Comentario incluido en el CD Gentil Caballero. Diego Pisador. Libro de música de vihuela. Salamanca, 1552«. Verso, 2010.
El cancionero de Diego Pisador
El 13 de octubre de 1550 Alonso Pisador escribía desde Monterrey (Ourense) una carta a su hijo Diego, residente en Salamanca: “No curéis de la bobería del libro y vendedlo al impresor y quitaos de la fantasía y mirad que avéis ya cuarenta años y que no sois muchacho.” Es comprensible el enfado del padre –hombre dedicado a asuntos económicos– al ver a su hijo mayor obsesionado por la publicación de algo tan banal a sus ojos como un libro de música en el que había invertido quince años de su vida y gran parte de su hacienda. Más aún, el padre quizás no supiera que Diego había convertido su casa de la calle de los Doctrinos en un taller de imprenta para poder llevar adelante su empeño. Los tipos que estaba utilizando eran los que habían servido al impresor vallisoletano Francisco Fernández de Córdoba para llevar a cabo la edición de la Silva de sirenas (1547), de Enríquez de Valderrábano, conseguidos a través del italiano Guillermo de Millis, otro activo elemento del gremio editorial en aquella zona. Quizá debido a este uso previo de la tipografía o quizá por la inexperiencia de Diego y de sus operarios, el resultado final presenta algunos defectos, además de demasiadas erratas. Pocos meses antes, a 28 de mayo, la reina Juana y el archiduque Maximiliano de Austria, regente por la ausencia de Carlos I y del príncipe Felipe, habían extendido la preceptiva licencia de impresión, en la que se afirma que el autor había “trabajado más de quince años” en componer la obra. Por fin, el Libro de música de vihuela vio la luz en 1552, cuando su autor debía de contar 42 o 43 años. El volumen consta de siete libros, dos de los cuales contienen ocho misas completas de Josquin Desprez.
El enorme esfuerzo desplegado por Diego tanto para elaborar los contenidos del Libro como para llevar a cabo la ardua tarea de imprimirlo nos da idea de su gran afición por la música y por la vihuela, imprescindible para sostener hasta el fin un proceso tan largo. Seguramente su formación técnica musical no estaba a la altura de tamaña afición y por eso los estudiosos han señalado algunos momentos en los que la música no transcurre con la fluidez que sería deseable. Pero en gran parte nuestro vihuelista suplía sus carencias compositivas con un fino instinto para seleccionar del repertorio tradicional o de las composiciones novedosas los ejemplos de mayor valor estético. Le gustaba, sin duda, tañer la vihuela, pero quizás le gustaba más aún cantar; por eso en el libro tiene buen cuidado de señalar la voz cantada, unas veces en línea aparte, pero más frecuentemente con cifras coloradas en el mismo hexagrama de la vihuela. Tal procedimiento supone que es el tañedor mismo el que debe cantar y así lo explica Diego: “Cuando se hallaren cifras coloradas son para que la voz que por ellas va señalada, la cante el que tañe y en cada una de ellas se entone, y no deje de cantar la voz colorada hasta que halle que no está señalada”. Es fácil imaginarlo abrazado a la vihuela, punteando sus cuerdas y musitando a la vez las notas de, por ejemplo, una fantasía con las sílabas del solfeo o solmisación, mudando la voz con los frecuentes cambios de tesitura. Tañer y cantar a la vez música polifónica es una práctica que muy pocos vihuelistas actuales se atreverán a hacer y nunca en público, no tanto por la lógica especialización cuanto por la dificultad de ir atendiendo a las líneas melódicas de la trama simultáneamente con los dedos y con la garganta. Si Pisador lo hacía, y todo hace pensar que así era, merece toda nuestra consideración como músico. En consecuencia, además, su Libro de música no es sólo de vihuela, sino en gran medida de canto, o lo que es lo mismo, se trata de un verdadero cancionero. Y, como todos los cancioneros, tiene ese carácter antológico, de selección personal un tanto arbitraria y heteróclita que descubre más los gustos –con frecuencia trasnochados– de un autor, que las músicas de una época. Por otra parte, las preferencias personales se entrecruzan con las intenciones didácticas y el deseo de ser verdadero y claro, “sin confusión de glosas para que el que las tañe pueda conocer más fácilmente las voces como van en la vihuela y las pueda cantar”, dando como resultado un tratado muy cercano al ciudadano medio que quisiera iniciarse en las artes vihuelísticas.
En la portada misma se proclama la dedicatoria al muy alto y muy poderoso señor don Philippe, príncipe de España, nuestro señor, y se expone su escudo. Dentro el autor amplía la dedicatoria y explica las razones. La primera, su agradecimiento a “las mercedes que de Vuestra Alteza he recibido”, quizá en 1543, con ocasión de la estancia del príncipe en Salamanca para la boda con su primera esposa, María Manuela de Portugal, en la que la ciudad se prodigó en fiestas. Diego ocupaba a la sazón el cargo municipal de mayordomo, una especie de encargado del cobro y control de los impuestos. El segundo motivo es proponerse como maestro, por si el príncipe “quisiere descansar en este ejercicio de la vihuela”, cosa que con seguridad no ocurrió porque, ya mayor, el rey Felipe confesó que no sabía qué voz tenía, puesto que jamás había cantado, y con un maestro como Diego eso no hubiera sido posible ni en la primera clase. Pero, aunque la dedicatoria no fuera tan explícita, hay un detalle que señala en dirección a Felipe II: el villancico Dezilde al cavallero, que es la primera obra cantada de la colección. Del mismo modo que Mille regretz guarda una enigmática pero segura relación con Carlos V y por eso Nicolás Gombert, Luis de Narváez, Cristóbal de Morales y otros autores del entorno cercano al emperador la reelaboraron de varias maneras, el villancico Dezilde al cavallero fue recreado por casi los mismos: Gombert, Morales y, sobre todo, Antonio de Cabezón, el músico de tecla que pasó toda su vida junto a Felipe II. En uno y otro caso han quedado ocultas las razones de estas preferencias, pero los hechos parecen apuntar hacia una dedicatoria velada. Por ejemplo, Morales, que había trabajado en la capilla papal, podría haber compuesto la misa Dezilde al cavallero para acompañar su pretensión de entrar en la capilla real, en la que Felipe II sólo admitía cantores de Flandes. Gombert ya pertenecía a la capilla como maestro de los niños cantorcicos y tenía hartos motivos para estar agradecido. Cabezón parece no referirse concretamente a este villancico, sino a algo más genérico cuando titula sus Diferencias sobre el canto del cavallero, pero la melodía que utiliza es exactamente la misma.
La época en que apareció el Libro de Pisador estaba asistiendo al declive de una lírica tradicional –villancicos y romances– frente al auge de las nuevas formas poéticas italianizantes –sonetos y madrigales– preconizadas desde hacía años por Boscán y Garcilaso. Cada uno de estos estilos líricos llevaba aparejado un modo de concebir la música y, por tanto, de componer. En 1556 se publicó en Venecia un volumen titulado Villancicos de diversos autores, que hoy se conoce como Cancionero de Uppsala, porque el único ejemplar se conserva en la universidad de aquella ciudad sueca, o Cancionero del Duque de Calabria, porque posiblemente recoge repertorio practicado en la corte virreynal de Valencia. Se trata de la última recopilación monográfica de villancicos polifónicos, o sea, del repertorio poético-musical basado en la tradición. En ninguno de ellos figura el nombre de su autor, salvo en el último, precisamente la elaboración a cinco voces de Dezilde al cavallero por Nicolas Gombert. Dada la cercanía temporal y estética del Libro de Pisador con esta colección, los intérpretes han incluido con buen criterio algunas versiones de los mismos villancicos en ambas fuentes. Visto desde la distancia, Pisador se sitúa, por tanto, en una posición conservadora, aunque en su selección da cabida a algunas pocas piezas de los estilos más modernos. La decisión de dedicar buena parte de su Libro a las misas de Josquin Desprez, compositor muerto treinta años antes, también es indicadora de lo mismo: su apuesta fundamental por los valores seguros, por la música de siempre. En aquellas mismas fechas el teórico Juan Bermudo (1555) afirmaba que Josquin era “el que empezó la música”, queriendo decir que era el creador del estilo característico de aquella época. Pero el carácter conservador no debe impedirnos percibir la calidad de la selección hecha en ese repertorio tradicional, que guarda auténticas joyas pulidas por el paso del tiempo. La mayor parte de ellas están contenidas en los dos primeros libros y son la base de la presente grabación. En algunos casos Pisador se dejó inspirar por las versiones de Juan Vázquez (publicadas en 1551, pero que circulaban manuscritas desde antes) o quizá de otros autores, pero en otros debemos adjudicar los arreglos a su propia mano.
Las melancólicas y nostálgicas endechas de Canaria son un género bastante infrecuente. Su simplicísima estructura está constituida por tres versos monorrimos, de los que el tercero suele encerrar una consecuencia de los dos primeros, siguiendo lo que podría considerarse el modelo fundamental: Aunque me veis en tierra ajena, / allá en Canaria tengo una prenda: / no la olvidaré hasta que muera. Todos los ejemplos conocidos con música llevan la misma melodía, construida con tres frases de idéntica estructura rítmica: 2/2 + 6/4 + 3/2, lo que quizá suponga en su origen un patrón danzario. Cuentan las historias que, cuando los conquistadores llegaron a la isla del Hierro, escucharon a los guanches aborígenes estas coplillas, que siempre provocaban sus lágrimas. Una endecha –canción triste o de lamento, según el DRAE– es originalmente un género funerario, un planto, y el subgénero de Canaria debió de serlo, como muestra una de las más antiguas: ¡Llorad las damas, sí Dios os vala! / Guillén Peraza quedó en La Palma, / la flor marchita de la su cara. La “flor de la cara”, que reaparece en el inquietante villancico ¿Con qué la lavaré?, es “la sangre della”, según explicó Juan de Mena. Quizá la moza protagonista del villancico se refiera al sonrojo, la vergüenza por algo irremediable, que no se borra ni lavándolo “con penas y dolores”.
Es notable la frecuencia de la voz femenina en la lírica tradicional en contraste con su rareza en la lírica culta. Ello se debe, sin duda, a la herencia de las primitivas cantigas de amigo. Una buena parte de la presente selección la constituyen textos en boca de mujer. En algún caso podemos, incluso, imaginar la canción en boca de alguna mujer concreta, y salmantina por más señas: una variante de Si la noche haze escura es lo que Melibea canta en el huerto pasada la medianoche para entretener la espera y a cuyo conjuro aparece Calixto exclamando “¡Oh, salteada melodía, oh, gozoso rato!” Pero las más de las voces son de mujeres anónimas que no describen historias, sino que apenas insinúan situaciones y sentimientos en dos pinceladas que expresan mucho sin decir apenas nada. En Gentil cavallero se trata, parece, de una novicia que ha sido sorprendida por un caballero “en huerto de monjas” y que le pide, al menos, un beso “por el daño” que le ha hecho. Si “a buen entendedor, pokas palavras”, como decía el refrán recogido por el maestro Gonzalo Correas, el villancico es un género para buenos entendedores. Pues, ¿qué podemos saber o imaginar de aquella moza que cree que la llaman “en aquella sierra erguida” cuando llaman “a la más garrida”? A veces basta el título para situarnos en una larga tradición y, por tanto, para permitirnos imaginar el resto. No me refiero ahora a ningún villancico, sino a la chanson francesa Mon pere aussi ma mere ma voulu marier, de la que no conocemos el original vocal, sino apenas una concordancia con un manuscrito para laúd que titula aún más escuetamente Mon pere si ma marie. Nunca sabremos por qué medios pudo llegar a manos de Diego Pisador una canción francesa tan escasamente difundida. Pero el título es suficiente para saber que se trataría de una variante del tema de la malmaridada, tan glosado en la lírica europea, que un poeta llegó a exclamar: ¡Oh, bella malmaridada / y a qué manos has venido!, / de los poetas tratada / peor que de tu marido.
En contraste con el lirismo concentrado de los villancicos, el romance es la forma narrativa por excelencia, sin que eso signifique tampoco exceso de palabras o escasez de sentimientos. Sólo tenemos aquí un ejemplo, pero se cuenta entre los mejores de la época. De forma atípica, se trata de un romance con estribillo, la exclamación ¡Ay mi Alhama!, cuya reiteración intensifica la carga lírica a medida que avanza el texto. Cuenta sucesos ocurridos en 1482, cuando las tropas cristianas bajo el mando de don Rodrigo Ponce de León tomaron la ciudad de Alhama, comenzando la guerra que acabaría diez años más tarde con la caída de Granada. Pero no se narran los hechos guerreros, sino más bien su eco en el interior de Granada y en el propio rey Muley Hazem. El cronista-novelista Ginés Pérez de Hita (1591) escribió un comentario interesante al respecto: “Este romance se hizo en arábigo en aquella ocasión de la pérdida de Alhama, el qual era en aquella lengua muy doloroso y triste, tanto que vino a vedarse en Granada que no se cantasse, porque cada vez que lo cantaban en qualquiera parte, provocaba a llanto y dolor.” Hay algo que resulta extraño en este comentario: si los moriscos cantaban un texto árabe con esta misma melodía estructurada en cuatro frases y estribillo, ello significaría que la cultura musical de los moriscos estaba más cerca de la cristiana de lo que suele afirmarse y, desde luego, bastante lejos de lo que hoy se pretende como auténtica música andalusí.
Aunque en mucha menor medida, el Libro acoge líricas y músicas fuera de esta corriente tradicional, pero se nota que en los nuevos estilos el autor se mueve con menos seguridad. La penúltima pieza de la colección, sin texto y sin señalar en rojo ninguna voz que deba cantarse, aparece titulada como Canción Francesa Sparsi sparcium lleva un poco de grosa por no yr tan llano. Sin embargo, no es obra francesa, sino el soneto CLXI del Cancionero de Francesco Petrarca, O passi sparsi, o pensier’ vaghi et pronti, puesto en música por otro italiano, Sebastiano Festa, muerto en Roma en 1524 con apenas treinta años. No se sabe si este autor tuvo alguna relación de parentesco con Costanzo Festa, pero de cualquier modo, ambos participaron junto a Verdelot, Carpentras y Pisano en el movimiento que daría origen al madrigal en la década 1520-30, en el entorno de la capilla del papa León X. Su madrigal O passi sparsi tuvo una enorme difusión tanto manuscrita como impresa, pero al estar muerto el autor y existir otro Festa más famoso, las fuentes lo atribuyen a este o lo dejan como anónimo. Pisador lo conoció a través de alguna de las antologías publicadas en París por Pierre Attaignant en 1533 y en 1549 o, más probablemente, en alguna versión manuscrita para laúd, quizás en el mismo cuaderno en que estuviera Mon pere aussi ma mere, impresa por Pisador dos páginas antes. Lo seguro es, de cualquier forma, que se trataba de una fuente francesa que indujo a error al vihuelista. Como también es seguro que la fuente de Io ti vorria contar la pena mia es el impreso Canzone Villanesche di Vincenzo Fontana, a tre voci, alla napolitana, novamente poste in luce. Libro Primo (Venecia, Antonio Gardane, 1545). La razón salta a la vista: las seis villanescas con que comienza el séptimo libro de Pisador se encuentran en esa colección. El impreso, única obra publicada y prácticamente lo único que sabemos de Vincenzo Fontana, tuvo un éxito y una difusión enormes debido a la viveza y plasticidad de su lenguaje. Para los músicos más exigentes, sin embargo, la textura polifónica dejaba mucho que desear según las reglas del contrapunto, por lo que muchos optaron por arreglar a cuatro voces estas villanescas cuidando más la ortodoxia polifónica culta. Uno de estos arreglistas fue Orlando di Lasso, gracias a cuyas versiones los coros actuales cantan las villanescas de Fontana. A Pisador, sin embargo, la escritura a tres con frecuentes movimientos paralelos de octavas y quintas le resultaba un procedimiento muy cómodo para la vihuela y nada censurable, por lo que en su transcripción apenas cambió notas respecto al original. Una de las pocas incursiones de Diego como compositor en el nuevo estilo es Flérida, para mí dulce y sabrosa, que aparece titulada como Soneto y subtitulada como Otra sonada de otras endechas. En puridad, ni es soneto ni endechas, sino apenas dos versos de una famosa octava real perteneciente a la Égloga III de Garcilaso, publicada en 1543. La extrema brevedad de la pieza la convierte en un simple ejercicio para principiantes y deja bien a las claras que estos terrenos no eran los más adecuados para el arte de Pisador.
Finalmente se recogen en el Libro –y en la presente selección– otras músicas más abstractas, puramente instrumentales o aparentemente distanciadas del canto y de los textos literarios. Digo “aparentemente” porque, si indagamos en el entorno de la Pavana muy llana –puesto que la música de danza con frecuencia ha solido ser instrumental– encontramos una forma estrófica contemporánea también llamada pavana, cuya particularísima estructura (12A 12B 12B 12A 4C 4C 12C) se ajusta perfectamente a esta música y no podría hacerlo a ninguna otra. Recientemente Giuseppe Fiorentino ha explicado el porqué de la existencia de esta –y otras– pavanas ternarias en España, cuando la pavana fue durante mucho tiempo en toda Europa una danza binaria sin excepción. Ello se debió a una confusión generada en la corte virreinal valenciana del duque de Calabria a la llegada de las primeras pavanas y gallardas procedentes de Italia. Por otra parte, las armonías de esta pavana reproducen un modo de improvisación polifónica practicado en Italia y España, que cristalizaría en el esquema de la folía, el germen musical más fecundo en Occidente, puesto que su presencia llega desde antes del 1500 hasta nuestros días, pasando por M. Marais, J. S. Bach o, incluso, la Quinta de Beethoven. Semejante cúmulo de potencialidades se encierra en esta sencilla pieza que su autor pretendió dejar lo más llana posible, o sea, sin glosa ninguna, para animar al tañedor incipiente. No se daba cuenta el bueno de Diego de que estaba escribiendo el arquetipo más glosado en quinientos años. Y es que la gracia de la música está en la glosa, la variación y la improvisación porque, aunque no hay nada nuevo bajo el sol, quien es inteligente sabe encontrar cada día nuevas facetas interesantes en los sonidos que pululan por este mundo por demás caduco. Los peligros acechan en la verborrea (con más precisión: notorrea) y la banalidad, de las que Pisador quería huir, pero los músicos sabios y discretos saben glosar sin poner una nota de más; y aquí se ofrecen dos ejemplos señeros: la Recercada IV, del toledano Diego Ortiz, y sobre todo, las Diferencias sobre el canto del cavallero, del burgalés Antonio de Cabezón. Frente a estas obras maestras es posible que las Diferencias sobre las bacas o las Fantasías de Diego Pisador nos sepan a poco. No importa. Siempre nos quedará la exquisitez de los villancicos tradicionales, que tan bien acertó a recoger en su libro. En definitiva, su esfuerzo valió la pena y cuatro siglos y medio más tarde podríamos decirle al serio y práctico Alonso Pisador que la bobería de su hijo nos sigue interesando, mientras de tantas cosas importantes de entonces nadie se acuerda.
Pepe Rey