Laúd (I). Cordófono pulsado formado por una caja de contorno periforme y fondo ventrudo compuesto por costillas (también llamadas duelas), mástil con trastes a distancia de semitono y clavijero angulado con clavijas laterales. En la tapa suele llevar uno o varios rosetones.
En los escritos sobre Organología se utiliza el término, sobre todo en plural, para designar genéricamente a los cordófonos compuestos, concepto que agrupa a todos los instrumentos que constan de clavijero, mástil y caja diferenciados, entre los que se clasifican, por ejemplo, la guitarra o el violín. Tal uso, quizá excesivamente amplio, es consecuencia de la adaptación al español de la terminología de C. Sachs y E. Hornbostel (1914) y puede con frecuencia dar lugar a confusiones, por lo que debe ser tenido en cuenta.
I. ETIMOLOGÍA. HASTA 1500. Del árabe ‘ud, “madera”, precedido por el artículo al. Corominas (1954) explica la formación y evolución del término en español por la percepción de un sonido intercalado, que originaría el castellano “alaúd” –paralelo al portugués “alaúde”– utilizado por Juan Ruiz en el Libro de Buen Amor (ca. 1330) y la posterior pérdida de la primera vocal. Como curiosidad deben citarse las etimologías propuestas por Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española (Madrid, 1611), recogidas a su vez por el primer Diccionario de la Lengua Castellana (Madrid, 1732) de la Real Academia Española o Diccionario de Autoridades. La primera, del latín laudare “porque a su son se cantaban las hazañas de los Reyes y Héroes”. La segunda, del griego halieut, barquilla de pescadores, basándose en el epigrama del emblema “Foedera” incluido en el Emblematum libellus (Augsburgo, 1531), de Andrea Alciato, emblema que se hizo particularmente famoso y provocó la aparición del laúd en no pocas obras de arte. En tercer lugar señala que “Diego de Urrea dice ser arábigo”.
La mención castellana más antigua se documenta en La Historia de la Donzella Teodor, episodio de Las mil y una noches (en la versión más difundida corresponde a las noches 269-280 y se titula Historia de Tawaddud, la esclava) traducido y adaptado del árabe ca. 1250: “Aprendí tañer laúd e cannon e las treinta y tres trobas”. En fechas bastante anteriores, sin embargo, el ‘ud árabe era ya conocido y apreciado en los reinos cristianos peninsulares. Ya a comienzos del s. XI el conde castellano Sancho García (995-1017) mantenía un grupo de danzarinas y cantoras musulmanas, algunas de las cuales tañían el ‘ud, según atestigua Ibn Bassam en su Dahira. Otro cronista árabe, Ibn Hayyan, cuenta cómo a raíz de la conquista de Barbastro (1064) entraron en los territorios cristianos varios miles de esclavas diestras en la música y la danza. Algunas fuentes cifran en siete mil el número de esclavas que llegaron hasta el emperador de Constantinopla. Ibn Hayyan precisa que solo el duque Guillermo VIII de Aquitania, padre del primer trovador provenzal, se llevó mil quinientas de estas muchachas para su servicio. Por eso puede afirmarse que el laúd llegó a los otros países europeos principalmente a través de los reinos peninsulares, aunque hubo otras vías de penetración, como Sicilia y los contactos establecidos en las cruzadas.
En algunos ejemplos iconográficos de los ss. IX-XII se ha creído intuir la presencia de laúdes: frescos de San Miguel de Lillo (ca. 850), Beato de San Miguel de Escalada (ca. 926), capitel “de los músicos” de la catedral de Jaca (ca. 1050) (González, 1999). Aunque el esquematismo de las representaciones no permite mucha precisión, todo lo más que puede afirmarse es que se trata de laúdes en el sentido genérico, es decir, cordófonos compuestos, posibles derivados de instrumentos practicados en la península antes de las invasiones árabes, pero que tienen que ver muy poco con el instrumento que a partir del ‘ud conocerá un importante desarrollo posterior. Del último tercio del s. XIII son las miniaturas de las Cantigas de Santa Maria (Bibl. Escorial, b-I-2), que muestran que por entonces el instrumento árabe ya había sido integrado en los medios cristianos. Tres laúdes aparecen en este códice (figs. 1 y 2), uno en la otra colección escurialense de cantigas (T-I-1) y dos más en el Libro del Axedrez (T-I-6) (figs. 3 y 4), producido también en el taller alfonsí. Dentro de una semejanza general, los tamaños varían de mediano a grande, el contorno de la caja oscila entre casi circular y periforme, y el número de clavijas y cuerdas va de siete a once. De todo ello se podría deducir un laúd medio de unos 55 cm. de tiro, encordado con cuatro órdenes dobles y uno simple. En el Libro del Axedrez aparecen una tañedora mora (fig. 3) y un tañedor cristiano (fig. 4), lo que plantea el problema de hasta dónde el instrumento se había modificado al introducirse en las prácticas musicales de los reinos del Norte. Los dos ejemplares representados en esta fuente parecen estar provistos de trastes –si las líneas trasversales en el mástil no son simples adornos–, en cuyo caso serían las primeras muestras de una transformación importante que diferenciaría al instrumento “cristianizado” de su antecesor árabe. Como hipótesis fiable puede afirmarse que el uso de trastes en el laúd se generalizó en el primer cuarto del s. XIV, aunque en otros cordófonos de las miniaturas de las cantigas ya son claramente visibles. Corominas (1954) hace notar que la palabra “traste” aparece por estas fechas en el castellano, importada del vocabulario naval valenciano: “trasts” son los bancos que cruzan tranversalmente una embarcación para que se sienten los remeros. Nótese, además, que el catalán “llaüt” designa tanto al instrumento musical –así lo emplea Ramon Llull en el Libre de Contemplació de Déu (1273)– como a una pequeña embarcación tradicional del Mediterráneo. El Arcipreste de Hita lo califica de “corpudo”, aludiendo quizá tanto a su aspecto como al tamaño habitual, aunque, a juzgar por las representaciones en las artes plásticas, los laúdes de los ss. XIV y XV se construían en tamaños variados, pero nunca excesivamente grandes. Pueden estudiarse ejemplares diversos en las esculturas de varias portadas góticas de esta época: catedral de Burgos, catedral de León, catedral de Pamplona y parroquia de La Hiniesta (Zamora) (González, 1999). Son muy abundantes en la pintura gótica sobre tabla de los reinos de Aragón y Valencia (fig. 3). J. Ballester (1990) ha contabilizado 78 representaciones en los retablos marianos tardomedievales, en los que es con diferencia el instrumento pintado más veces. El término “lahut guitarreny” o “guitarrench” –citado varias veces en documentos de la Corona de Aragón entre los años 1371-79 (Gómez Muntané, 1979)– debe de referirse a modelos pequeños, de tamaño intermedio entre el laúd y la guitarra. Esta es descrita por J. Tinctoris (ca. 1436-1511) como “un laúd pequeño”. La segunda parte del muy citado verso del Arcipreste, “que tiene punto a la trisca”, es interpretada por la generalidad de los editores como “que hace sonar la melodía de la trisca”, considerando a esta última como una danza de la época, lo que no está atestiguado por ninguna otra referencia coetánea. Quizá sea más exacta la interpretación “que suena en medio del bullicio”. Hacia 1338 el Poema de Alfonso XI pone al laúd en manos de los juglares y lo califica de “estromento falaguero” (= ¿halagador, agradable?). Es mencionado también por el Arcipreste de Talavera y por varios poetas del siglo XV –Alfonso Álvarez de Villasandino, Gómez Manrique, Suero de Ribera, Rodrigo Cota, Fernán Ruiz, Pero Guillén de Segovia, Juan del Encina o los anónimos autores de la Questión de Amor y de un poema del Cancionero de Baena–, de donde puede deducirse un uso bastante extendido en los medios cortesanos. “Flautas, laúd y vihuela / al galán son muy amigos”, dirá Suero de Ribera. Y, en efecto, llaüt, arpa, mija viula y flautes están presentes en una escena cortesana del Tirant Lo Blanc, de J. Martorell (Valencia, 1490).
Comúnmente los laúdes utilizaban cuerdas de tripa de carnero, material del que también se hacían los trastes. Durante los siglos XIV y XV los laúdes constaban de cuatro o cinco órdenes, formado cada orden por dos cuerdas, salvo el más agudo, la prima, que solía ser simple. En los registros de la corte napolitana de Alfonso el Magnánimo (1394-1458) figuran varios encargos a Valencia de “cordes de laut, primes e bordonets”. Ningún escrito español habla del encordado, temple o afinación del laúd, pero el compositor y teórico flamenco Johannes Tinctoris, que trabajó al servicio del Magnánimo y de su hijo, en su De inventione et usu musicae (ca. 1487) describe un temple por cuartas, salvo entre los órdenes 3º y 4º, distantes una tercera mayor, o sea: 4-3-4-4. La ampliación hacia el grave de otro orden afinado una cuarta más abajo –lo que debió de generalizarse en los últimos decenios del s. XV– daría como resultado el encordado y temple practicados en toda Europa durante el s. XVI hasta la añadidura de nuevos órdenes a finales del mismo.
Durante los siglos bajomedievales el laúd era tañido por los mismos juglares y ministriles –llamados “de cuerda”, “de péñola” y “de pluma” o “de corda” y “de ploma” en catalán– que manejaban también otros instrumentos punteados como la guitarra e, incluso, instrumentos de arco. Por eso el famoso Rodrigo de la Guitarra es mencionado como “sonador de lahut” en un documento de 1417 de la corte aragonesa (Gómez, 1979). Como “juglar de lahut” figuran en fechas anteriores Bernat Bardines (1352), Jacme Salandi (1353-4), Galvany de Ramón (1360) y Jaquet de París (1379) (Descalzo, 1990). Con frecuencia los tañedores de cuerda se constituían en “coplas” (copulae) de dos o tres músicos, que ejercían distintos papeles: el tenorista tañía la melodía de una canción o danza conocidas o las series de acordes de un ostinato, mientras el discantor improvisaba contrapuntos. Algún recuerdo de este estilo ha quedado en las primeras ediciones italianas para laúd –particularmente en el libro de laúd de Joan Ambrosio Dalza (Venecia, 1508)–, así como en el Cancionero Musical de Segovia. Se hicieron famosas algunas coplas de tañedores de cuerda, no sólo en las cortes peninsulares, sino en lugares más lejanos. El viajero Pedro Tafur en su Tratado de sus andanças e viajes (1439) dio cuenta de haber visto en Borgoña a dos ciegos tañedores castellanos, Juan Fernández y Juan de Córdoba, elogiados por el poeta Martin Le Franc y, según el testimonio de este, envidiados por Dufay y Binchois. Más sorprendente es aún el caso de Juan de Sevilla, registrado en las cortes castellana y aragonesa ca. 1320, al que Tafur encontró en Constantinopla empleado como trujamán del Emperador, porque le “cantava romances castellanos en un laúd”. De todos estos datos se deduce el importante papel desempeñado por los tañedores castellanos y andaluces –así lo dan a entender los apellidos– en la difusión no solo del instrumento, sino también del estilo aparejado al mismo. Algunos documentos apuntan a una duradera influencia de los músicos de Al-Andalus reducido por entonces al reino de Granada e, incluso, después de la conquista. Se sabe, por ejemplo, –gracias a que el documento fue publicado por fray Jayme Villanueva en el vol. XI de su Viaje literario a las Iglesias de España (Valencia, 1820)– que hacia 1496 un moro de Granada, “de nombre Fulan, digno de alabanza entre los guitarristas hispanos” según el manuscrito que copia su pequeño tratado, enseñó el arte de tañer el laúd a Jacobo Salvá, monje dominico barcelonés, que a su vez se lo comunicó al benedictino Miguel de Castellanis y este a su compañero David de Natho. En la misma dirección se puede señalar la presencia en el libro de laúd del milanés J. A. Dalza (Venecia, 1508) de varias Calate alla spagnola junto a una pieza titulada Caldibi castigliano, que no es sino una elaboración instrumental de la canción árabe Calvi vi calvi, calvi arabi, parcialmente recogida por Francisco Salinas en su tratado De Musica (Salamanca, 1577). Algunas de estas calate no son sino desarrollos en la forma de diferencias que será característica de los vihuelistas españoles del s. XVI. Más aún, una calata de Dalza se basa en el esquema armónico de las “vacas”, que tan abundantemente será empleado en los impresos españoles para vihuela, y guarda algunas notables semejanzas con las famosas diferencias de Luis de Narváez (El Delphín, 1536). La aparición de este repertorio en Italia a comienzos del siglo sólo puede explicarse por una transmisión desde la Península Ibérica por medio de instrumentistas, que a su vez mantenían todavía cierta influencia de los laudistas árabes.
II. DESDE 1500. Desde mediados del siglo XV el laúd, como sus congéneres la guitarra y la vihuela, fue abandonando el modo de tañido con plectro y abriéndose a las posibilidades polifónicas por la técnica de los dedos. Tras la adopción de los trastes, este segundo cambio técnico marcó una distancia ya definitiva con el ‘ud árabe. El proceso debió de requerir bastantes años hasta generalizarse. Como la vihuela había seguido una evolución similar al laúd, resultó que a principios del s. XVI ambos instrumentos presentaban idénticas funcionalidades prácticas: seis órdenes dobles a distancias de cuarta salvo una tercera mayor en el centro. Ello significó que en la práctica un tañedor podía utilizar uno u otro instrumento, sin cambiar nada de su técnica y sin que el resultado sonoro fuera apenas distinto. ¿Por qué, pues, se publicaron en España siete libros específicamente para vihuela y ninguno para laúd, a la inversa que en el resto de Europa? ¿Por qué en ninguno de estos libros se hace referencia al laúd, en el que también podría tañerse la cifra contenida en ellos? Para esto último puede haber una respuesta clara: porque todo el mundo sabía que el concepto “vihuela” incluía al instrumento laúd. Pero la ausencia del laúd en las fuentes musicales españolas y, por el contrario, su presencia en los documentos de archivo, los escritos literarios o las artes plásticas no acaba de encontrar una explicación totalmente satisfactoria. Con frecuencia se ha lanzado la hipótesis de que el laúd tenía connotaciones moras que lo hacían sospechoso en una sociedad obsesionada por la limpieza de sangre. Pero esta hipótesis se contradice con la abundante presencia del laúd en la iconografía –precisamente– religiosa frente a las escasas representaciones de vihuelas de mano. Lo contrario de la mencionada hipótesis se deduce de una escena del Quijote (Parte II, cap. XLVI), en la que el propio hidalgo manchego, prototipo del caballero “sin mancha”, pide un laúd para rondar a su enamorada Altisidora. Nadie parece encontrar extraña la petición, sino todo lo contrario, pero a la noche en el aposento de Don Quijote aparece una vihuela, lo que tampoco provoca ninguna reacción en el caballero ni parece esconder intención particular por parte de Cervantes. “Templando está un laúd o vihuela”, se dice en otro momento del Quijote. Al parecer, en el lenguaje habitual e, incluso, a veces en el más técnico el término “vihuela” podía aplicarse con propiedad al laúd. En otra obra famosa, La Celestina, de Fernando de Rojas (1499), Calisto mitiga su tristeza tañendo un laúd y Celestina comenta que “hace aquella vihuela hablar”. Lo mismo se deduce de un chiste de Lucas Hidalgo en sus Diálogos de apacible entretenimiento (Barcelona, 1606): “Cuando al cabo del Evangelio se dice ‘Laus tibi, Christe’, decía [una vieja rezadora]: ‘Laúdes tiene Cristo, vigüelas tiene el Señor para la música de su gloria». El propio Juan Bermudo en su Declaración de instrumentos (Osuna, 1555) habla de la “vihuela de Flandes” para referirse al laúd habitual en los Países Bajos. La relativa confusión terminológica que afecta al laúd se acentúa en algunas traducciones como el Libro de las propiedades de las cosas (Toledo, 1529), libro XIX, cap. CXLIII, que afirma: “El laúd fue primero hallado de Ysis, reyna de Egipto e por esto fue así llamado…” (?). Sólo se trata de una errada traducción, de Fr. Vicente de Burgos, de la enciclopedia De propietatibus rerum, de Barthomaeus Anglicus (s. XIII), que originalmente no se refiere al laúd, sino al sistro egipcio: “Sistrum est instrumentum musicum, sic ab inventrice vocatum…” De modo parecido los humanistas no encuentran término latino equivalente. Nebrija en su Vocabulario español-latino (Salamanca, ¿1495?) emplea “testudo”, usado en toda Europa y aceptado por el Tesoro de S. de Covarrubias (1611), pero otros prefieren el más pedestre “lambutum” o el genérico “cythara”. María de Zayas, en La fuerza del amor (Zaragoza, 1637), lo utiliza en femenino, “esa laúd”, coincidiendo con usos que se han mantenido en el lenguaje popular. En el s. XX la primera edición que dio a conocer ampliamente el repertorio vihuelístico fue Les Luthistes espagnols du XVIème siécle (Leipzig, 1902), de Guillermo de Morphy, que con su título contribuyó a la ambivalencia terminológica, ya por entonces acentuada por la existencia de un nuevo instrumento llamado también “laúd”, pero que no tenía nada que ver con el antiguo laúd ni con la vihuela.
Frente a la hipótesis que supone al laúd en entredicho entre la sociedad española por sus connotaciones moras se alzan también los datos suministrados por la literatura. En ella la presencia del laúd no sólo es numerosa, sino cualitativamente positiva (Rey, 1997). Suele aparecer en manos de caballeros y gente de alcurnia y en escenas domésticas, solitarias, nocturnas y melancólicas, como las citadas de la Celestina y el Quijote. El propio Cervantes en La Galatea (Alcalá, 1585) describe a Silerio «una noche en un retirado aposento, sólo de un laúd acompañado», y a un cautivo, cuyo «solo descanso que tenía era entretenerme lamentando mis penas, cantándolas o, por mejor decir, llorándolas al son de un laúd». En varias novelas cortesanas de Alonso de Castillo Solórzano y Jerónimo de Contreras se repiten situaciones parecidas, a las que suele añadirse el tópico de que la necesaria afinación del instrumento causa enfado a los concurrentes. Cuando el laúd sale de estos medios caballerescos, aparece en manos de las ninfas, como en las Dianas pastoriles de Jorge de Montemayor (Valencia, 1559) y Gaspar Gil Polo (Valencia, 1564). También para las églogas pastoriles lo considera apropiado Agustín de Rojas en El viaje entretenido (Madrid, 1603). Como excepción debe señalarse una escena de El Crótalon, de Cristóbal de Villalón (ms. ca. 1550), protagonizada muy a su pesar por uno “de aquellos chocarreros que para semejantes cenas y convites se suelen alquilar, disfrazado de joglar y con un laúd en la mano”. El pobre laúd acaba hecho pedazos contra las espaldas de su pobre dueño. En todo caso, puede afirmarse que en ningún texto se trasluce menosprecio hacia el instrumento y que solo se le relaciona con los musulmanes en las historias ambientadas en tierras de moros y señalando al genuino ‘ud. Por el contrario, en la mentalidad simbólica de la época el laúd es el heredero de la lira clásica, instrumento de los dioses, que resume y simboliza la armonía universal y la que el hombre debe buscar en su interior. En sus Empresas morales (Praga, 1581), Juan de Borja incluye la imagen de un laúd con el lema “Interna suavissima”. El texto explicativo se extiende en alabanzas a la música por su capacidad para coordinar cosas contrarias y diferentes, abogando por la armonización interna de los afectos y apetitos, “que es lo que se da a entender con esta Empresa del Laúd, instrumento músico, con la Letra, que quiere decir: La interior es la más suave”. Sebastián de Horozco y Covarrubias en los Emblemas morales (Madrid, 1610) imprime el emblema “Qual la mano que me toca” (fig. ), en cuyo epigrama el laúd habla en primera persona: “Soy un laúd, de vozes estremado, / de évano y marfil, con cuerdas de oro. / No se percibe, en quanto estoy colgado / quán excelente soy y quán sonoro: / Si de algún ignorante soy tocado, / pierdo mi consonancia y mi decoro / Pero en manos de un músico discreto / descubro quánto soy fino e perfeto.” La explicación subsiguiente recomienda al discreto tratar a cada persona según su condición, “y ansí se compara al laúd, que tocado de la mano del músico haze suave armonía y en la del ignorante causa dura y áspera disonancia”. Baltasar Gracián en El Criticón (Zaragoza, 1651) utiliza al laúd como símbolo para referirse a algo tan elevado como la poesía de los hermanos Argensola y, nada menos, del Duque de Alba: “Estaba un laúd real, artificiosamente fabricado, en un puesto oscuro; con todo despedía gran resplandor de sí y de muchas piedras preciosas de que estaba todo él esmaltado. Éste solía hacer un tan regalado son que los mismos reyes se dignaban de escucharle, y aunque no ha salido a la luz en estampa, luce tanto que de él se puede decir: el Alba sale.” Hubiera sido impensable que uno de los Grandes de más rancio abolengo de la nobleza hispana se viera simbolizado en un instrumento de dudosa hidalguía. Todo ello obliga a descartar la hipótesis de la mala fama del laúd, pero a la vez hace más difícil de explicar la ausencia del laúd en las fuentes musicales.
La prueba de que todos estos datos no reflejan sólo una realidad inventada por la imaginación de poetas y literatos está en los documentos positivos y notariales, que resultan más elocuentes aún. El Examen de violeros (Sevilla, 1527) vigente en el gremio sevillano desde 1502 exigía saber construir un laúd, además de otros instrumentos. Bien es cierto que en las ordenanzas gremiales posteriores de otras ciudades el laúd ya no aparece y que, por el contrario, la vihuela parece haber sido el instrumento más solicitado por los compradores, por lo que el nombre gremial de los constructores de instrumentos de cuerda fue “violeros” a diferencia de lo que ocurrió en otros países y otras lenguas (Bordas, 1995). En el inventario de bienes que Isabel la Católica mandó hacer en noviembre de 1503 se dedica un capítulo a “Laúdes y cosas de música”, y no es extraño el epígrafe, puesto que los laúdes son los instrumentos más abundantes: “- Un laúd de costillas, grande, sin cuerdas, de cinco órdenes. – Otro laúd de costillas, con un lazo labrado de maçonería barnizado de amarillo. – Otro laúd viejo con unas ataraceas en una caja de cuero. – Otro laúd de costillas, grande, con un lazo blanco. – Otro laúd de costillas. Tiene las espaldas e el cuello negro. – Un laúd por las espaldas negro, de costillas, de unas clavijas de hueso blanco e el cuello labrado de ataraçeas, metido en una caja de madera”. Hasta cierto punto resulta sorprendente que, por el contrario, no se registre ninguna vihuela de mano. Cuatro laúdes con sus estuches figuran en los inventarios de María de Hungría, hermana de Carlos V, y aparecen de nuevo en el de la princesa Juana de Portugal, hija del mismo. Resulta apabullante el número de laúdes en el inventario que en 1602 se hizo de los bienes de Felipe II, con detalles constructivos bastante precisos: “Dos laúdes en sus caxas cubiertas de cuero negro. – Un laúd, la tapa de pinavete y el braço de caoba, y la cabeza más derecha que los ordinarios, con la barriga de caña de la Yndia barnizada listada de madera blanca. – Otro laúd como el dicho, un poco menor, de ocho órdenes, la cabeça de ébano listado de marfil. – Otro laúd de diez órdenes, la tapa de pinavete y la barriga de ciprés con perfiles de ébano y de marfil y la cabeça de ébano. – Otro laúd, la tapa de pinavete y todo lo demás todo de marphil, con perfiles de ébano, de siete órdenes. – Otro laúd pequeño de siete órdenes, con la tapa de pinavete y la trasera de caña de Yndias barnizada con cabeça de ébano. – Otro laúd la tapa de pinavete y la barriga de caña de Yndias barnizada de colorado con puntos de ébano con dos mascaronçillos de bronce, uno junto al cuello y otro en lo bajo para prenderle. – Otro laúd, la tapa de pinavete y las costillas de caña de Yndias con cabeça y braço de ébano barniçada de colorado. – Otro laúd, la tapa de pinavete y las costillas de caña de Yndias, de siete órdenes, el braço y cabeça cubierto de ébano con algunas hendeduras en las costillas y maltratada la cabeça. – Otro laúd chiquito como el dicho, roto y muy maltratado.” Tampoco figura en este inventario ninguna vihuela de mano, aunque sí “una tiorvia con dos cabezas, de hechura de laúd, barnizada por el embés, con listas de marfil” y “otra teorvia de dos cabezas, con dos puentes, la tapa de madera blanca y el embés de colorado, de caña de Indias listada de marphil y ébano, hecha en Padua, es de treze órdenes”. Finalmente, Diego Duque de Estrada en sus Comentarios (ca. 1640) nos proporciona el nombre de Cerdán, “maestro de danzar, famoso en este ejercicio y en tañer laúd”, que fue su maestro.
Así pues, el laúd fue conocido, estimado y usado en España a lo largo de estos siglos, sobre todo en los medios sociales elevados. Quizá fue precisamente su condición de instrumento de alcurnia, de uso casi restringido a las clases altas, la que provocó que los impresos de música en cifra para instrumentos pulsados se dedicasen a la vihuela. Además de los impresos propiamente musicales, se publicaron numerosos pliegos (se conocen más de una veintena) que ofrecían los textos de villancicos, romances y coplas diversas “para cantar y tañer a la vihuela”, pero ninguno se refiere al laúd. Las razones comerciales eran claras: los editores se dirigían a un público amplio, que era más usuario de vihuela que de laúd. El mismo elevado prestigio motivó que se viera envuelto en una polémica ajena, la que enfrentó a partidarios y detractores de la guitarra en las primeras décadas del siglo XVII. En la dedicatoria de su Método mui facilíssimo para aprender a tañer la Guitarra a lo español (París, 1626) Luis de Brizeño arguye que a esta “no la ofenden ninguna de las incomodidades que el delicado laúd teme” y deduce que “lleva gran ventaja al laúd, porque para hallarle bueno son neçesarias muchas cosas: ser bueno, ser bien tañido, bien encordado y bien escuchado con silencio, pero la guitarra, Señora mía, sea bien tañida o mal tañida, bien encordada o mal encordada, se hace estimar, oýr y escuchar”. Aunque los razonamientos del guitarrista en su afán de defender a la guitarra más bien la denigran y ensalzan al laúd, hay que reconocer que los tiempos y las modas, sin embargo, jugaban a favor de la guitarra y por eso lleva razón Brizeño al afirmar que “los Reyes, príncipes y cavalleros dexan el Laúd por la Guitarra”. En efecto, el uso del laúd fue disminuyendo paulatinamente hasta desaparecer, igual que ocurrió en el resto de Europa a mediados del siglo XVIII. Hacia 1754 publicó en Madrid Pablo Minguet e Yrol sus Reglas y advertencias generales que enseñan el modo de tañer todos los instrumentos mejores y más usuales, como son la Guitarra, Tiple, Vandola, Cithara, Clavicordio,… A pesar de que en el grabado de la portada puede verse un laúd, ni en este ni en los otros varios impresos del mismo editor encontró ya acomodo el laúd. Como última noticia y a título de curiosidad debe reseñarse que en 1837 en París Fernando Sor tomó en sus manos un laúd para acompañar a Matteo Carcassi en la interpretación de una obra para mandolina y laúd de Johann Strohbach. Después el laúd quedó en el lenguaje como un nombre en boca de poetas para evocar atmósferas pretéritas, lo que facilitó que a finales del siglo XIX alguien tomara aquel antiguo nombre y se lo pusiera a un instrumento de reciente invención que tenía muy poco que ver con el laúd histórico (véase laúd español).
En el último tercio del s. XX las tendencias de interpretación histórica han recuperado la práctica del instrumento, que cuenta con algunos notables intérpretes del repertorio antiguo que le es propio. Así lo ha visto el poeta José Hierro en un poema titulado, precisamente, Laúd (1993):
“Y lo que suenan son las músicas
recuperadas del naufragio,
misteriosas y tenues, antiguas y resucitadas,
pavanas y gallardas,
arrojadas por la marea a estas orillas de cristal y metal.”
III. REPERTORIO. Aunque tan cierto sea que no existe ninguna música española escrita específicamente para laúd como que todo el repertorio de la vihuela es igualmente válido para él, no deben dejar de reseñarse algunas muestras de la música más pertinente al caso. Por una parte hay que hablar de los trasvases del laúd a la vihuela y viceversa, que de todo hubo. Enríquez de Valderrábano, por ejemplo, en su Libro de música de vihuela intitulado Silva de Sirenas (Valladolid, 1547) incluye obras de laudistas como “el divino” Francesco da Milano o Albert de Rippe. Unas veces transforma la obra ajena y avisa de que está “contrahecha a otra estranjera”, pero otras se limita a copiar sin citar. Como contrapartida, el impresor Pierre Phalèse incluyó varias obras de Valderrábano en su colección laudística Hortus Musarum (Lovaina, 1552) sin tampoco mencionar la procedencia (Mayer Brown, 1965). El mismo impresor había recogido en una colección anterior, Des chansons reduictz en Tabulature de luc (Lovaina, 1546) varias obras publicadas por Luis de Narváez en su Delphín (Valladolid, 1538), igualmente sin citar procedencia. Varias fantasías de Narváez aparecen también en el Premier Livre de Tabulature de Leut (Paris, 1552), de Guillaume Morlaye, y en otras colecciones impresas por Phalése, como el Theatrum Musicum (Lovaina, 1563) y el Luculentum Theatrum Musicum (Lovaina, 1568). La influencia ejercida por los libros de vihuela hizo que en las colecciones europeas para laúd aparecieran esporádicamente temas tan netamente hispánicos como las “vacas”. Estos trasvases, que seguramente no son los únicos, demuestran a las claras la identidad funcional del laúd y la vihuela. Un segundo caso de confluencia de repertorios viene representado por el manuscrito Mus. MS 40032 de la Preussische Staatsbibliothek de Berlín, actualmente en la Biblioteca Jagiellonska de Cracovia (Polonia), descrito por Boetticher y Schrade antes de su salida de Berlín y por J. Griffiths (1987) tras su redescubrimiento. Fechado en Roma en 1611, comprende 333 piezas de diversos autores copiadas en cifra hispano-italiana para seis y siete órdenes, tan válida para la vihuela como para el laúd. Griffiths opina que “aunque la palabra vihuela no aparece en el MS. no hay razón para dudar que fue el instrumento para la cual se destinó parte del contenido del manuscrito, o en Italia o España”, dando por supuesto que la otra parte, que recoge obras de autores italianos, está destinada al laúd. Sin embargo, por esas fechas el uso de la vihuela había decaído mucho y en Italia no dejaría de ser una rareza. Los autores españoles representados en este manuscrito junto a conocidos laudistas italianos son Luys Maymón, Castillo, Francisco Aguyles y un tal Teodoro. El repertorio y el estilo se asemejan a otras colecciones de laúd de la misma época y apenas recuerdan a los libros de vihuela. Por otra parte, en el British Museum, de Londres, se conservan algunas colecciones manuscritas que contienen obras españolas religiosas originalmente vocales, transcritas para laúd solo o para voz y laúd. En la signatura Add. 29.246 se transcriben los motetes Et Jesum (nº 52), Senex puerum portabat (nº 80), Ne timeas, Maria (nº 82) y Salve Regina (nº 88), de Tomás Luis de Victoria, y Saepe expugnaverunt (nº 87), de Fernando de las Infantas. El volumen que completa a éste, Add. 29.247, contiene Alma Redemptoris (nº 49), también de Victoria. Otra colección similar, Add. 31.992, copia también esta última pieza, Alma Redemptoris (nº 109). Finalmente el impreso Florilegium omnis fere generis cantionum suavissimarum ad testudinis tabulaturam accomodatarum (Colonia, 1594), de Adrian Denss, transcribe para dos voces y laúd los motetes O quam gloriosum est regnum y Domine non sum dignus, asimismo de Victoria. Es significativo del valor otorgado a Victoria el que sean éstas las dos primeras obras en una colección que después reúne a autores de la categoría de Lasso, Marenzio o Lechner. El interés del impreso, como el de los manuscritos londinenses, estriba, además, en mostrarnos el estilo con que los laudistas asimilaban al lenguaje de su instrumento las obras vocales con glosas y ornamentaciones a veces sorprendentemente complejas. A la vista de este puñado de ejemplos se comprueba que el laúd es un vehículo adecuado para la interpretación de repertorios que, como la polifonía de Victoria, parecerían quedar fuera de su campo de acción.
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[…] Pepe Rey, “Laúd”, en Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana, vol. 6, (SGAE, Madrid, 2000), […]
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