Veterodoxia – Pepe Rey

La sorprendente resurrección del fantasma de Salvador Luis y otras aventuras cervantinas


Ectoplasma de Salvador Luis


En el 2005 se cumplieron los 400 años de la edición de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Con tal motivo -o más bien disculpa- se cometieron multitud de actos culturales, entre los que los conciertos de música supuestamente quijotesca o cervantina ocuparon un lugar importante.

A principios del otoño y tras verse sorprendido por algunos errores de grueso calibre en la pluma de cervantistas de, según las apariencias, demostrada autoridad, PR escribió un artículo llamando la atención sobre el asunto e invitando a una reflexión colectiva sobre las desmesuras celebraticias. El título del escrito parodiaba el de un famoso y polémico artículo cervantista de Francisco Rico, «Por Hépila famosa, o cómo no editar el Quijote» (El País, Babelia, 14 de septiembre de 1996, pp. 16-17). Como cabía esperar, fue rechazado por las redacciones de varios periódicos y su circulación quedó relegada al boca a boca de un restringido círculo.

Se ofrece aquí  el texto en cuestión seguido de una cierta polémica que se despertó a continuación:

Por Salvador Luis famoso o cómo no festejar a Cervantes

En el reciente libro-disco de Hesperion XXI, Don Quijote de la Mancha. Romances y Música, se incluye un comentario de mi admirado Francisco Rico, catedrático de la UAB y académico de la RAE, sin duda una de las estrellas, si no el sol, de este año cervantino. Comencé a leerlo con interés, como todo lo suyo, y más aún por hablar del silencio en el Quijote, asunto medular del que los numerosos comentaristas musicales de Cervantes se olvidan. Pero al llegar al penúltimo párrafo di un respingo: “En 1591, Salvador Luis, cantor de cámara de Felipe II, armonizó una oda de Cervantes, Dulce esperanza mía…” Hace dos meses me había ocurrido lo mismo al leer algo parecido en otro libro-disco, Por ásperos caminos. Nueva música cervantina, del Ensemble Durendal, publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha: “…existen noticias de que la oda Dulce esperanza mía había sido puesta en música por Salvador Luis, cantor de la capilla y cámara de Felipe II mucho antes de su publicación en la novela, hacia 1591…” El autor del texto, Juan José Pastor, viene avalado por una reciente tesis sobre la música en Cervantes, es Premio Extraordinario Fin de Carrera por la UCLM y Premio Extraordinario del Ministerio de Educación, dirige el proyecto digital Cervantes y la música y participa en el Proyecto Cervantes dirigido por el profesor Eduardo Urbina, de la Texas A&M University. Con semejantes avales y ante tamaños doctores de la iglesia cervantista unidos en el dogma, ¿quién será tan osado que ponga en duda la existencia de Salvador Luis y su oda?

Sin embargo, quien se dirija en busca de más detalles a obras de consulta tan actualizadas como el Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana (1999-2002), The New Grove Dictionary of Music and Musicians (2001-2002) o, más específicamente, el completísimo trabajo de Luis Robledo “La música en la casa del Rey”, incluido en el volumen colectivo Aspectos de la cultura musical en la Corte de Felipe II (2000), se llevará un buen chasco al comprobar que el tal Salvador Luis no aparece mencionado en ninguna parte ni, por supuesto, su obra. ¿Cómo es posible semejante olvido? ¿Otro típico caso de menosprecio de nuestros artistas, de lo que tanto le gustaba quejarse a don Felipe Pedrell hace un siglo? Ni mucho menos. Más bien el típico caso de la bola de nieve: suelta el bulo, que alguien lo engordará.

El origen del infundio está en lo que el propio Rico llamaría “la más rancia musicología”; tan rancia, que nadie sensato se acerca a ella sin proveerse previamente de guantes de goma e, incluso, una pinza en la nariz, porque huele desde el título “y no a ámbar”: la Historia de la Música española desde la venida de los fenicios hasta el año de 1850 (1851), de Mariano Soriano Fuertes, una obra en cuatro volúmenes, a cuál más increíble, literalmente, como cuando afirma que Fernando de Laso (¡sic!) y Claudio Monteverde (¡oh, no!) eran españoles, éste último, más en concreto, de Cartagena. Mandagüevos, añado. Quizá esté feo burlarse de libros de cuando la musicología estaba en pañales, si es que había nacido, pero mucho peor es creérselos y reproducir sus bulos sin siquiera citarlos. Soriano Fuertes llega a afirmar que poseía el autógrafo de la pieza (seguramente un cuadernillo manuscrito del siglo XVIII que se conserva en la Biblioteca Nacional) y que Salvador Luis era muy amigo del escritor, por lo que “Cervantes quiso perpetuar el nombre de aquel compositor de música y quizá mejor cantor de sus producciones armónicas, al poner esta canción en boca de D. Luis”, que es el personaje que la canta en el Quijote (I-43). Todo ello, sin decir ni pío acerca de dónde se saca semejante historia; historia increíble, además, porque la música que publica es a todas luces más de un siglo posterior a la fecha que da. Por supuesto también, en ninguna de las dos grabaciones se incluye tal pieza, lo que extrañará al comprador ingenuo y confiado.

El invento de Soriano provocó una errónea nota al pie en la benemérita edición de Rudolph Schevill y Adolfo Bonilla (1914-1941), pero se habría olvidado sin mayores consecuencias de no haber sido resucitado un siglo más tarde en la tesis doctoral –de nuevo la universidad– de Miguel Querol La música en las obras de Cervantes (1948), otro libro bastante rancio, muy consultado por los filólogos, que ha dado pie a numerosas inexactitudes en las ediciones anotadas de los clásicos durante los últimos decenios. En descargo de Querol hay que añadir en este caso que, además de copiar y citar a Soriano Fuertes, puso en duda sus afirmaciones. Lo más juicioso habría sido omitirlas y de ese modo, aunque su tesis tuviera una página menos, habría evitado tropiezos como los presentes, porque es seguro que ambos comentaristas actuales beben del libro de Querol.

A fuer de sincero, el asunto en sí mismo me preocupa bien poco, porque a mucha honra soy simple bachiller y mi vida se mueve lejos de la universidad. Además, tampoco es tan grave, dirá cualquiera, un errorcillo en un comentario discográfico. Cierto, no lo es. Admítaseme, a lo menos, que es un mal síntoma. Pero es que, a lo más, no es el único errorcillo. En el libro-disco del Ensemble Durendal y sin pasar de la primera página el lector interesado se tiene que tragar que el padre de Cervantes era aficionado a la música y diestro en la vihuela, ¡cuando estaba rematadamente sordo desde la infancia según todos los testimonios! O que Miguel era pariente de un Álvaro de Cervantes, maestro de capilla en Córdoba, cosa que el propio Rodríguez Marín, editor de los documentos que dan origen al supuesto, negó al colocarlo entre “los Cervantes cordobeses que no son parientes del autor del Quijote”. Quizá piense J. J. Pastor que así da más honra y gloria al homenajeado, como los milagros que los devotos se inventan para canonizar cuanto antes a alguien. Quizá piensen otros que un comentario discográfico no es un trabajo científico, aunque sean doctores cervantistas quienes lo firmen. En todo caso, habría que recordarles aquel axioma enunciado ya en 1792 por el licenciado (en alguna universidad apócrifa, dado el talante del personaje) Francisco Agustín Florencio, precursor de la musicología científica: “En suposición de tocar, mejor es tocar bien que tocar mal.”

A lo de tocar mejor o peor quizá lleguemos al final, pero antes convendrá analizar otro aspecto importante previo a la interpretación: los criterios de selección de un programa que pretende “reconstruir el universo musical del Quijote”. Reconozco que, a pesar de que el mundo sonoro del Quijote es variadísimo, no resulta sencillo encontrar en el repertorio de entonces conservado (escrito u oral) hasta hoy las músicas a las que él hace referencia. De todas maneras se detecta en los intérpretes una notable pereza a la hora de indagar y profundizar en la letra y el espíritu cervantinos, lo que les obliga a echar mano de cualquier cosa que tengan cerca, buscando justificaciones a posteriori y abusando de los contrafacta, o sea, músicas de cualquier procedencia aplicadas a textos cervantinos. Pondré una prueba de esa desidia: casi al final de la novela (II-62) don Quijote, al que conocemos ya como cantor y tañedor de vihuela, afirma que sabe cantar estancias del Orlando furioso, algo bastante coherente e, incluso, definitorio del personaje. A cualquier lector curioso le gustaría escuchar a don Quijote cantando a Ariosto. Pero ¿dónde podremos encontrar esa música ariostesca para ilustrar el pasaje? Bien cerca, en la Silva de sirenas (Valladolid, 1547), de Enríquez de Valderrábano, de donde unos y otros intérpretes entresacan otras músicas que ni de refilón tienen que ver con el asunto. La pieza se titula Ruggier, qual sempre fui, recoge versos de la octava 61 del canto XLIV del Orlando y está escrita para vihuela y una voz que, además, por tesitura cuadra con la de nuestro héroe. Nada más oportuno, ¿no?. Sin embargo, no figura en ningún concierto o disco de los muchos que se han hecho este año. La razón es simple: tampoco está en ninguno de los estudios rancios y menos rancios publicados en el último siglo, de los que los intérpretes dependen casi por completo, aunque después se olviden de citarlos. Resulta muy fácil alardear de “profundas investigaciones” para impresionar a un auditorio poco preparado, pero son menos vistosas las horas de silencio, lectura, búsqueda y reflexión.

De los criterios de interpretación no hablaré en este momento por no alargar demasiado este escrito y por no invadir el terreno de los críticos profesionales. Aunque todo el proceder reseñado y sus resultados no me gustan, como es evidente, no diría esta boca es mía, si no tuviera otras razones. Si compro un producto como los mencionados y percibo semejantes fallos y, por qué no decirlo ya, fraudes, intento aprender para no equivocarme en la siguiente ocasión. Pero no es ese el problema del que hablo ahora: un asunto de consumo por el que pueda reclamar en la tienda y exigir la devolución del precio. Me siento defraudado fundamentalmente como ciudadano, porque todos estos conciertos, disco-libros, etc. existen gracias a cuantiosas subvenciones estatales, autonómicas, provinciales, locales y hasta de barrio, sin contar las entidades privadas de todo tipo que desvían sus impuestos –legalmente, eso sí–  aportándolos a estos eventos y no a otros que quizá fueran más beneficiosos para la comunidad. En la parte más importante son los cargos políticos institucionales los encargados de distribuir esos fondos y, por tanto, responsables ante el ciudadano (ya sé que es una ilusión, pero…) del mal uso de los mismos. Durante los últimos lustros, sobre todo desde el famoso “Quinto Cementerio”, se han montado enormes tinglados en torno al Tratado de Tordesillas, Felipe II, Carlos V, Isabel la Católica, etc. y los que se vislumbran en el futuro inmediato. Pero para desgracia de los ciudadanos los músicos “históricos” en general no han correspondido con su buen hacer a los medios que se han puesto a su disposición. En el tinglado de la antigua farsa se ha desatado la guerra de la caza de subvenciones, conscientes de que quienes reparten el pastel son completamente ignorantes e incultos en estas (y otras) materias, que siempre preferirán los proyectos con más ruido a los proyectos con más nueces y que, tal como está el negocio, sin subvenciones no se puede hacer nada. Soy consciente de que mis apreciaciones suenan fuertes. Estaría encantado de que quienes ven las cosas de otra forma expusieran sus argumentos basados en datos, de modo que se plantease una sanísima discusión en torno a un asunto al que parecemos habernos acostumbrado, pero cuya gravedad aumenta cada día.

Aunque parezca mentira, al final de la novela (II-70) también don Quijote mostró su preocupación por la pertinencia y oportunidad de unas músicas que había escuchado cantar a un criado de los duques frente al túmulo de Altisidora: “–Por cierto que vuestra merced tiene estremada voz, pero lo que cantó no me parece que fue muy a propósito, porque ¿qué tienen que ver las estancias de Garcilaso con la muerte desta señora?” La respuesta del músico predijo mucho de lo que ha ocurrido este año: “No se maraville vuestra merced deso, que ya entre los intonsos poetas de nuestra edad se usa que cada uno escriba como quisiere y hurte de quien quisiere, venga o no venga a pelo de su intento, y ya no hay necedad que canten o escriban que no se atribuya a licencia poética”. Para nuestra desgracia, en ese momento entraron los duques y estorbaron que don Quijote respondiera. Durante todo este año me he estado preguntando cuál habría sido la respuesta del bueno e ingenioso hidalgo.

Pepe Rey

Tras algunas semanas de andar de mano en mano, un lector ocasional decidió remitir el artículo al Coloquio Cervantes, que dirigen y coordinan los profesores A. Robert Lauer y Kurt Reichenberger en la Universidad de Oklahoma, foro de discusión científica muy visitado por los cervantistas en aquellas fechas. La respuesta de uno de los aludidos en el artículo no se hizo esperar y llegó al Coloquio Cervantes el 8 de noviembre de 2005.

Juan José Pastor. Respuesta al Señor Pepe Rey.

Los argumentos defensivos o intentos de explicación del Sr. Pastor no parecieron convencer poco ni mucho a PR, que se creyó en la necesidad de puntualizar algunos extremos.

PR. Carta al Coloquio Cervantes (9 de noviembre)


La respuesta del Sr. Pastor llegó al foro al día siguiente.

Juan José Pastor. Fatiga (10 de noviembre)

Visto que el Sr. Pastor no ofrecía las explicaciones debidas, PR remitió al foro una nueva carta, asegurando que sería la última y anunciando un artículo posterior que remataría el asunto en otro lugar ajeno al Coloquio Cervantes.

PR. Carta al Coloquio Cervantes (12 de noviembre)

El Sr. Pastor envió todavía un último escrito, más confuso y menos explicativo aún que los anteriores.

Juan José Pastor. Carta al Coloquio Cervantes (14 de noviembre)

Pasado un tiempo, PR publicó en la revista Hispanica Lyra (7, junio-2008, 22-25) el prometido artículo titulado

«Vihuelas en casa de los Cervantes».





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