Veterodoxia – Pepe Rey

Historietas musicales

La vida musical a través de la Literatura del Siglo de Oro.

Salamanca – Universidad – Aula Salinas

Sta. Cecilia-1993.

Queridos amigos, buenas y frescas. Permitidme, en primer lugar, que presente mis disculpas. Ésta es una ciudad de catedráticos, doctores y, a lo menos, licenciados. Yo soy un humilde bachiller al que honráis invitándole a hablar donde lo hicieron personajes ilustres y donde normalmente lo hacen gentes con título superior. Vosotros sabréis por qué me habéis llamado, pero no esperéis otra cosa que bachillerías.

Por lo demás, es lógico que para festejar a santa Cecilia llaméis a un bachiller. Un doctor a la antigua usanza -como el abad Salinas- os hablaría de la música de las esferas, de las proporciones, de las relaciones numéricas entre los sonidos y de otras cosas parecidas como los diatessarones y los diapentes o el contrapunto severo, pero santa Cecilia no me parece que sea patrona de la música considerada como una ciencia exacta. Ese papel lo detenta Pitágoras. Santa Cecilia, más que una santa, es un invento literario, fruto de una interpretación inexacta pero imaginativa del himno Cantantibus organis, que alguien compuso en su honor hace muchos siglos. Desde luego, ella no tocaba el órgano, por más que los pintores la retraten siempre junto a él. Pero esto no debe preocuparnos, porque santa Filomena también es un invento, fruto de una interpretación equivocada y, sin embargo, el santo Cura de Ars consiguió por su intervención numerosos milagros. Yo espero que la intervención de nuestra santa llegue hasta donde la realidad se queda corta y sea eficaz para conseguir, por ejemplo, que la enseñanza musical en todos los niveles se organice bien de una vez en nuestro país o, por otro ejemplo, para conseguir que los músicos no suframos demasiado las consecuencias de la crisis esa que dicen que hay y a la que se echa la culpa de lo que en realidad son efectos de una mala gestión y resultado de la concentración del poder económico en cada vez menos manos. Pero dejemos estas disquisiciones por el momento a los doctores y volvamos a los inventos literarios.

En el próximo rato, que espero que no se os haga largo, pretendo contaros unas cuantas historietas y chascarrillos musicales recogidos aquí  y allá de la literatura de entretenimiento del Siglo de Oro. Como bachiller no puedo llegar mucho más lejos. Los doctores y licenciados en música -que ahora se llaman musicólogos– dan mucha importancia a los documentos que se guardan en los archivos, a los tratados teóricos y, como es natural, a las partituras. En general, se trata de materiales de difícil acceso, de ardua lectura y de compleja interpretación. El resultado suele consistir en estudios a los que con frecuencia se pretende calificar elogiosamente como rigurosos, cuando el rigor es algo que se atribuye al frío de diciembre (bueno, o de noviembre en estas latitudes según estamos comprobando), al calor de agosto, a la vara de la justicia o, lo que es peor, al rigor mortis.

Hay preguntas a las que los tratados de Musicología y de Historia de la Música rara vez dan respuesta: ¿Cómo vivían los músicos en una época determinada? ¿Cómo sentía la música la gente normal? ¿Qué músicas sonaban por la calle? ¿Qué músicos eran famosos?, etc. Es lógico. Las fuentes utilizadas ofrecen datos sobre la música en las catedrales, las cortes reales, las universidades… es decir, los centros oficiales que generan burocracia documental. Y los documentos burocráticos suelen ser, salvo excepciones, un tanto fríos o secos o, quizá, rigurosos. La vida suele encontrarse más bien en lugares cálidos, húmedos y tiernos. Por eso, voy a intentar contaros cosas sobre la vida musical y la vida de los músicos, utilizando como fuente las obras literarias, o sea, los libros escritos para entretenimiento y diversión del personal.

Curiosamente y aunque a primera vista resulte chocante, el primer tratado moderno de Musicología estricta y científica producido en nuestro país y, casi con seguridad, en todo el mundo se escribió para diversión. Los diccionarios dan como fecha de nacimiento de la Musicología los mediados del siglo XIX en Alemania -la Musikwisenschaft, nombre que a los castellanoparlantes nos suena bastante cómico- y, sin embargo, a finales del XVIII ya había publicado el Licenciado Francisco Agustín Florencio la Crotalogía o Ciencia de las castañuelas. Es difícil estimar en este curioso tratado si son más valiosas las bromas que se mezclan con las veras o las veras que brillan entre las bromas. Como buen bachiller, he intentado seguir los principios marcados por mi superior, el licenciado Florencio, y ajustar mi discurso a las reglas dictadas por tan eximio maestro, entre las que quiero destacar la siguiente:

    Crotalogía. Parte I. Libro I. Tratado I. Sección I. Artículo I. Parágrafo I. Capítulo II. Axioma I: En suposición de tocar, mejor es tocar bien que tocar mal.

Gran verdad. Enorme axioma que debería figurar sobre la puerta de los conservatorios, las salas de conciertos y los estudios de grabación, amén de otros lugares donde también es conveniente tocar bien. Os leería muchas páginas de este libro, pero prefiero deciros que se vende en las librerías a doscientas pesetas la unidad. Así que vosotros mismos podéis nutriros con su sabiduría sin gran detrimento para el bolsillo, lo cual es de agradecer en tiempos de crisis. Yo voy a trasladarme y a trasladaros a una época anterior, a la que se ha dado en llamar el Siglo o los Siglos de Oro.

Imaginemos que es el año 1620 y llegamos a Salamanca en un día de mercado. Al cruzar el puente vemos junto al famoso toro de piedra, sentado en un sillón, a todo un catedrático de Lenguas de la universidad. Es el Maestro Gonzalo Correas, que ofrece a los charros, que acuden a vender los productos de sus tierras, un cuarto por cada refrán que no tenga él copiado en un librote que está abierto sobre la mesa. He aquí un modelo de trabajo de campo bien planteado, cómodo y sin subvención. El resultado de las pacientes esperas del Maestro Correas junto al puente fue el voluminoso Vocabulario de refranes y frases proverbiales, que durmió tres siglos en la biblioteca de esta universidad hasta verse publicado. En él encontramos veinticinco mil frases del habla popular, algunas de las cuales llevan su explicación, su historieta, su cuentecito. Son un muestreo representativo, que, para nuestro interés, nos dice cuál es la penetración de la música en el lenguaje más común y aún vulgar. De vez en cuando junto a algunos refranes anota Correas: Fue cantar, por donde conocemos algo del repertorio de canciones de la época. Algunos refranes se refieren a la intervención de determinados instrumentos en costumbres populares. Veamos un ejemplo: Haber traído los atabales. Es una expresión que encontraréis en cualquier obra de la época, desde La Celestina al Quijote. Correas aclara así su significado:

    Es tener experiencia y estar curtido en mala ventura. Tomóse la metáfora de las mulas en que van los atabaleros tañendo los atabales en las entradas de juegos de cañas [o sea, torneos] y grados de doctores y otros paseos. Las cuales, por viejas y usadas, no se espantan con estos ni otros ruidos. Y dicen este cuento: que una de estas mulas entró en un trigo y pacía a su sabor; un muchacho que la guardaba, sentado en un altillo, queríala espantar con sonar una piedrezuela con otra; la mula, que sabía ya de más música y ruido, decía: “No a mí, que he traído los atabales”.

Diréis: es bonito, pero tampoco nos dice demasiado. Pues no, ciertamente, si tomamos la cita aislada. Pero si la unimos a otro refrán que dice: Atabales en cuaresma, que me maten si no son bulas, y otro más: Nunca tu borla en bonete, ni atabales a la puerta, poco a poco vamos viendo cómo se dibuja el entorno en el que suenan los atabales y el significado que su sonido tenía para la gente. Correas copia la expresión ¿Virgo la llevas y con ventura? Póngolo en duda y la comenta: Lo primero fingen que dicen los atabales de acompañamiento de licenciados y semejantes, y lo segundo responden las trompetas. (Por cierto, en el retablo mayor de la catedral vieja, creo recordar que en la tabla que pinta la escena de los Reyes Magos, podéis ver a una mula con sus atabales).

He puesto los atabales como ejemplo, porque son instrumentos de los que nunca encontraremos mención en un tratado musical de la época. Todo lo más encontraremos pagos a los atabaleros en las nóminas de casas reales, ayuntamientos y universidades, pero nos dejarán con la duda de qué y cuándo sonaban los atabales. Las respuestas las encontraremos, como por casualidad, en la literatura de entretenimiento y en libros de curiosidades como el Vocabulario de Correas. Por ellos sabremos que los soldados utilizaban los parches viejos de los atabales para hacer naipes o, incluso, para escribir mensajes en caso de falta de papel y que los atabaleros tenían fama de locos, de sonados. El falso Quijote, de Fernández de Avellaneda, retrata muy a lo vivo una escena en la universidad de Alcalá en la que intervienen unos atabales que, por cierto, se conservaron hasta hace bien poco. Su pista se pierde en el momento en que ingresaron en el Museo Arqueológico Nacional. Pero volvamos al maestro Correas.

Sumando unos refranes con otros se llega a percibir la frecuencia del sonido de algunos instrumentos en el paisaje habitual de las ciudades y los pueblos de entonces: campanas, cascabeles, cencerros, gaitas, guitarras, sonajas, tejoletas, ginebras, caracolas, castrapuercas, etc. Son los que el Diablo Cojuelo llama instrumentos vulgares cuando los ve a la puerta de la casa de los locos. La mera estadística puede ser representativa: entre las campanas y su badajo suman varias decenas de refranes, mientras que el arpa, el clavicordio, el bajón y muchos otros instrumentos profesionales de cámara o de iglesia no aparecen mencionados ni una sola vez entre los miles de refranes. Es normal: las pinceladas del Maestro Correas inciden solamente sobre una parte del cuadro que queremos pintar: la de la música popular. Algunos trazos son especialmente gráficos. Por ejemplo: La hija me llevéis y no me templéis; dice el enfadado de oír templar. Para que disculpéis a los músicos antiguos cuando se pelean con sus instrumentos en medio de un concierto, consiguiendo, a fin de cuentas, tocar desafinados. No hacen más que seguir fielmente una vieja costumbre y en eso reside gran parte de su autenticidad.

Los refranes resultan poca cosa para nuestro intento. Muchos tienen gracia e ingenio, sin duda, pero son pequeños y, a veces, un poco estáticos. Si queremos ver y oír música popular y callejera, tendremos que buscarla en los entremeses, las novelas picarescas y libros semejantes. La gitanilla, de Cervantes, por ejemplo, pinta escenas bien bonitas de canto y baile, siempre al son de las sonajas o el panderete.

Cuando Preciosa el panderete toca

y hiere el dulce son los aires vanos,

perlas son que derrama con las manos,

flores son que despide con la boca.

Pero quizá el libro que transmite más a lo vivo estos ambientes fue escrito por un licenciado toledano, Francisco López de Úbeda: La pícara Justina. A pesar de ser casi dos siglos anterior a la Crotalogía, Justina es doctora en la ciencia crotalógica, no sólo por la perfección con que tañe su instrumento -cumpliendo así el primer axioma de esta ciencia-, sino por los conocimientos de física y acústica que demuestra sin haber estudiado en el conservatorio ni la universidad. Escuchad el capítulo titulado De la castañeta repentina:

    Vi de lejos que había baile y, pardiez, no me pude contener, que sin apearme de la carreta puse en razón mis castañetas de repicapunto a lo «deligo» y di dos vueltas a buen son. Fue este movimiento tan natural en mí, tan repentino y de improviso, que cuando torné en mí y advertí que había hecho son con las castañetas, si no viera que las tenía en los dedos, jurara que ellas de suyo se habían tañido, como las campanas de Belilla y Zamora. Yo había oído decir que afirman doctores graves que cuando dos instrumentos están bien templados en una misma proporción y punto, ellos se tañen de suyo, y entonces me confirmé en que era verdad; porque como mis castañetas estaban bien templadas y con tal maestría, que estaban en proporción de todo pandero, no hubieron bien sentido el son, cuando ellas hicieron el suyo, y dispararon una castañeta repentina para que dijese a los señores panderos, acá estamos todos, como el bobo de Plasencia, que escondido de una dama debajo de la cama, luego que vio entrar al galán, salió de adonde le había metido la dama, y dijo: «Acá tamo toro». Quizá pudo ser que aquella castañeta repentina se causó de que las castañetas retozaban de holgadas, y no me espanto, supuesto que en aquel momento se cumplían veinte y cuatro horas que no sabían qué causa era siquiera un adarme de golpecito…

La pícara Justina, a pesar de su profunda ciencia musical, sólo sabía tocar los instrumentos permitidos a las mujeres o, casi se podría decir, exclusivamente femeninos, como las castañetas o las sonajas y, sobre todo, el pandero:

    Los dos quicios de mi puerta, que son las dos más vehementes inclinaciones mías, fueron y son andar sin son y bailar al de un pandero. Otros dirán que quieren su alma más que sesenta panderos; mas yo digo de mí que en el tiempo de mi mocedad quise más a un pandero que a sesenta almas, porque muchas veces dejé de hacer lo que debía por no desempanderarme. Dios me perdone.

Por cierto, cuando oigáis a alguien del siglo XVI o del XVII pronunciar el término pandero, sabed que no se refiere a un instrumento circular con un parche, sino a uno cuadrado y con dos parches. Como instrumento de ascendencia mora, se llamaba también adufe. Justina se presenta a sí misma como la del adufe, y alardea de sus cualidades pedagógicas, mezclando las bromas con la erudición:

    Con un adufe en las manos era yo un Orfeo, que si de él se dice que era tan dulce su música que hacía bailar las piedras, montes y peñascos, yo podré  decir que era una Orfea, porque tarde hubo que, cogiendo entre manos una moza montañesa, tosca, bronca, zafia, pesada, encogida y lerda, cuando vino la noche, ya la tenía encajados tres sones.

Veámosla ya con su pandero o adufe en plena actuación:

    Determiné  irme al baile… La moza que almohazaba el adufe, hasta que yo llegué, había ido viento en popa, mas en llegando yo, parece que reconoció ser yo la princesa de las bailonas y emperatriz de los panderos y luego me rogó que se le templase y pusiese en razón. Yo me hice de rogar, como es uso y costumbre de todo tañedor, mas al cabo hice su gusto y el mío. Toqué el pandero y canté en falsete unas endechas… me torné a sentar, mas con la opinión de buena oficiala de tañer, y rebuena de cantar y rebonisa de bailar… reparando en los muchos méritos de los buenos toques de pandero que habían visto y los de castañeta que se esperaban. Sacáronme a bailar luego… obedecí al sacamiento y, cuanto a la ejecución, apelé a las castañuelas…

La Pícara Justina es una novela divertida, estimulante y de todo punto recomendable que, sin embargo, no os puedo recomendar, porque no se encuentra actualmente en ninguna edición fácilmente asequible. Por eso os leeré un largo párrafo, en el que Justina cuenta la increíble historia de su abuelo, músico de profesión, que murió con la flauta puesta, por lo que debemos honrarlo como a un mártir de nuestra religión musical con más razón aún que a santa Cecilia:

    Las mujeres, si creemos a los maldicientes talmudistas, somos hijas de una flauta y un tamboril y así salimos estrechas de pescuezo y anchas de cuerpo y hablamos tiple… Yo soy loca, saltadera, brincadera, bailadera, gaitera… soy moza alegre y de la tierra, que me retoza la risa en los dientes y el corazón en los ijares, y que soy moza de las de castañeta y aires bola. No te espantes, que tuve abuelo tamboritero. Verásme echar muchas veces por lo flautado; no se te haga nuevo, que tuve abuelo flautista, y parece nací con la flauta inserta en el cuerpo, según gusto della. Fue el padre de mi madre… y era barbero… Almohazaba una guitarra por estremo. Vez hubo que por hacer las crines al «potro rucio» desechó buenas barbas de su tienda. Mi tatarabuelo materno fue gaitero y tamborilero, vecino de un lugar de Extremadura que llaman Malpartida… El día de las danzas del Corpus o en cualquier otro de alegría, el que llevaba a este mi abuelo no pensaba que hacía poco. Hacía hablar a un tamborino, dado que algunas veces hubo menester hacerle que callase algunas tamboriladas, que si las parlara fueran más sonadas que nariz con romadizo. No había moza que no gustase de tenerle contento y ser su parroquiana, teniendo en la memoria aquel refrán que dice: A ruido de gaitero érame yo casamentero. Con la boca hacía el son del baile y el del matrimonio con los ojos. Verdad es que no eran los matrimonios de aquellos tiempos tan campanudos como los de éste… Con más propiedad le pudieran llamar a mi abuelo muñidor de matrimonios que tamborilero… Nos dejó un tamborino lleno de tarjas, que para aquel tiempo era un tesoro… y quería más aquel tamborino roto y remendado que cien sanos. Y de cuando en cuando dábale golpecitos y decía: Más valéis vos, Antona, que la corte toda. Este murió de desgracia y fue que yendo un día de Corpus como capitán de más de doscientos tamborileros, que se juntan en Plasencia a tamborilar la procesión, tañendo su flauta y tamborino bien devoto, a lo menos bien descuidado de lo que le podía suceder, sucedió que… [apareció un marido celoso y enterado de las tercerías que había hecho con su mujer,] le dio una gran puñada en la hondonada de la flauta y asestóla en el garguero. Debía tener el pasapán estrecho y atoró la gaita como si se la hubieran encolado con las vías del garguero. Y lo peor fue que al entrar se llevó de mancomún tras sí los dientes que encontró en el camino, como si la gaita no supiera entrar sin aposentadores. Esta fue gaita, ésta fue cuña, ésta fue el diablo de Palermo, que nunca quiso salir hasta que de un estirijón se la sacó del cuerpo un tabernero, pareciéndole que lo mismo era sacar una gaita de aquel cuerpo, que sacar un embudo de un cuero empegado… En fin, de aquel envión salió la gaita y junto a ella revuelta aquella animita saltadera, trotadera, brincadera, bailadera, sotadera, que parecía un azogue. Murió en su oficio y su oficio murió en él, que después acá no ha habido tamboritero de consolación en todo aquel buen partido de Malpartida.

En las antípodas de Justina se sitúa el humanista Luis Vives, que pensaba de modo muy distinto:

    Otrosí,  ¿qué diremos de las músicas y cantares que son brebajes emponzoñados para matar el mundo todo? Y por eso yo no permito ni es mi voto que las doncellas aprendan música, ni menos que se huelguen de oírla en ninguna parte, ni en casa, ni a puerta ni a ventana, ni de día ni de noche, y esto no lo digo sin causa. Pues que no sin causa San Atanasio disputó con hartas razones probables y argumentos, que aun en la iglesia no había de haber música ni sones muy delicados, sino cuanto era necesario para alabar a Dios… por los desconciertos y deshonestidades y poca devoción en que muchos se solían divertir con la música. Con todo, sería de mi voto que la virgen cristiana, si quisiese aprender algo de órgano para monja, que la enseñasen muy enhorabuena.

Entre esta modélica doncella monacable y la panderetera Justina media no un abismo, sino todo un mundo de posibilidades musicales para las mujeres, pero siempre dentro de un orden. Podremos encontrar a mujeres de alcurnia o ninfas -o, por qué no, santas- tañendo el órgano, el arpa, el clavicordio, la vihuela o, incluso, la guitarra; podremos encontrar a criadas, fregonas o villanas tañendo castañetas, panderos, sonajas o, también, guitarras, pero nunca encontraremos a ninguna mujer de cualquier clase social que sople cornetas, sacabuches o bajones, salvo, naturalmente, la Fama con su trompeta o trompa, que los autores no se ponen de acuerdo en qué instrumento sea. Las leyes más importantes por las que se rige una sociedad son aquéllas que no están escritas. Ésta es una de ellas. Lo veremos con un ejemplo sacado del Viaje de Turquía, un interesante libro cuya autoría se discute aún. Está escrito en forma de diálogo. Un personaje cuenta cómo en las bodas turcas se reúnen las mujeres con la esposa y comienzan a cantar mill canciones y sonetos amorosos y tocar muchos instrumentos de música, como harpas y guitarras y flautas, y entended que no puede haber en esta fiesta hombre ninguno.Y pregunta otro: – ¿Pues quién tañe? – Ellas mesmas, son muy músicas.

La pregunta ¿Pues quién tañe? no tiene sentido y es innecesaria ya que el narrador ha dicho que no hay hombres en esas fiestas. Sólo se explica por la extrañeza del interlocutor ante la posibilidad de que un grupo de mujeres toque muchos instrumentos, aunque éstos sean del estilo del arpa, la guitarra o la flauta. Esta clase de matices son los que la lectura curiosa de libros que, en principio, nada tienen que ver con la música, va perfilando poco a poco, casi sin que nos demos cuenta y, además, pasándolo bien mientras trabajamos. Y ya que hemos entrado en el asunto de la división sexual de los instrumentos -a donde quizá nos ha llevado el hecho de que santa Cecilia toque el órgano, el clave o, a lo sumo el violón-, ampliémoslo un poco más. Os leo una escena del Rinconete y Cortadillo, de Cervantes:

    La Escalanta, quitándose un chapín, comenzó a tañer en él como en un pandero; la Gananciosa tomó  una escoba de palma, nueva, que allí  se halló acaso y, rascándola, hizo un son que, aunque ronco y áspero, se concertaba con el del chapín. Monipodio rompió un plato y hizo dos tejoletas que, puestas entre los dedos y repicadas con gran ligereza, llevaba el contrapunto al chapín y la escoba… -¿Admíranse de la escoba? Pues bien hacen, pues música más presta y más sin pesadumbre, ni más barata, no se ha inventado en el mundo… tan fácil de deprender, tan mañera de tocar, tan sin trastes, clavijas ni cuerdas, y tan sin necesidad de templarse; y aun voto a tal que dicen que la inventó un galán de esta ciudad que se pica de ser un Héctor en la música…

Cervantes pinta una escena fresca y vivaz. Confesaré que no me gusta que le robe a la Gananciosa la invención de la escoba musical, adjudicándosela a un galán sevillano, del que ya nos podía haber dicho el nombre, si tan Héctor en la música era. Lo cierto, sin embargo, es que varios años antes se habían impreso en Barcelona y Madrid los Diálogos de apacible entretenimiento, de Gaspar Lucas Hidalgo, donde se describe una máscara de carnaval celebrada en casa del conde don Francisco de X., en Burgos, en la que intervinieron seis parejas de danzantes

    y con cada dos danzantes un músico tañendo un instrumento muy conforme a las figuras de los danzantes. Y es de saber que así  los danzantes como los músicos llevaban su letra a las espaldas, muy conforme a las figuras de cada uno… Salieron luego dos viejas, vestidas como tales… A éstas les iba haciendo el son una figura con una escoba de palma y con esta letra:
      • Bailad, viejas, a la escoba,
      • pues vuestra antigua hermosura
    • la trocastes en basura.

Quizá, pues, el inventor no fuera un sevillano, sino un burgalés o burgalesa. En estas cosas frecuentemente uno inventa y otro se lleva la fama. Como en el asunto de la quinta cuerda de la guitarra, cuya invención Lope se empeña en adjudicar a Vicente Espinel, cuando antes de que él naciera ya había guitarras con cinco órdenes. El prestigio de Lope de Vega ha hecho que el bulo se transmitiera como dogma de fe y lo podréis ver en muchos libros. La verdad es, sin embargo, que a Espinel no le hacían falta esta clase de atribuciones para pasar a la historia. Espinel fue un músico, sin duda, excelente, del que por desgracia o por culpa no hemos conservado ninguna composición, pero sí algunos escritos, entre los que destaca la autobiográfica Vida del escudero Marcos de Obregón, libro que debéis leer, porque es fruto de una de las sensibilidades musicales más exquisitas de su época. Espinel es capaz de convertir en contrapunto el canto de los pájaros para liberar sus oídos de la murga de un acompañante demasiado locuaz, o sea, un palizas. Escuchad el pasaje:

    A lo primero le respondí, mas a lo segundo no me dio lugar a que le respondiese, y prosiguiendo me dijo: «Pregunto de dónde es vuesa merced, porque yo soy del reino de Murcia, aunque mis padres fueron montañeses de un linaje que llaman los Collados». A lo menos no callados, pensé mientras iba hartándose de hablar… hasta que habiendo andado dos leguas, como de tanto hablar había gastado la humedad del cerebro, labios y lengua, en una venta que llaman del Pilarejo pidió un jarro de agua y, en comenzando a beber, le respondí a su pregunta diciendo: «De Ronda». Quitóse el jarro de la boca y díjome: «Huélgome, porque voy hacia allá, de llevar tan buena compañía». Tornó el jarro a la boca y mientras acabó de beber le dije: «Antes es la peor del mundo, porque no hablaré palabra en todo el camino». «¿Esa virtud del silencio tiene vuesa merced? Será prudente y muy estimado en todo el mundo, que del poco hablar se conoce la prudencia de los sabios, que es una virtud con que un hombre asegura los daños que por su causa sola pueden venir. Yo no soy amigo de hablar … …» Con estos disparates y otros tan materiales iba alabando el silencio y cansándome a mí y, prosiguiendo con su inclinación, dijo: «Yo no soy amigo de hablar, sino por entretener en el camino a vuesa merced». Yo busqué mil invenciones para librarme de él y seguir mi camino a solas, pero no fue posible dejallo… y al fin fuime divirtiendo con los ruiseñores, que nos daban música por el camino, admirándome de ver con cuánto cuidado se van poniendo delante de los hombres para que oigan la melodía de tenor y luego con la diminución del tiple, convidando al contrabajo a que haga el fundamento, sobre que van las voces saliendo a veces sin pensar con el contralto. Concierto no imitado de los hombres, sino enseñado a los hombres, a quien sirven con gran cuidado de darles gusto, pues en la orilla de aquel río y en cualquiera parte que los haya, tanto con más excelencia usan de su armonía cuanto más cerca se hallan de los hombres. Con esto pude disimular y sufrir algún tanto la gotera y continuación de este impertinente hablador, hasta que llegamos a una venta.

La Vida de Marcos de Obregón es un libro muy interesante para la historia musical, incluso como documento histórico directo que nos habla del abad Salinas o de su sucesor en este aula, Bernardo Clavijo del Castillo, o de la hija de éste, doña Bernardina, que era un monstruo de la naturaleza en la tecla y en el arpa, pero a mí me gustan en especial pasajes como el que os he leído en el que se pinta el ambiente, el paisaje sonoro natural que rodeaba a las gentes de su tiempo. Las gentes de hoy se despiertan con música enlatada y se pasan el día rodeados de más música enlatada. No es más que el intento de acallar el silencio producido por la ausencia del canto de los pájaros. Creedme, no es una frase efectista. El silencio no es el medio natural en el que el ser humano, los animales o, incluso, las plantas, se sientan a gusto. Los sonidos naturales son señales que emite el entorno y su ausencia es síntoma de desorden. Cuando el gallo canta a su hora, el viento silba a su tiempo y el mar brama acompasadamente, es que todo funciona como debe. En los países centroamericanos saben que, cuando se produce el silencio, va a haber un terremoto.

Para los españoles de aquella época el paisaje sonoro natural, incluso urbano, estaba constituído por ese entramado de sonidos naturales mezclados con unos pocos producidos por las tareas humanas. La sola ruptura con este entorno produce desasosiego, que algunos intentan paliar como sea. Escuchad un pasaje de los Naufragios y Comentarios, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, donde se cuenta una solución al problema, parcialmente exitosa:

    Una hora antes que amaneciese acaeció una cosa admirable y es que yendo con los navíos a dar en tierra en unas peñas muy altas, sin que lo viese ni sintiese persona de los que venían en los navíos, comenzó a cantar un grillo, el cual metió en la nao en Cádiz un soldado que venía malo con deseo de oír música del grillo, y había dos meses y medio que navegábamos y no lo habíamos oído ni sentido, de lo cual el que lo metió venía muy enojado, y como aquella mañana sintió la tierra, comenzó a cantar, y a la música de él recordó toda la gente de la nao y vieron las peñas y comenzaron a dar voces para que echasen anclas… y siempre todas las noches el grillo nos daba su música.

He citado hasta ahora una docena de libros de los más variados géneros y ya veis que todos, sin pretenderlo directamente, nos dicen algo, y a veces mucho, sobre la música de su tiempo. Si nos metiéramos en los terrenos de la poesía, tendríamos para el resto de la tarde, yendo desde la Oda a Salinas, de Fray Luis, hasta la música callada de Fray Juan, pasando por la Silva a la vihuela, de Juan de Arguijo, o sus maravillosos sonetos a Orfeo, pero quizá nos pondríamos demasiado serios y hasta solemnes, aunque el soneto de Quevedo Al mosquito de la trompetilla o los romances de Juan de Salinas A Cristóbal Páez, ministril de Segovia llevan bastante carga de humor. Tampoco iremos al teatro, donde la intervención de la música era obligada desde antes de los tiempos de Juan del Encina. En cualquier comedia de Lope, en cualquier auto sacramental de Calderón o en cualquier entremés, jácara o mojiganga encontraréis multitud de interesantes referencias musicales. Pero la música en el teatro, por los aspectos profesionales que tiene y por la intervención directa de los músicos en la escena, parece exigir una observación distinta. Prefiero que nos encaminemos hacia un género literario tan de segunda o tercera fila, que no suele aparecer en las historias de la Literatura: las croniquillas de sucesos menores y los libros de curiosidades, anécdotas y pasatiempos. Por definición, en ellos podemos encontrar de todo. Lo curioso es la abundancia de historietas musicales que reseñan, lo que demuestra la importancia que la música tenía en la vida cotidiana de las gentes. El más famoso de estos libros es la Miscelánea o Varia historia, de don Luis Zapata del Mármol, que nos puede sorprender con una especie de guiness of records: El rollo más grande, el de Écija; la plaza más grande, la de Salamanca; los órganos más grandes, los de Móstoles, que tienen tales y tales diferencias. Y enumera pormenorizadamente todos los registros. Cuando habla de los músicos, Zapata tiene el poder de humanizarlos en dos trazos y la gracia de describir su arte desde los oídos de alguien no profesional:

    De la habilidad de un músico: Fue en Valladolid en mi mocedad un músico de vihuela llamado Narváez, de tan extraña habilidad en la música, que sobre cuatro voces de canto de órgano de un libro [o sea, sobre una obra polifónica a cuatro voces], echaba en la vihuela de repente otras cuatro, cosa, a los que no entendían la música, milagrosa y a los que la entendían, milagrosísima.

Conocemos de Luis de Narváez sus maravillosos seis Libros del Delfín, de música para vihuela, y las nóminas que cobró por sus trabajos en la corte real, pero el comentario de Zapata nos provoca una sonrisa y nos predispone a escuchar su música. Algo parecido ocurre con Antonio de Cabezón, un primera figura de quien también conocemos bastantes obras y los cobros de su salario en palacio. Gracias a Zapata sabemos que casó por amores, cosa rara en un ciego, aunque de amores todos lo son, y a todos conocía por las manos. Con estas dos pinceladas la figura de Cabezón se humaniza y se acerca al resto de los mortales. No tocará igual su música quien imagine a Cabezón como un ser adusto, religioso y severo -en consonancia con la falsa figura que se ha querido dar a su rey, Felipe II-, que quien lo imagina enamorado, conversador, cariñoso y atento a cuantos viven a su alrededor. Más aún, tenía una chispa de humor malicioso, según nos cuenta Melchor de Santa Cruz de Dueñas en su Floresta española:

    A Antonio de Cabezón, el ciego, músico de tecla del emperador Carlos V, fue a ver un cantor tiple sin barba [o sea, castrado] el día de San Juan, de junio, después de comer. Y despidiéndose de él, preguntóle Antonio de Cabezón dónde iba. Respondióle que a la plaza de Zocodover, a ver las damas. Dijo Antonio de Cabezón: «Si vuestra merced va a ver las damas, ensíllenme la mula, que también quiero ir a ver los toros”.

La Floresta, de Melchor de Santa Cruz, es otro de estos libros de chistes o anécdotas ingeniosas, quizá el más famoso en su época. Sobre cantores castrados recoge no menos de una docena de ejemplos, por lo que se trasluce que estos personajes eran frecuente objeto de burla. Tal demostración de crueldad sobre un defecto físico estaba perfectamente admitida en la vida cotidiana, por lo que el chiste de Cabezón tampoco se sale fuera de los límites. Precisamente los músicos en general eran un grupo social sobre el que se hacían gracias crueles. Por ejemplo, ésta:

    A un señor púsole un paje en la mesa un plato con una cabezuela de cabrito, sin sesos, que se los comió en el camino. Preguntó  al paje: «¿Cómo está esta cabeza sin sesos?» Respondió: «Señor, era músico».

Santa Cruz dedica un capítulo entero a chistes de músicos, pero en el total del libro habrá medio centenar de anécdotas de nuestros compañeros de profesión o de afición. Entre las más frecuentes están las que se refieren a los galanes que rondan por la noche a sus damas:

    Un portugués servía a una dama y acordó darle una música, pero la señora le tiró  cuatro o cinco piedras y le acertó  con las dos dellas. Despidiéndose muy enojado, le dijo un amigo que le acompañaba: «¿Qué mayor bien queréis haber alcanzado con vuestra música que se vengan las piedras tras de vos, como a Orfeo?”.

O ésta otra:

    Tañendo un gentilhombre una noche a la puerta de una señora, estaban dos damas a una ventana oyéndolo. Y como comenzase a cantar una canción que comienza: «Secretas pasiones mías», dijo la dama: «Ciertamente, señora, este caballero debe de estar enfermo de almorranas».

Algunos dichos, además de ingenio, demuestran unos conocimientos o una sensibilidad particular, como el de aquel clérigo al que preguntaron dónde vivía y respondió: Mi posada es como punto de sacabuche, que la hago donde se me antoja. O aquel otro al que preguntaron si Fulano era hombre de letras, y respondió: Las letras de Fulano son como las del canto llano, pocas y gordas. O aquel canónigo toledano que la primera vez que oyó tañer los orlos en la catedral -por cierto, en la de aquí se conserva una colección única de estos instrumentos- dijo que parecían en el sonido gato que le pisan la cola. Y el mismo canónigo, asistiendo un viernes de Cuaresma a una procesión que hacían por la elección de un nuevo Papa, en la que tañían chirimías y sacabuches, dijo que parecía melón de invierno, porque durante la Cuaresma estos instrumentos dejaban de usarse en la iglesia.

Hay algunos juegos de palabras de este tipo que necesitan explicación para el lector actual:

    Preguntando una señora a una labradora con quién había casado su hija, respondió  que con un organero. Preguntóla: «¿Hácelos o táñelos?». Respondió: «No, señora, sino véndelos a celemines por la calle».

La explicación es que órganos eran también unos tubos metálicos que se rodeaban de nieve y se utilizaban en verano para refrescar la bebida. Precisamente uno de los beneficios que nos trae la lectura de estos libros de chistes es un conocimiento más directo del idioma, que nos facilita la comprensión de los tratados teóricos y, a veces, de la propia música. Los teóricos utilizan con frecuencia expresiones que no se detienen a explicar, porque suponen al lector inmerso en las peculiaridades de su lenguaje. Pero éstas varían mucho con las modas y el paso del tiempo, y pueden equivocarnos con mucha facilidad. Pondré un ejemplo.

El dominico madrileño Tomás de Santa María escribió un Arte de tañer fantasía para tecla, arpa o vihuela, que pasa por ser el primer tratado que se ocupa de la posición de las manos en el teclado y la digitación. Pues bien, Santa María resume el arte del tañedor en tañer con buen aire, expresión que ha dado lugar a no pocas elucubraciones sobre su verdadero significado. Hay quien lo interpreta como equivalente a tañer con rubato, con desigualdad rítmica, con libertad de medida. Veamos cómo utiliza la misma expresión el truhán Juan Rufo:

    Íbase haciendo carnes un penitente con el brío y garbo que bastara para entrar de guardia en hábito de soldado, y ser loado de airoso y bizarro: porque se azotaba a compás, haciendo piernas y contorneando el cuerpo. Y como no era éste sólo el que, poco más o menos, se podía notar de este barbarismo, dijo [Juan Rufo]: «Sólo el disciplinarse, hecho con buen aire parece peor».

Según esto, con buen aire equivale a a compás, con medida y ritmo exactos, o sea, todo lo contrario de lo que algunos quieren interpretar, como con desigualdad y rubato. Juan Gutiérrez, también llamado Juan Rufo, fue un curioso personaje cordobés, poeta, juerguista y jugador, cuya azarosa carrera comenzó engañando a su padre, que le dio 150.000 maravedíes para venirse a estudiar a Salamanca, sin que nunca apareciera por aquí. Sirvió a don Juan de Austria, al duque de Sesa y a otros importantes señores, pero su pasión por el juego lo convertía rápidamente en deudor y le obligaba a cambiar de residencia. Al final de su vida publicó las Seiscientas apotegmas, que en realidad son setecientas siete, donde recopiló todos sus dichos ingeniosos a propósito de cualquier cosa. La música es el tema que le inspiró más de medio centenar de estas apotegmas y en verdad que en ellas demuestra un oído bastante fino. He escogido unas cuantas:

    Tañía razonablemente una harpa cierto músico y, como estuviese desafinada y una vez y otra le pidiese [Juan Rufo] que la afinase más, le dijo el que tañía: «Ya que seáis fiscal de las musas, no lo seáis también de la música». Respondió: «Esto que solicito no es ser fiscal de la música, sino abogado del oído».
    Saliendo de oír a un gran músico de vihuela, que no tenía género de voz, dijo  «que había comido muy bien, pero que venía muerto de sed».
    Cayóse en el suelo una vihuela y alzándola [Rufo], hizo dos consonancias y metióla en su caja. Y uno a quien le pareció estrañeza le dijo: «Si tan presto la habíades de dejar, ¿para qué tañistes?». Respondió: «No fue más de para ver si resollaba por la herida».
    Cantaba un hidalgo un contrabajete con todas las partes que se requerían para ser el mejor de España: porque el metal de la voz era bueno, la garganta veloz y distinta, el quiebro muy blando, y tras todo esto, era diestro, cantaba a compás, al son de una vihuela, letras escogidas y tonos maravillosos. Y como habiéndole oído la primera vez le dijesen [a Rufo] que el susodicho se llamaba Asián, respondió: «Así han de cantar los hombres».

No quiero acabar sin presentaros todavía otro libro de los muchos posibles. Si comenzamos con la Crotalogía, acabaremos con El Crótalon y, si al principio escuchamos al catedrático Gonzalo Correas, al final prestaremos atención al licenciado Cristóbal de Villalón, que fue bachiller por Salamanca, además de doctor por Alcalá y Valladolid. Villalón fue un humanista ejemplar y combativo, que en sus obras apela continuamente a la música como goce inigualable. En la Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente dice:

    Después de ser ciencia que engrandece los ánimos y los esfuerza a comprender cosas altas, escriben que todo el mundo, el cielo y la tierra, se conservan y rigen conforme a la música y armonía. De naturaleza de la música es adelgazar [o sea, afinar, hacer delicados] los juicios y encombrar en la consideración de lo divino y animar los corazones generosos al acometimiento de grandes hechos.

Crótalon, según explica Villalón, es vocablo griego que en castellano quiere decir juego de sonajas o terreñuelas. El libro se desarrolla como un diálogo entre un zapatero y un gallo. En él se pintan muy a lo vivo dos escenas en las que la música interviene de forma muy directa. La primera se sitúa en un banquete de canta-misa, en el que los clérigos cantan y teatralizan toda clase de groserías. Es muy larga, por lo que os leo sólo un episodio protagonizado dolorosamente por un juglar de laúd:

    Entró  en la sala uno de aquellos chocarreros que para semejantes cenas y convites se suelen alquilar, disfrazado de joglar; y con un laúd en la mano entró con un puesto tan gracioso que a todos hizo reír… Después, tañendo con su laúd, comenzó en copla, de repente, a motejar a todos cuantos estaban en la mesa, sin perjudicar ni afrontar a ninguno… Y Alcidamas tomó el laúd antes que el joglar lo pudiese tomar y dale tan gran golpe con él sobre la cabeza que, volándole en infinitas piezas, dio con el joglar en el suelo sin juicio ni acuerdo. Y con el mástil y trastes que le quedó en la mano… dio a cada uno su palo, que a todos descalabró mal… Hallamos que, estando trabados Alcidamas con el joglar, le había rompido la boca y descalabrado con el laúd; y que el joglar había dado a Alcidamas con el palo un gran golpe que le descalabró.

Siempre me han parecido de muy poca gracia las payasadas que acaban rompiendo un instrumento en la cabeza de alguien, pero, como veis, la cosa viene de antiguo. La otra escena es un concurso de vihuela, en el que el premio es nada menos que la vihuela del mismísimo Orfeo:

    Debajo de un dosel de brocado estaban sentados Apolo y Orfeo, príncipes de la música, de bien contrahechos disfraces. Tenían el uno dellos en la mano una vihuela, que decían haber sido aquélla que tuvieron los insulanos de Lesbos, que iba por el mar haciendo con las olas muy triste música por la muerte de su señor Orfeo, cuando le despedazaron las mujeres griegas y, cortada la cabez, junto con la vihuela, la echaron en el negro ponto y las aguas del mar la llevaron hasta Lesbos y los insulanos la pusieron en Delfos en el templo de Apolo y de allí la trujeron los de esta ciudad para esta fiesta y desafío. Ansí decían estos jueces que la darían por premio y galardón al que mejor cantase y tañese en una vihuela, por ser la más estimada joya que en el mundo entre los músicos, se podía haber… Un hombre muy ambicioso que se llamaba Evangelista… procuró haber una vihuela con gran suma de dinero, la cual llevaba las clavijas de oro y todo el mástil y tapa labrada de un sarace de piedras finas de inestimable valor, y eran las maderas del cedro del monte Líbano, y del ébano fino de la ínsula Meroe, juntamente con las costillas y cercos. Tenía por la tapa, junto a la puente y lazo, pintados a Apolo y Orfeo con sus vihuelas en las manos, de muy admirable oficial que la labró. Era la vihuela de tanto valor, que no había precio en que se pudiese estimar… Comenzó a tañer de tal manera, que a juicio razonable que no fuese piedra, parecería no saber tocar las cuerdas más que un asno… Luego entró un mancebo. Este traía en la mano una vihuela grosera y mal dolada, de pino y de otro palo común, sin polideza ni afeite alguno… y después de haber oído a aquellos tres tan señalados músicos en la vihuela, Torres, Narváez y Macotera, tan nombrados en España, admirablemente habían hecho su deber y admiración, mandaron los jueces que tañese… Tespin. El cual, como comenzó a tañer, hacía hablar las cuerdas con tanta excelencia y melodía que llevaba los hombres bobos, dormidos tras sí y, a una vuelta de consonancia, los despertaba como con una vara…

Como cabía esperar, Tespin se llevó el premio, de modo que la vihuela de Orfeo a lo mejor todavía se guarda olvidada en algún desván de algún pueblo de cerca de Valladolid.

Y desde la Crotalogía al Crótalon hemos espigado las historietas musicales que nos han salido al paso en unos cuantos libros. Al hilo de lo que cada uno nos contaba hemos ido descubriendo aspectos de la vida musical cotidiana de las gentes de aquella época. No he pretendido hacer un ejercicio de erudición, sino divertiros un rato con cuentecitos. Pero todo cuento que se precie tiene su moraleja y la que os he querido inculcar es doble. Por una parte, que leáis, que no les tengáis miedo a los libros, en los que se guardan tesoros muy asequibles. Bueno, no sólo que leáis, sino que vayáis al cine, que converséis con la gente, que vayáis al mar o al monte, que veáis mundo… O sea, que no os creáis que se consigue ser buen músico sólo estudiando horas y horas en el teclado, el mástil o las llaves. Los músicos tenemos mucha tendencia a encerrarnos y a quedarnos solos con nuestra música, porque la música es muy absorbente y muy celosa y exige mucha dedicación exclusiva. El resultado es que el resto de las gentes nos dejan solos también, porque no llegan a entender nuestro lenguaje. Si santa Cecilia no se molesta os diré que hay un cuadro suyo, de los más famosos, que nunca me ha gustado, aunque he tardado tiempo en darme cuenta de por qué. Es el que pintó Rafael, que la presenta mirando al cielo, mientras el organito que tiene en las manos se está volcando y algunos de los tubos están a punto de caer al suelo. La interpretación más autorizada dice que la santa está prestando atención a la música celestial, menospreciando a la de aquí abajo. No sé si eso en el siglo XVI tenía algún sentido, pero ahora me parece una estupidez. Hay que dedicar tiempo a las músicas de aquí abajo, porque la solución no parece que nos vaya a venir desde arriba. La música, nuestra música, no crece de arriba a abajo, sino que necesita un terreno abonado en el que echar raíces. Para conocer y saborear cualquier música hay que conocer el suelo en el que se sostiene. Y eso que vale para el siglo de Oro, también vale para el siglo del plástico en que vivimos. Tenemos que conocer mejor el terreno en que nos movemos, estar al tanto de los problemas que nos rodean y buscar las soluciones, porque, si no, estaremos siempre en manos de los políticos ocasionales y los banqueros, que son los que tienen los poderes y, por desgracia, entre ellos abundan los sordos congénitos. Hace poco me di cuenta de por qué la santa Cecilia de Rafael no me gustaba. Es falsa. No quiero decir que no la haya pintado Rafael, sino que lo que pintó es falso. Fijaos en el organito: en la parte derecha del teclado están los tubos largos, las notas graves, y en la izquierda los tubos cortos, las notas agudas. Pero los órganos para zurdos nunca han existido, porque los organistas tienen que ser diestros de ambas manos e incluso de pies. Este detalle, que se le coló a Rafael, invalida el resto del pretendido mensaje del cuadro.

La otra moraleja ya os la dije al principio, pero a lo peor se os ha olvidado con tanta palabrería. La repito y acabo: En suposición de tocar, mejor es tocar bien que tocar mal.

Muchas gracias.

Pepe Rey





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