Pepe Rey
Conferencia en el curso Los instrumentos musicales tradicionales en España: transmisión y salvaguarda.
Nájera, Escuela de Patrimonio Histórico, 12 julio 2017.
Antes de abordar el asunto que hoy nos ocupa, me interesa que dediquemos unos minutos a reflexionar sobre el concepto y el término tradicional aplicado a la música y a los instrumentos musicales. Seguramente todos pensamos cosas parecidas, pero no idénticas y por eso conviene que nos detengamos un poco a revisar conceptos. Para empezar, no vendrá mal hacer algo de historia, aunque sin irnos demasiado atrás en el tiempo.
En 1947 se creó en Londres una organización llamada International Folk Music Council. A su primera reunión asistieron representantes de 28 países, que eligieron como presidente al compositor inglés Ralph Vaughan Williams. Desde el primer momento hubo una fuerte controversia sobre lo que cada miembro entendía por folk music y, en particular, sobre un adjetivo utilizado con mucha frecuencia: authentic. En 1981 el IFMC se trasladó a la universidad de Columbia, en Nueva York, y a la vez decidió cambiar su nombre por International Council for Traditional Music, que se mantiene en la actualidad. Precisamente mañana mismo se inaugura en la universidad de Limerick (Irlanda) el 44º Congreso del ICTM, que celebrará por todo lo alto sus siete décadas de existencia. Por cierto, lamentablemente la representación española en el evento va a ser algo escasa.
Dentro del ICTM funciona una sección dedicada específicamente a los instrumentos musicales: el Study Group on Musical Instruments, que celebró su asamblea el pasado mes de abril. El SGMI mantiene una publicación con título en latín: Studia instrumentorum musicae popularis.
Notemos de entrada, pues, que en estos niveles institucionales internacionales del primer concepto de Folk Music se pasó al de Traditional Music, que coexiste con el de Musica Popularis. Se trata de términos aparentemente sinónimos, pero da la impresión de que cada uno de ellos presenta aspectos negativos que se quieren evitar. Según mi percepción, lo folklórico parece ya algo anticuado, decimonónico y desprestigiado, y, además, la folk music se ha convertido en un subgénero de música comercial bastante alejado, por lo general, del grupo social que le dio origen. Los intérpretes y consumidores de la folk music no proceden del medio rural, sino de las clases medias urbanas, para los que esta música no tiene otra función que el entretenimiento. Por otra parte, lo popular resulta demasiado amplio y difuso porque siempre provoca la pregunta incontestable ¿qué es el pueblo?, y también la pop music es otro subgénero comercial, plenamente urbano, en el que se interesa la sociología, pero está muy lejos de cualquier tradición secular. Por eso, quizá, se prefiere el término tradicional, pero tampoco él está exento de problemas, porque tradiciones existen muchas y no está claro a cuál o cuáles de ellas se refiere el término. Hay también quien prefiere hablar de etnomusicología y de instrumentos étnicos. Muchas opciones, pues, y ninguna convincente del todo.
De cualquier forma, para empezar nos puede servir como definición aceptable por todos esta: instrumentos musicales tradicionales son aquellos de los que trata el ICTM y su Grupo de estudio sobre instrumentos musicales. Repasando lo publicado en su revista podríamos concretar más, pero de momento nos conformaremos con esto, porque disponemos de poco tiempo. En fin, quizá este comienzo no os haya aclarado mucho, pero al menos espero haberos hecho conscientes de que ahí, en los simples términos, existe un problema.
Ahora os planteo una pregunta sobre la historia de un pequeño detalle de los instrumentos de cuerda, sobre el que seguramente nunca habéis visto nada escrito:
Actualmente en todas las lenguas se llama prima a la cuerda más aguda de los cordófonos de arco (como el violín) o punteados (como la guitarra). Pero ¿cuál fue el primer idioma, al que luego imitaron los demás, en llamar prima a esta cuerda?
Os dejo cuatro posibilidades a elegir. 1. Latín. 2. Castellano. 3. Italiano. 4. Otro.
La respuesta correcta es la 4 y el idioma que puso ese nombre a la cuerda más aguda fue el catalán. Intentaré una explicación muy resumida. En primer lugar conviene señalar que no existe ningún documento anterior a 1500 que llame prima a la cuerda más delgada y más aguda. En los tratados antiguos de teoría musical –en latín o griego, por supuesto– esa cuerda era la última, porque en música, como sabréis de sobra, siempre se ordenan los sonidos comenzando por el más grave hasta el más agudo. Por tanto, en una ordenación según ese criterio, la primera cuerda siempre sería, en todo caso, la cuerda más grave. Eso ocurría solo en la tradición que de momento llamaremos culta o erudita para entendernos, la de los que tenían estudios y sabían escribir en latín. Pero existían entonces y existen ahora otras tradiciones culturales. De hecho, las diferentes culturas de cada región geográfica europea con lengua propia y un sistema oral de transmisión de conocimientos tenían cada una su manera particular de llamar a las cuerdas. A la más aguda, en concreto, los franceses la llamaban la chanterelle, los italianos, el canto o el soprano, los alemanes Kleinsangsait –algo así como ‘pequeña cuerda cantora’–, etc. En las tradiciones culturales de las clases populares, generalmente analfabetas, la manera de poner nombres a las cosas –y también a las personas– no suele consistir en clasificarlas por los números o por las letras del abecedario –eso lo hacen los sabiondos que saben leer, escribir y las cuatro reglas–, sino por alguna característica que resalte, un mote o un epíteto. Y resulta que hay dos lenguas en las que prima significa –o significaba hace algún tiempo– ‘delgada’ o ‘delicada’. En castellano hemos conservado el sustantivo primor y sus derivados, aunque el adjetivo cayó en desuso en el siglo XV. En el lenguaje gremial, artesanal, se conservó durante mucho tiempo la denominación de “maestro de obra prima” u “oficial de obra prima”, para designar a los especialistas en los trabajos delicados de cada oficio. En catalán, sin embargo, aún se conserva ese significado: primo significa ‘delicado’ o ‘delgado’. Fue el catalán la lengua que llamó prima a esa cuerda, no por ser la primera, sino por ser la más delgada. ¿Cómo llegó a extenderse a todas las demás lenguas? Intentaré una explicación rápida.
Durante el siglo XV el arte de la violería se desarrolló enormemente en los reinos de Aragón –con Cataluña incluida– y Valencia. Los tratados académicos de música no dicen nada sobre ello, porque rara vez hablan sobre los instrumentos y menos aún sobre su construcción. Por eso, apenas podemos recurrir a documentos escritos. La iconografía resulta mucho más elocuente y ha sido estudiada con detalle. Aquella fue la época y aquel el espacio geográfico en que se produjo el perfeccionamiento de las vihuelas de arco y de mano Paralelamente se formaron allí excelentes tañedores tanto de arco como de pulso. Esa época coincide con las campañas y las conquistas de Alfonso V de Aragón (1396-1458) en Italia, que provocaron intercambios personales y culturales entre las dos orillas -ibérica e itálica- del Mediterráneo. Los violeros y tañedores valencianos, aragoneses y catalanes llevaron a Italia sus novedosos instrumentos y con ellos el nombre de prima para la cuerda más aguda. Pero cuando sus colegas italianos lo aceptaron en su jerga gremial, consecuentemente pasaron a llamar segunda, tercera, etc. al resto de las cuerdas, porque para ellos prima significaba ‘primera’. De este modo tan natural se originó en Europa una especie de inversión copernicana en la denominación de las cuerdas, de modo que la que hasta entonces era la última, pasó a ser la prima.
Tal cosa ocurría en los círculos de violeros y tañedores, que no producían escrito alguno, sino que transmitían sus saberes oralmente. Los violeros y los tañedores solo generaban documentación escrita cuando trabajaban para las clases pudientes, que apuntaban sus nombres en los recibos de pagos y documentos semejantes. Para todo lo demás se movían en un mundo que no escribía lo que hacía. Mientras tanto, en la tradición escrita de los círculos que provisionalmente seguiremos llamando cultos, las cuerdas se llamaban por números y, dado que las encordaduras más habituales tenían cinco órdenes –dobles en el laúd y simples en la vihuela de arco– la más delgada era llamada quinta. Poco a poco, sobre todo a través de los impresos de música práctica difundidos gracias a la imprenta, los que escribían sobre música fueron haciéndose eco del cambio de nombres producido en Italia, pero esto ocurrió de modo gradual y no en todas partes a la vez. El resultado un tanto caótico y disparejo producido por la variedad de tradiciones queda reflejado casi dramáticamente en una página del Sintagma Musicum (1618), de Michael Praetorius, en la que el sabio autor quiere dar noticia de los nombres que reciben las cuerdas del laúd en cada país. Representa el momento en que las tradiciones locales ancestrales iban desapareciento borradas por la normalización que ofrecían los tratados de laúd, viola o guitarra impresos primero en Italia, luego en Francia, etc.
Según los datos que conocía Praetorius, en Italia y Francia llamaban canto, soprano o chanterelle a la cuerda más delgada del laúd. En Inglaterra y los Países Bajos su nombre era prime, mientras en Alemania era quint o Quintsait. Aún se usa en Alemania el nombre secular de Quintsait (‘quinta cuerda’) para la cuerda más delgada del violín ¡que solo tiene cuatro cuerdas!
La historia de la prima nos conduce a una reflexión de más largo alcance. Durante muchos siglos convivieron en Europa dos estratos o complejos culturales, o sea, abreviando, dos culturas casi tan refractarias entre sí como el agua y el aceite. Una, la cultura oficial, la de los que tienen el poder político, económico, religioso y “cultural” (entre comillas), es decir, la cultura de la nobleza, la alta burguesía y el clero, que se expresaba y transmitía conocimientos por medio de la escritura. Precisamente conocemos bastante bien esta cultura a través de esos documentos escritos elaborados en las cortes, los monasterios, las universidades, etc. Pero paralelamente la mayor parte de la población era analfabeta y vivía en otra cultura, esta ágrafa, que transmitía sus saberes oralmente y que, por definición, no ha dejado documentos escritos. A este medio cultural pertenecían los constructores y tañedores de instrumentos musicales, no solo de los instrumentos que ahora podemos considerar tradicionales, sino prácticamente de todos. Por eso desconocemos casi por completo los nombres, las fechas y los lugares donde se produjeron los importantes inventos y modificaciones técnicas que fueron perfeccionando el instrumentarium europeo. Algunos han llamado a esta cultura pagana, porque en su mayor parte se asentaba en el pagus, que en latín significa ‘campo’, pero también gran parte de la población de las ciudades vivía casi ajena a la cultura oficial escrita. La única posibilidad actual de conocer esta cultura popular, ágrafa, pagana, tradicional o como prefiráis llamarla, es a través de los detalles que, por una razón u otra, han quedado registrados esporádicamente en los documentos y monumentos producidos por la cultura oficial. Pero, claro, eso es tanto como querer conocer a alguien por lo que de él cuentan sus enemigos. De hecho, conocemos muchos de los aspectos de la cultura popular gracias a las prohibiciones que durante siglos han promulgado los poderes civiles o religiosos. Sirva un ejemplo: sobre la brujería sabemos solo lo que han querido contar los inquisidores desde su particular punto de vista represor. Conviene ser cautos, por tanto, y afinar el análisis crítico antes de dar por buenas las informaciones que la cultura oficial nos da sobre la otra, la que nos interesa en este momento, llamémosla tradicional, popular o como queramos. Tal es el problema que se nos plantea con los instrumentos tradicionales, porque hasta fechas muy recientes todos los datos, sin excepción, que tenemos sobre ellos, incluidas las representaciones plásticas, nos llegan suministrados por fuentes generadas por la otra cultura, la oficial.
Entre los varios autores que han estudiado este apasionante asunto de la historia cultural europea –Peter Burke, Paul Zumthor, Carlo Ginzburg y otros, cada cual con sus matices– me quedo en este momento con el ruso Mijail Bajtin (1895-1975), cuya obra La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (Madrid, Alianza, 1987) es imprescindible para los interesados en cualquier asunto relacionado con la tradición popular y también, por supuesto, en los instrumentos musicales tradicionales, aunque apenas se mencione alguno en el texto. Frente a los posibles términos tradicional o folklórico Bajtin prefiere hablar de la cultura popular carnavalesca, porque su expresión genuina se manifiesta en los modos característicos del Carnaval. En un pasaje de su libro Bajtin compara la coexistencia de las dos culturas con la imagen que nos ofrecen las páginas de algunos códices medievales como este.
Romance de Alexander, ca. 1338-44. Oxford, Bodleian Library, MS. Bodl. 264, ff. 51v-52v.
Es un manuscrito que recoge diversas versiones de la vida de Alejandro Magno, pero para lo que me interesa que notéis en este momento resulta indiferente el contenido del códice. Quiero que os fijéis solo en su aspecto visual, porque es una excelente imagen que nos ayuda a entender cómo funcionaron durante siglos las dos culturas de las que estoy hablando. En la parte central de las páginas vemos las imágenes y el texto ‘importantes’. Son la expresión de la cultura oficial, la que ostenta el poder, la que encarga, dirige y paga a los artesanos que elaboran el códice. Pero en los márgenes aparece otro mundo que no tiene nada que ver con el oficial y que se ha colado aquí seguramente gracias al espíritu carnavalesco del copista encargado de la iluminación.
En los remates superiores de la artificiosa arquitectura gótica que enmarca la escena de la vida de Alejandro pintada en la página izquierda unos bellos donceles o doncellas de aspecto casi angelical tañen diversos instrumentos. Podría considerarse que su función aquí consiste en ensalzar con su música al héroe. Aunque no estoy seguro de que sea así, demos por válida esa hipótesis. Pero en las filigranas de los otros márgenes vemos desfilar figuras populares bailando, cazando o realizando acciones diversas que claramente nada tienen que ver con la historia épica que se cuenta en el espacio central de la página. Entre estas figuras también hay tañedores de instrumentos musicales. Por eso, para nuestros objetivos muchas veces serán más interesantes las imágenes de los canecillos y las gárgolas que las de las portadas de las catedrales, o las misericordias más que los grandes paneles de las sillerías y las esculturas de los retablos.
Vamos a poner ya un poco a prueba nuestra perspicacia y nuestra capacidad de análisis con una imagen que habría hecho las delicias de Mijail Bajtin.
Se trata de un grabado de Juan Bautista Morales que se incluye entre los preliminares de la primera edición del Libro de entretenimiento de la pícara Justina, impreso en Medina del Campo en 1605, el mismo año que el Quijote. El grabado no es, ciertamente, una obra prima del género. Conserva aún esa estructura ya anticuada entonces, que separa el centro de la periferia. Pero para nosotros tiene el gran valor de reunir un numeroso conjunto de instrumentos musicales agrupados dentro de una categoría concreta: la vida picaresca. Clasificar los instrumentos tradicionales según las cuatro categorías establecidas por Sachs y Hornbostel (cordófonos, aerófonos, idiófonos y membranófonos) no tiene mucho sentido en este estudio. La tradición popular prefiere agruparlos según las funciones que desempeñan en el medio social que los utiliza: instrumentos pastoriles, militares, femeninos, domésticos, para el baile, etc. Aquí tenemos reunidos los instrumentos musicales propios del entorno de los pícaros, el grupo social al que pertenecía Justina.
El grabado [1] pinta la nave de la vida pícara, que recuerda la famosa nave de los locos, de Sebastian Brant. En ella viajan tres personajes importantes: la Madre Celestina, la pícara Justina y el pícaro [Guzmán de] Alfarache. Justina sostiene en sus manos un pandero cuadrado, en cuyo parche delantero está pintada la frase “Ola que me lleva la ola”, villancico de sabor marinero muy conocido y glosado en la época. Guzmán agita en su mano derecha un aro de sonajas. Los mástiles de la nave son tubos de flauta o gaita, con sus agujeros. En cada uno de los 18 recuadros pintados en los márgenes hay un objeto y una letra. Leyendo estas desde la esquina superior izquierda se completa la frase: EL AXUAR DE LA VIDA PICARESCA. Al menos siete de estos recuadros contienen instrumentos musicales: flauta+tamboril, cascabeles, flauta y chirimía, vihuela de arco, aro de sonajas, gaita de fuelle y campanillas.
A primera vista podría parecer un documento producido directamente en el ámbito de esa cultura popular o tradicional que nos ocupa en este momento, pero algunos detalles nos avisan de que el origen puede que no sea tan simple. Como timonel de la nave actúa la figura alegórica del Tiempo; a sus pies aparece tumbada otra alegoría, la Ociosidad; sobre el palo de mesana se sienta Baco y en las velas están pintadas las diosas paganas Venus y Ceres. Tanta alegoría y tanta mitología clásica son más propias de la cultura letrada que de la tradición oral. La madre Celestina, además, se toca con el sombrero característico de los cardenales de la iglesia romana, detalle que nos descubre un poco uno de los verdaderos objetivos de la obra, que va más allá de contar la vida de una mujer de vida un tanto peculiar.
En la portada del impreso figura como autor el Licenciado Francisco de Úbeda, natural de Toledo, que hace tiempo fue identificado con un médico al servicio del Duque de Lerma. Pero una tradición oral –¡precisamente!– mantenida por los dominicos y recogida por el erudito Nicolás Antonio atribuía la obra a un fraile de su orden. Finalmente hace muy pocos años se ha descubierto el contrato firmado por dos libreros de Medina del Campo, por el que estos compran los derechos de impresión a otra persona que previamente se los había comprado a “fray Baltasar Navarrete de la orden del señor santo Domingo”. En definitiva, La pícara Justina es una parodia escrita por un fraile dominico catedrático de teología, que adopta el tono autobiográfico de una pícara para satirizar y criticar diversos aspectos de la sociedad de su tiempo y en especial de los representantes de la iglesia católica. Un fraile no podía permitirse escribir una crítica abierta, si, aun disimulada tras el disfraz de la parodia, prefirió ocultar su verdadero nombre. Tal es el filtro por el que deberemos pasar cualquier información de este libro antes de aceptarla como válida para nuestro objetivo.
En este caso contamos con una ventaja a favor de nuestros intereses: para que una parodia surta efecto y resulte creíble, debe asemejarse bastante a la realidad que le sirve de modelo. La verosimilitud es un requisito obligado para que el lector crea en la realidad de la historia. Eso quiere decir que algo de verdad tendrá que haber en los instrumentos musicales incluidos en el ajuar de la vida picaresca, aunque la intención del autor no sea exactamente retratar la realidad social de los pícaros, ni menos aún dar noticia exacta y completa sobre su música. Vamos a hacer, pues, un acercamiento iconográfico cauteloso partiendo de estos instrumentos. Para la selección de imágenes me he guiado por un doble criterio: su interés y su belleza. Sin duda, es este el criterio tradicional que guiaba a los artesanos, como dejó expresado el maestro Pedro de Medina, un famoso piloto sevillano, en su Regimiento de navegación (Sevilla, 1552): “Dos cosas deben tener los instrumentos de la navegación: una que sean ciertos y otra que sean polidos. Pues el ser ciertos le es de gran provecho y ser polidos da contento.”
Comenzaremos por el instrumento que tañe Justina y a partir de él, como tirando de una cereza, irán saliendo otros. Ese instrumento era conocido en la época indistintamente como adufe –también adufle y adufre– y como pandero, sin necesidad de añadir cuadrado, porque cuadrado era el pandero por antonomasia, mucho más utilizado que el circular. Era un instrumento de uso casi exclusivamente femenino y estaba siempre asociado a la danza.
En manos de mujeres lo vemos ya en la llamada Biblia de Pamplona (ca. 1200), conservada en la Biblioteca de la Universidad de Augsburgo, aunque en otras escenas del mismo códice aparece tañido por hombres. Señalo esto último por la rareza de la imagen que, como toda excepción, confirma la regla.
Un manuscrito judío, la Haggadah dorada (ca. 1330), perteneciente a la British Library, muestra un dibujo geométrico pintado sobre el parche del pandero. (Recordaré que uno de los amos a los que sirvió Lázaro de Tormes tenía la profesión de pintor de panderos). Más adelante veremos algún otro ejemplo. La miniatura, realizada en Cataluña, guarda bastante semejanza con una imagen inacabada de otro manuscrito copiado en Castilla en fecha muy cercana, el Libro de la Coronación de los Reyes de Castilla.
En ambas escenas el pandero se mezcla con otros instrumentos de cuerda y de percusión. Evidentemente esta última imagen se enmarca en un contexto social oficial nada popular, pero es notable que intervengan mujeres cantando y tañendo instrumentos de percusión en una ceremonia tan importante como era la coronación real. En este caso las dos tradiciones culturales parecen darse la mano.
Resulta de gran interés para nuestro objetivo la visión de los extranjeros que viajaron por España y dejaron pintado y descrito lo que vieron. Muchas veces los ojos extraños ven detalles que los propios ignoran por parecerles triviales y sin interés. He seleccionado algunas imágenes de esta procedencia.
Hace apenas 7 años la Biblioteca Nacional de España (BNE) adquirió un pequeño manuscrito muy poco conocido hasta entonces por estar en manos privadas y que ahora se puede consultar online en una excelente digitalización. Carece de título, por lo que se le conoce como Códice de trajes, pero sus imágenes nos hablan de muchas otras cosas, además de los trajes. Fue elaborado por algún alemán durante el siglo XVI. Los excelentes dibujos a plumilla coloreados recogen costumbres de varios países, comenzando por España. En las dos escenas de danza que he seleccionado el único instrumento que acompaña al baile es el pandero y está tocado por sendas mujeres.
Entre 1572 y 1617 vieron la luz los seis grandes volúmenes de la ambiciosa obra titulada Civitates orbis terrarum. Su director y planificador fue Georg Braun, canónigo de Colonia, que contó con la colaboración de numerosos dibujantes, que viajaron por todo el mundo, y varios grabadores que prepararon las planchas para la edición. La obra tuvo sucesivas reediciones y refundiciones con diversos títulos durante varios decenios, por lo que se conservan bastantes ejemplares, muchos de ellos coloreados a mano. En la colección, desde el primer volumen, aparecieron ciudades españolas y en algunas de ellas el dibujante añadió en los márgenes escenas costumbristas del máximo interés. Creo que está por hacer un estudio a fondo de carácter etnomusicológico sobre los materiales suministrados en estas ediciones referidos a poblaciones españolas. Selecciono algunas imágenes con panderos, siempre en manos femeninas: Sevilla, San Juan del Foratche (sic) y Granada.
En el grupo de danzantes incluido en la lámina de Cádiz, sin embargo, no participa el pandero, pero sí otros infrecuentes instrumentos de percusión, como un par de tambores de apariencia más caribeña que andaluza.
Sorprende en estas imágenes la escasez de instrumentos de cuerda o de viento y la abundancia de los percutidos, y entre estos debemos incluir las manos dando palmas, detalle característico de la música andaluza.
Grupo de mujeres ‘vizcaínas’. En el centro una de ellas tañe un pandero circular, aparentemente sin sonajas, cuyo parche lleva pintada una escena con figuras humanas. No es la única imagen de panderetera norteña, aunque quizá la más sorprendente sea La tondue d’Espaigne, no solo por su drástico corte de pelo, sino también porque el instrumento tiene cascabeles, no sonajas de platillo.
El término sonaja se documenta en la época referido a los cascabeles. La utilización de cascabeles en los panderos y panderetes con sonajas era frecuente en España e Italia, pero no recuerdo haber visto modernamente instrumentos de estas características. En la actualidad son habituales las panderetas como la que tañe esta alegre moza pintada por José de Ribera (Londres, Colección particular).
Durante el segundo cuarto del siglo XVI estuvo trabajando en España el pintor y grabador flamenco Jan Cornelisz Vermeyen. A su mano se debe este grabado moralizante (Burdel español, 1545) que muestra una escena de banquete con cortesanas, muy posiblemente en Granada. El pintor intenta avisar a los amantes de los peligros que corren con las venus españolas. Nuestro interés se dirige al fondo de la escena, donde dos mujeres cantan y bailan al son que les marca el pandero de una tercera.
La presencia del adufe en la iconografía española disminuye notablemente en el siglo XVII y siguientes hasta llegar prácticamente a desaparecer. Es posible que el hecho se deba a que fue adquiriendo mala fama por estar relacionado con los bailes callejeros y las mujeres de vida alegre, como Justina, por ejemplo. Resulta sintomático que Cervantes evite que un personaje suyo tan bailador como la Gitanilla Preciosa toque el pandero, igual que evita que ninguno de sus personajes femeninos taña la guitarra, otro instrumento cargado también de connotacions morales negativas. En esa misma dirección apunta otro grabado de Jan Cornelisz Vermeyen titulado Cortesana española, que reproduce la habitación de una mujer pública, posiblemente en Granada. Al fondo vemos la silueta de una vihuela o guitarra –ambos nombres son prácticamente sinónimos en la época–.
La relación entre la guitarra y las mujeres de mala vida está sugerida en El caballero y la muerte, de Pedro de Camprobín, óleo expuesto en el Hospital de la Caridad, de Sevilla. Una mujer de las llamadas “tapadas de medio ojo”, que poblaban las calles de Madrid y Sevilla a mediados del siglo XVII, muestra que detrás del velo se esconde una calavera. La guitarra es el objeto que se sitúa entre el caballero y la cortesana-muerte, en el territorio de la tentación.
Con mayor claridad aún se ve este nexo en el grabado de Francisco Navarro que ilustra una escena de la vida de san Juan de Dios: Convierte el santo a varias mujeres públicas (1639).
Cuenta el biógrafo Manuel Trinchería que el santo solía visitar la casa pública granadina los viernes, reunía a las mujeres y las sermoneaba a la vez que “sacaba de la manga un Christo crucificado, con la mano siniestra le cogía y empezaba a darse en los pechos recios golpes con la derecha”, etc. En primer plano el dibujante ha colocado una guitarra como signo identificativo inequívoco del grupo de mujeres a las que el santo intenta convertir. Con la misma intención identificadora el dibujante coloca al fondo una cama con dosel totalmente cerrado, para que sepamos la clase de local en que se desarrolla la escena.
Aunque estas connotaciones sociales de la guitarra sean innegables, el reino de la guitarra es mucho más amplio y se extiende a todas las clases sociales. Podemos con todo derecho incluirla entre los instrumentos tradicionales, pero no debemos olvidar que su uso trasciende con mucho los medios populares. Desde 1600 la guitarra generaliza su presencia en toda Europa; casi todos los países la perciben como especialmente típica del pueblo español. En realidad el calificativo de española se lo pusieron los italianos para distinguirla del chitarino, el instrumento medieval en forma de pequeño laúd muy usado en la Italia del Quatrocento. El hecho es que la guitarra se convirtió en símbolo de lo español y por esa razón aparece en la alegoría de Hispania dibujada por Hans von Aachen y grabada por Raphael Sadeler en 1594.
Como suele ocurrir, los tópicos dan lugar a errores y equívocos. El famoso cuadro de Edouard Manet, El cantor español (1860) contiene algunos errores notables.
El personaje retratado –que en realidad era un bailarín que no sabía tocar la guitarra– coge el instrumento al revés, de modo que toca la prima con el pulgar. Es buena muestra de los peligros que presenta la iconografía cuando se usa como base para el estudio de los instrumentos musicales. Siempre es necesario someter las imágenes a una minuciosa crítica antes de dar por buenos los datos que ofrecen.
La iconografía musical es particularmente rica respecto al mundo pastoril, debido al pasaje evangélico que menciona a los pastores de Belén en el momento del nacimiento de Jesús. El anuncio a los pastores o la adoración de los pastores son escenas representadas a millares durante siglos por toda Europa en todos los soportes. Los instrumentos más frecuentes suelen ser flautas rústicas y gaitas de fuelle. Más raramente a las flautas y las gaitas se añade algún otro instrumento, un rabel, por ejemplo, como en este retablo de García del Barco (ca. 1500), del Museo Lázaro Galdiano, que parece inspirarse en modelos bastante reales.
Una de las representaciones más bellas y antiguas de los pastores de Belén está pintada en los frescos del Panteón de Reyes en la colegiata de san Isidoro, de León, de mediados del siglo XII.
El pastor de la izquierda tañe un cuerno y el del centro toca el instrumento que actualmente llamamos flauta de Pan, para entendernos, porque en castellano no está claro cómo era conocido antiguamente. El nombre de siringa, que deriva de la ninfa que da origen al instrumento en el mito griego, es relativamente moderno y de evidente carácter erudito. En muchas fuentes antiguas escritas por gente tan relevante como Alfonso X, Luis de Góngora o Juan Pérez de Moya, aparece mencionado como albogues, pero me resisto a creer que se pudiese llamar ‘albogues’ en ninguna región de la península a la flauta de siete caños. Es uno de los casos más claros de la incomprensión y el desinterés que con frecuencia muestra la cultura letrada cuando trata los hechos de la cultura popular. Las citas a unos instrumentos llamados ‘albogues’ en los textos literarios son muy abundantes, pero casi siempre da la impresión de que quien escribe no sabe de qué está hablando y se limita a repetir un tópico. Caso extremo y que ha inducido a error a muchos –incluido el diccionario de la RAE– es la descripción de los albogues por Don Quijote como “unas chapas a modo de candeleros de azófar”. Parece del todo imposible que jamás se llamase ‘albogues’ en ninguna parte a un instrumento de esas características. Desde luego, en la tradición que ha llegado hasta hoy no queda el menor rastro de ello.
Unos albogues pastoriles pintados con bastante detalle aparecen en el famoso códice de los músicos de las Cantigas de Santa María (cantiga 340, f. 304v), conservado en la biblioteca de El Escorial. Es quizá la única miniatura que muestra a las claras instrumentos tradicionales. El pintor ha colocado un escenario campestre distinto al de todas las demás miniaturas, queriendo reflejar cuál es el ambiente natural de estos instrumentos. La indumentaria de ambos personajes los identifica como pastores. El de la izquierda, además, tiene los carrillos inflados, lo que indica que está usando la técnica de respiración circular característica de la actual alboka vasca, representante último de los viejos albogues, casi milagrosamente conservado por los pastores vascos. Pueden distinguirse bastante bien las diversas piezas que componen el instrumento. El otro parece una sencilla flauta de caña.
Finalizaré esta sección pastoril con un ejemplo muy particular y muy próximo a donde nos encontramos, apenas unos kilómetros al sur. Alrededor del año 1067 el abad del monasterio de san Millán de Suso encargó a un equipo de artesanos locales la fabricación de una arqueta de oro y marfil para depositar en ella los restos del santo fundador con objeto de efectuar su traslado a la nueva iglesia monástica de Yuso. Por desgracia, durante la invasión napoleónica la arqueta fue saqueada y las placas de marfil, arrancadas del soporte, se dispersaron por el mundo.
Este fragmento se conserva actualmente en el Metropolitan Museum de Nueva York. Representa a san Millán cuando, antes de retirarse a la vida eremítica, se dedicaba al pastoreo. La inscripción latina en el arco superior dice: Futurus pastor hominum erat pastor ovium, frase tomada literalmente de la Vita sancti Aemiliani, escrita varios siglos antes (ca. 640) por el obispo Braulio de Zaragoza, que sirvió de guía e inspiración a los decoradores de la arqueta. La Vita continúa diciendo: …et ut mos esse solet pastorum, citharam vehebat secum, ne ad gregis custodiam torpor impediret mentem ociosam … O sea: “Y, como es costumbre de pastores, llevaba consigo una cítara, para que el sueño no impidiese a su mente el cuidado del rebaño mientras descansaba”. En buena ley y por coherencia deberemos, por tanto, llamar cítara al instrumento que porta el pastor Millán, además del cuerno. Seguramente no es el mismo instrumento al que se refería san Braulio en el siglo VII, sino que más bien representa lo que entendían por cithara los monjes y artesanos riojanos del siglo XI.
Pasaron casi dos siglos y en 1240 un monje de Yuso llamado Gonzalo de Berceo reescribió en román paladino y en cuaderna vía la Vida de san Millán, traduciendo el latín de san Braulio y dejándose inspirar a veces también por las imágenes esculpidas en la famosa arqueta, que conocía a la perfección. El pasaje que estamos siguiendo quedó traducido así en verso castellano: [2]
Avié otra costumne el pastor que vos digo,
por uso una cítara trayé siempre consigo,
por referir el suenno, que el mal enemigo
furtar no li podiesse cordero nin cabrigo.
Todavía siglo y medio más tarde, hacia 1385, un pintor anónimo plasmó en un retablo la vida de san Millán, inspirándose en los versos de Berceo y en los demás antecedentes. Las escenas del santo cuando trabajaba de pastor quedan así:
Hay quien, sin explicar por qué, llama a este instrumento cedra, otro término derivado del latín cithara que ya estaba en desuso en el siglo XIV, pero todas las fuentes escritas relacionadas con esta imagen hablan de cítara. Dejemos a un lado los asuntos nominales y vayamos a las imágenes, que son las que ahora nos ocupan preferentemente. Pregunto: ¿podemos afirmar con estos datos en la mano que durante varios siglos los pastores de la sierra de la Demanda utilizaron instrumentos de cuerda pulsada a los que llamaban cítara? O sea, ¿cuál es la relación entre estas imágenes que nos suministra la cultura letrada con la realidad pastoril coetánea? Creo que sería poco científico por nuestra parte deducir una relación directa, porque está bien claro que el origen y la base de todos estos documentos escritos o pintados no es una crónica local, sino apenas una frase del piadoso obispo Braulio, que no pretendía hacer etnología, sino mover a sus lectores a la piedad y a la devoción a san Millán. ¿Cómo era la cítara que, según san Braulio, tocaba el pastor Millán en su juventud allá en el siglo VI? El nombre procede de la lejana Grecia a través del latín, pero resulta imposible saber cómo eran las cítaras pastoriles riojanas en el siglo VI. Tampoco podían saberlo los artistas y escritores que en los siglos posteriores retomaron el asunto. Posiblemente el escultor de la arqueta en el siglo XI y el pintor de las tablas en el XIV se dejaron inspirar en algún instrumento coetáneo llamado cítara. O quizá encontraron alguna imagen útil entre las miniaturas de algún códice de la biblioteca del monasterio. Nunca lo sabremos, pero nos equivocaríamos si concediéramos a estos testimonios –sin duda muy valiosos e interesantes– más valor del que tienen, sin someterlos a una crítica que los despoje de romanticismos y anacronismos innecesarios.
Quisiera todavía retornar al grabado de la vida pícara. Podemos con bastante confianza considerar tradicionales a todos los instrumentos allí representados. Más aún, todos guardan relación con la danza popular, como tiene que ser, puesto que Justina confiesa ser “princesa de las bailonas y emperatriz de los panderos”. Se trata de tipos organológicos bien conocidos y con presencia en la tradición popular: la flauta de tres agujeros con su tamboril –que presenta variantes y nombres distintos en cada región–, los cascabeles, la chirimía, la gaita de fuelle, el aro de sonajas… Sin embargo, se diría que faltan algunos y también que sobra algún otro. Faltan, por ejemplo, la guitarra, a la que ya hemos dedicado alguna atención, y, sobre todo, las castañetas o castañuelas, que, sin embargo, aparecen citadas varias veces en la historia de Justina. Y puede que sobre esa especie de vihuela de arco o violín (por las cuatro cuerdas) dibujado en el recuadro de la esquina inferior derecha, porque quizá resulte difícil encuadrarlo entre los instrumentos tradicionales. Puestos a incluir un cordófono de arco, esperaríamos un rabel más que una vihuela de arco o un violín, que parecen totalmente fuera del espacio que queremos acotar bajo el término y el concepto tradicional. Pero la iconografía de estos instrumentos puede que nos obligue a romper los esquemas o, al menos, abrirlos a otras perspectivas.
Durante los años 1528 y 1529 recorrió la península ibérica un pintor alemán de nombre Christoph Weiditz, que fue dibujando en su cuaderno los tipos que le parecieron más interesantes. El precioso volumen (Trachtenbuch des Christopher Weiditz) se conserva en el Germanisches Museum de Núremberg. A la pluma y los pinceles de Weiditz debemos las mejores imágenes de un grupo étnico muy especial, los moriscos, sobre cuya música se habla a veces con bastante ligereza, porque es más lo que se supone que lo que se conoce acerca de ella. Weiditz pinta una escena de danza de los moriscos que resulta sorprendente por varios detalles.
El atuendo de la bailarina es inconfundible, pero el trío de músicos causa bastante perplejidad. El aro aparentemente metálico percutido por el músico de la derecha no encuentra semejante en ningún instrumento ibérico conocido de entonces (e incluso de después), como tampoco las baquetas curvas del atabalero de la izquierda. ¿Y qué decir de la vihuela de arco del músico del centro? A primera vista tampoco la situaríamos en un medio social morisco, en el que más bien esperaríamos rabeles, laúdes u otros instrumentos de inconfundible raigambre árabe. En consecuencia, no sabemos en qué cuadrícula de nuestros esquemas encajar el testimonio de Weiditz, que, sin embargo, es el documento más claro sobre la música de los moriscos.
Un siglo más tarde en Sevilla un aprendiz de pintor llamado Diego de Silva y Velázquez comienza a hacer sus pinitos y su primer óleo conocido es una escena musical ambientada en un bodegón popular sevillano.
Como ocurre en todos los cuadros de Velázquez desde el primero hasta el último, lo obvio esconde un significado de segundo nivel que el espectador tiene que descubrir. Este cuadro podría estar en el espíritu de la vanitas barroca: la música es un arte pasajero que se esfuma y perece nada más sonar; por eso es símbolo de la caducidad de esta vida. El objeto que nos remite a este significado es ese cuchillo extrañamente clavado en un tajo de madera, que hace las veces de un reloj de sol. Pero, dejando a un lado ahora los posibles sentidos morales de la obra, es innegable que la escena se sitúa en un espacio popular, en el que el violín parece moverse tan cómodamente como las guitarras. Ya hemos visto que la guitarra es un instrumento polivalente que actúa tanto en la cultura letrada como en la tradición popular. Quizá debamos considerar al violín de modo semejante. No es este el único dato que lo sugiere.
Imagen perteneciente a la Colección de trajes de España, de Juan Carrafa (Madrid, 1825). Las clásicas estudiantinas fueron agrupaciones musicales que podemos considerar bastante tradicionales, a pesar de moverse en los medios universitarios. Desde el punto de vista tímbrico mantuvieron durante mucho tiempo una sonoridad muy antigua, que reunía flauta, violín, bandurria, guitarra, contrabajo y pandereta. El picaresco estudiante Pedro Saputo (1844), por ejemplo, formó parte de una tuna que contaba con violín, vihuela, pito y pandereta, sin bandurria ni otro instrumento de púa. Los ingleses llamaron a este tipo de conjuntos broken consort, conjunto ‘roto’ o ‘partido’, por la combinación de instrumentos dispares. Semejante modelo de agrupación se mantuvo en España hasta los finales del siglo XIX. Hacia 1870 un guitarrero madrileño –quizá José Campo y Castro– inventó y puso a la venta un instrumento semejante a la bandurria pero más grave, al que denominó ‘nuevo laúd’ o ‘laúd-lira’. El invento tuvo éxito inmediato, se difundió y rápidamente arrinconó y acabó por expulsar de las estudiantinas al violín, la flauta y el contrabajo, convirtiendo a estos grupos en ’mono-tónicos’, solo de pulso y púa, mucho menos interesantes y más pobres tímbricamente que las estudiantinas tradicionales hasta ese momento. Podría decirse, pues, que el llamado ‘laúd español’, que muchos de vosotros consideraréis instrumento tradicional, fue en realidad un invento novedoso de hace poco más de un siglo, que destruyó una tradición popular antiquísima, representada más propiamente por el violín. La vida tiene muchas veces estas contradicciones.
[1] Para un análisis detallado de este grabado y para otros muchos aspectos de La pícara Justina es muy recomendable la consulta de los artículos incluidos en el catálogo de la exposición El axuar de la vida picaresca. IV Centenario de la edición de La pícara Justina (Medina del Campo, 1605). Medina del Campo, Museo de las ferias, 2005.
[2] Gonzalo de Berceo, La vida de San Millán de la Cogolla. Ed. de Brian Dutton. Londres, Támesis, 1984. Vol. I, p. 287, estrofa 7. Un ms. citado en el aparato crítico escribe çitola.