejor, cuando trabajaba, suspiré; y ¿sabes lo que medito ahora? Escucha. Con la seda de mis gusanos tejeré un pañuelo, donde brillen el Amor y los rosales. Después que los poetas delicados de mis moreras produzcan mi capricho, los encerraré con cariño hasta lanzarlos a que alegren el jardín, convertidos en mariposas. Di tú, mi paje (que te llamas príncipe de los rondeles), si hay en el mundo mejor destino, idea más gentil y más noble empeño…

Y el paje respondióme:

–Pasó la tarde, vino la noche, llegó el día, y fuimos y encontré, entre la seda labrada, a los gusanos muertos: ni verían el pañuelo, ni podrían volar.

El paje exclamó:

–No hagas sufrir a Mignard, que también se va la vida de un hombre en el amanecer de un ensueño.

–Mignard, agregué yo, ¿qué inventas y por qué me lo dices con esa voz?

Él me respondió:

–Silencio, señora.

Alejéme entonces, y abstraída, olvidando los gusanos, comprendí que el príncipe de los rondeles sufría por los besos que no llegaban de sus labios a los míos, sin las alas que yo sola podía darles. Ved así en lo que pienso, al volver al sol bajo el influjo mudo de mi clavicordio. La música, aun extinguida, ¿ha de hacer soñar siempre con el amor?… Más natural fuera evocar cómo el instrumento ha callado desde el día en que caí, por una bala de los azules, en el castillo de mis abuelos, animando a los gentileshombres. La criatura frívola fue en la contienda una hija de su raza. La sonrisa inspirada tantas veces por este instrumento fue lo único que me quitó la muerte y no pudo comprender si era en mis labios de desprecio por ello o de amor por la vida.

El espectro se esfuma. Miro el clavicordio como el viajero pudo mirar a la bella durmiente del bosque. Me parecece maravillosamente embalsamado. Creo que si lo animo con un viejo aire de Lambert, lo que fue fantasma, evocación de un retrato, será mujer de nervio y carne, engendrada por la música. Después, con inquietud casi religiosa, temiendo así poner mis manos en las teclas donde vaga como una sombra transparente el recuerdo de sus manos ligeras, salgo del salón, deslizándome para no hacer ruido.

José Ortiz de Pinedo, La poesía de los viejos clavicordios

Blanco y Negro, 5 diciembre 1926, pp. 27-31.

La colección musical del Museo de Munich es uno de los más ricos tesoros del arte llamado divino por antonomasia, tal vez porque el sonido no puede llegar a profanarse como la palabra humana, y más nos acerca, por tanto, a la armonía suprema del más allá.

Guárdanse en este Museo, como venerables reliquias del arte, eco de un pasado en que la música tuvo su religión más pura, viejos clavicordios fabricados con ricas maderas, valiosas incrustaciones de marfil y plata y tapas pintadas de paisajes pastoriles, como la vitela de un abanico. Clavicordios del siglo XVIII, con labrado pie de femeninas curvas de cornucopia, “espinetas” en forma de cabeza de cisne, claves jirafa, claves verticales, armonios de pedal, instrumentos airosos y galanos propios de las pastorelas y minuetos del bello siglo.

Estos viejos clavicordios –urnas sagradas de la armonía, relicarios de las musas graves o graciosas de Haydn y Bach, de Mozart y Beethoven, de Schumann y Chopin– son hermanos espirituales del “clavicordio de la abuela”, al que la marquesita Rosalinda arranca notas de Lully y de Rameau. Alma del castillo es el vetusto clave, y como precioso tabernáculo de los años rubios y risueños de la abuelita. En su teclado amarillento duerme el rumor de los besos juveniles, su caja guarda el perfume de los amores idos. Ahora son otros dedos los que imprimen su huella de rosa en el marfil antiguo; ahora es la marquesita Rosalinda la que canta sus ensueños al son del clave, mientras fuera, en el parque, ríe la brisa; ahora es otro amor y otra esperanza lo que triunfa. El clavicordio es el mismo, el amor es el mismo; siempre es el mismo el amor: no cambian más que los personajes. ¡Clavicordio de la abuela, sigue el compàs de tu pavana! El primo rubio del que habla el poeta llegará, como Lohengrin, y la marquesita Rosalinda tornará verdades sus sueños de ahora.

Hermano es también el noble clave que figura en la suntuosa estancia, donde se celebra La cena de los cardenales. Su teclado blanquea más vivamente entre el oro del artesonado, el fausto de los tapices, el rojo de las tres capas cardenalicias. Mudo testigo del banquete y como olvidado de los comensales es, sin embargo, el elemento más importante de la fiesta. El pasado de los seniles cardenales tiene un eco inconfundible en el clavicordio de palisandro: la juventud. Cuando los recuerdos se agolpan en las frentes nevadas y el cardenal más joven intenta recordar el aire de un minueto perfumado de amor, corre al clave para revivir sus instantes de dicha. El clave, piadoso, como un espejo que devuelve la imagen, le ayuda a recordar íntegro el minueto. En la melancolía de la hora y del festín finado, junto a las tres ancianidades evocadoras, el clave es el pasado, es la juventud, es el amor, es toda la vida. La fiesta sin él, fuera cosa vana. Él ha logrado encender un momento la llama de los corazones, y con sus tenues notas cristalinas ha llenado de vida la estancia. En todo clavicordio hay un cuento de amor, antes que su sucesor, el piano, y la bastarda pianola adulterasen y “agarbanzasen” el divino arte. El clavicordio y el clavecín representan lo más puro de la música instrumental, los virginalistas ingleses del siglo XVI y los clavecinistas franceses de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII. La historia del clavicordio está íntimamente ligada a la de la sonata; ésta tiene en él su mejor medio de expresión. Hasta tal punto, que ciertas obras de clavicordistas y clavecinistas no pueden ser bellamente interpretadas en los modernos pianos, duros de sonidos si se comparan con los dulces y misteriosos de los antiguos claves. Como pomos vacíos que, al destaparlos, aún conservan rastro de su finísima fragancia, los viejos clavicordios del Museo de Munich y tantos otros relegados al olvido en añosas mansiones o guardados con amoroso cuidado, sólo esperan –al igual del arpa becqueriana– la mano sabia que sepa arrancarles un eco, suave o profundo, del pasado.


Manuel García Morente, El «clavicordio de la abuela»

El Sol, Madrid, 5 abril 1936

Figuraos la sala de un teatro de Madrid, No es de las más grandes, ni tampoco de las más pequeñas. Está llena de público, de un público muy devoto, que con gran anticipación ha ocupado los asientos. En el escenario se ven dos aparatos musicales: un piano grande de cola y otro pequeño de colita. Este último es un clave. El piano y el clave, el uno junto al otro en el escenario desierto, producen una extraña impresión. Parecen padre e hijo: el elefante y su cría. Pasa el tiempo; bastante tiempo; más quizá del que normalmente suele transcurrir antes de empezar un concierto. Al fin aparece en la escena una dama envuelta en un vestido de terciopelo azul oscuro, cuya larguísima falda se arrastra por el suelo y cubre completamente los pies de la señora. Esta dama, algo anacrónica, camina, o mejor dicho, se desliza, resbala suavemente, imperceptiblemente. Hace una reverencia profunda, y con dulce sonrisa y ademán apacible pronuncia unas palabras en lengua extranjera. La dama se excusa de su retraso y nos hace saber que su tardanza es debida a los cuidados que ha tenido que prestar al pequeño bebé. ¿Al pequeño bebé? Hace entonces un mohín delicioso y señala al lindo clavicordio que está en el primer plano de la escena, junto al robusto piano. ¡Ah!

Señora Wanda Landowska, permítame usted que con toda cortesía y rendida admiración manifieste mi disconformidad repecto de su metáfora. Ese precioso clavicordio, al que usted, con su genio incomparable, arranca los acentos más conmovedores, no es en modo alguno un pequeño bebé, sino un vejete arrugado y caduco. Es cierto que colocado junto al piano parece un parvulillo retozón, prendido de la mano de su padre. Pero esta es una simple ilusión óptica. Las dimensiones nos engañan. La verdad escueta es que el hijo es el piano y el padre es el clave. El hijo ha crecido en poco tiempo mucho; tanto, que ha dejado chico al padre, al que domina infinitamente por el tamaño, por la robustez, por el volumen del sonido. En la Edad Moderna, señora Landowska, los hijos son más fuertes, más robustos, más ambiciosos y más ruidosos que los padres. Cuando usted abre la tapa del clavicordio y posa sus dedos en las teclas de marfil, la voz que de allí sale es voz de viejo, al que sólo resta un hilillo de vida; es una vocecita cascada, rajada, incierta, temblorosa. Usted, con la magia de su arte inverosímil, consigue por unos instantes infundir alientos a ese superviviente de un pretérito lejano. Pero hoy la vida corre muy de prisa. Usted, y sólo usted, resucita muertos. Sin usted el clavicordio permanecería recluso en el panteón de la arqueología musical.

Se comprende que usted lo mime, lo acicale, lo cuide y se inquiete de su quebradiza salud. Pero no a la manera de una madre que mima y cuida a su pequeño bebé, sino más bien a la manera de una nieta que mima y cuida al abuelito achacoso e impedido. Cuando usted se sienta ante el clavicordio es usted como la nietecita que se arrodila junto al abuelo para pedirle que le cuente una de esas viejas historias de su mocedad. El clavicordio, como el abuelo, se resiste, refunfuña y carraspea. Pero usted acaricia las teclas amarillas con tan ágiles y persuasivos golpecitos, que el vetusto instrumento se transfigura, engalla la voz, y entre el runruneo de irónicos mordientes y trinos alegres recita sus canciones con una prestancia insospechable.

Yo le confieso a usted que preferiría no ver el piano; no verlo en el escenario junto al clavicordio. El piano me recuerda demasiado que el clavicordio pertenece a un pretérito definitivamente extinto. Esa contigüidad del hijo y del padre subraya con harta insistencia el anacronismno. Y también preferiría –se lo digo a usted con las más fervientes protestas de admiración y cariño– que no repitiese usted en el clavicordio lo que acaba de tocar en el piano. Sobre todo cuando se trata de música extraordinariamente musical como la de Mozart, música hecha por sí y para sí misma, música escrita para ningún instrumento. La música de Mozart debiera tocarse con los medios más perfectos que en cada instante existan. Porque su valor no depende en lo más mínimo de las calidades que posee el instrumento con que se ejecuta y, por eso mismo, dos ejecuciones sucesivas en instrumentos tan dispares como el piano y el clavicordio hacen resaltar en demasía la caducidad, la tenuidad asmática del pobre vejete empelucado. O sólo piano, o sólo clavicordio; pero no los dos. Y menos aún la misma obra.

Usted ha resucitado al clavicordio. He aquí un milagro que la acredita perfectamente de deidad musical. Pero no lo emplee como instrumento en sí, como instrumento siempre válido. Resérvelo para sus evocaciones maravillosas de los antiguos autores olvidados; para que esas remembranzas de la vieja música sean más puras, más auténticas, más cabales. Las deliciosas estampas del pasado que usted nos ofrece; esas bergeries, esas alcobas, esos salones, esas marquesas, esas casacas bordadas, exigen el requisito del clavicordio. Rameau, Couperin, Daquin, Dagincourt y aun el mismo Scarlatti deben oírse con la expresión frágil, grácil, tenue e irónica que las roncas cuerdecillas prestan a esa música de corto aliento, sujeta y vinculada esencialmente a los medios materiales de su época y de su ambiente. A los clavecinistas hay que tocarlos en clave o no tocarlos. Pero Mozart y Bach están muy por encima de la vinculación material a unos medios determinados de expresión. Tienen en sí mismos su propia justificación. No son para nosotros evocaciones literarias del pasado, sino fuentes vivas de emoción siempre actual. Su música debe ejecutarse con los medios más eficientes y perfectos de que cada tiempo pueda disponer. Señora Landowska, usted comparó el otro día, muy acertadamente, a Bach con una gran catedral gótica. Pero ¿no le parece a usted incongruente con una catedral gótica la alcoba de la marquesa? Para Mozart y para Bach habría que inventar instrumentos más poderosos aún que el piano, la orquesta y el órgano, aparatos que llenaran los ámbitos del mundo con la majestuosidad de esos acordes imponentes y de esos arpegios espeluznantes, cataratas de sonidos que retumban triunfadores en el silencio cósmico. El clavicordio ha muerto con los clavicordistas. El clavicordio no es hoy ya más que un viejo mueble, la reliquia venerable de antaño: el “clavicordio de la abuela”.

Rafael Sánchez Ferlosio, Industrias y andanzas de Alfanhuí (fragmento)

1951

Alfanhuí pasó a otro salón. Se oía un zumbar extraño. Junto a la rendijita de luz de una ventana había un clavicordio. Blanco, con ribetes dorados. El zumbido venía de aquello. Alfanhuí se acercó y tocó una tecla. La tecla se hundió lentamente y, después de una larga pausa, sonó una nota lenta, melosa, larga y amortiguada. Abrió la tapadera del clavicordio. El zumbido sonó muchísimo más alto. Miró. El clavicordio era una colmena. Parecía todo de oro. Los panales estaban construidos sobre el arpa, a lo largo de las cuerdas. Las abejas trabajaban; alguna se posaba en las manos de Alfanhuí; otras, salían por la rendija de luz; otras, entraban. Por debajo del arpa había un enorme depósito de miel que cogía toda la caja del clavicordio y tenía cuatro dedos de altura. Esta miel se salía por los resquicios de entre las maderas y colgaba hasta el suelo, por fuera del clavicordio. Colgaba en hilos, como la orla de un chal.

Alfanhuí se estuvo mucho tiempo contemplando el trabajo de las abejas y todo aquel oro oculto que había descubierto. Fuera atardecía. Al fin, volvió a tapar la colmena y se fue hacia la salida, después de dejar en su sitio el candelabro de bronce. Volvió a trepar por la enredadera y salió al jardín. La luz de la tarde le aturdía; estaba como olvidado.





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