Veterodoxia – Pepe Rey

La música del Barroco madrileño: armonías en un mundo inarmónico

1. El poder de la música: entre el ruido y el silencio

Un viajero que llegase a Madrid en un día cualquiera de mediados del siglo XVII tendría la impresión de haber coincidido con alguna celebración extraordinaria. Ante él se manifestaba por doquier la fiesta[1], desde el palacio a la plaza, desde la iglesia al corral de comedias, desde el salón al mesón, desde el Prado de San Jerónimo al Sotillo del Manzanares y desde la mañana a la noche. Y aun de la noche a la mañana, porque la noche es capa de pecadores, como rezaba un viejo proverbio. Pasados unos días, si el viajero era de temperamento caviloso melancólico –muy habitual por aquellas épocas–, comenzaría a preguntarse a qué se debía en realidad semejante despliegue festivo, siendo así que los asuntos políticos y económicos no andaban muy boyantes. Si, además, su reflexiva melancolía le hacía sensible a la música, probablemente se sentiría un poco aturdido por la cantidad y variedad de sonidos, desde los continuos toques de campanas y relojes que regían el tiempo ciudadano hasta las músicas que se integraban en cada ambiente religioso o secular. Por un momento creería el viajero haber llegado a una ciudad armónicamente perfecta, organizada por la música como un reflejo del orden universal descrito por los filósofos[2] y cantado por los poetas, aunque es poco probable que pensase en estos términos, porque tales ideas, difundidas por los humanistas platónicos de la centuria anterior, iban quedando reducidas a tópico huero pasado de moda y porque los vates del momento andaban más atentos a las trifulcas internas de su pequeño mundo que a los milenarios equilibrios del macrocosmos, y por eso Quevedo, cuando se paraba a contemplar las estrellas, las veía por el mudo silencio repartidas[3]. Pero tras escuchar atentamente las variadas músicas de la corte y de la villa y tras informarse de lo que pensaban y sentían sobre ellas las diversas clases de madrileños, el viajero llegaría a la conclusión de que allí había más mundanal ruido que universal concierto. Y si el visitante hubiera llegado a hablar de estas cosas con, por ejemplo, el reservado Diego Velázquez[4], se habría encontrado con una postura reticente ante la música, compartida por otros cortesanos y letrados con prestigio de sabios y partidarios del silencio, para los que se estiman más las acciones del callado que los hechos del hablador[5]. Pudo tal vez toparse con un líder espiritual al estilo de Miguel de Molinos, que pensaba que la única vía de perfección se encerraba en una palabra: silencio[6]. O, mejor, en dos: silencio mudo, concepto no muy alejado, si bien se mira o se oye, de aquella música callada del místico fray Juan de la Cruz. Al finalizar su estancia el viajero se llevaría una imagen sonora dual de aquel Madrid entre el bullicio de los más y el silencio de los menos. Y quizá esta doble imagen fuera una representación bastante fiel de aquella cultura que F. J. Bouza ha descrito como “un mundo cuya teoría se supone armónica, pero cuya práctica es sumamente cruel porque está llena de renuncia”[7].

Parece un contrasentido pretender sintetizar en unas pocas páginas el multiforme mundo de nuestra música barroca comenzando por hablar de los partidarios del silencio y los detractores de la música, pero es imprescindible hacerlo para entender todo lo demás, de la música y de otros asuntos tan aparentemente alejados como, por ejemplo, la pintura misma de Velázquez, tan escasa de alusiones musicales. Dejando a un lado a los moralistas y sermoneros de la época –tan parecidos en esto a los de épocas anteriores y posteriores– para los que la música siempre conduce a la lascivia, se detecta entre ciertos personajes de aquel siglo de los mejor preparados intelectualmente cierta prevención, al menos teórica, respecto a la música. Si en 1528 el perfecto cortesano diseñado por el conde Baldassare Castiglione se deleitaba escuchando a otros o tañendo él mismo, en 1640 Diego Saavedra Fajardo censura a los domésticos y ministros del entorno del rey, los cuales le traen divertido con músicas y entretenimientos, procurando tener ocupadas sus orejas[8]. Acerca de si el propio rey debe tocar algún instrumento, la recomendación es negativa y abarca también a la pintura y a la poesía, porque en los demás causa desprecio el ver ocupada con el plectro o el pincel la mano que empuña el cetro[9]. De la utilización de elementos musicales en algunos –escasos– cuadros de Velázquez se deducen consejos parecidos al monarca. Por ejemplo, Mercurio y Argos, una de las últimas obras del pintor, recrea el momento en que los cien ojos de Argos se han cerrado adormecidos por los sonidos de la flauta pastoril de Mercurio, que se dispone a degollar al vigilante con su espada. Pérez de Moya explica así el sentido del mito[10]: Mercurio engañó a Argos cantando, porque la razón viendo delante los carnales deleites que al hombre halagan, como a las orejas el dulce canto, adormécese y entonces durmiendo muere. El mensaje del cuadro velazqueño es claro: la música –los placeres que ella representa y los que simboliza– tiene un poder narcótico ante el que un monarca debe estar precavido. Se trata de una idea muy extendida entonces, a la que también alude el Conde de Villamediana en La Gloria de Niquea: … tocaron dentro una vigüela y la buena de la noche suspendió los aires con tan regalada voz, que honró las mayores consonancias de la música, y de suerte regaló los oídos, que fue milagro del encanto no dormirnos.[11]

Las prevenciones ante la música tienen su raíz en la desconfianza hacia el mundo sensorial y en particular hacia el sentido del oído. El Barroco es un arte sensitivo y sensual a la vez que conceptual; sabe que necesita de los sentidos, pero desconfía de ellos porque también sabe que con frecuencia se engañan y nos engañan. Es más, él conoce cómo se les puede engañar y le gusta practicar el juego del trampantojo. De Velázquez, por ejemplo, se cuenta elogiosamente cómo en varias ocasiones sus retratos fueron confundidos con los modelos. E igual que la vista, el oído también puede engañarse. Corriendo un caballo, observa Francisco Sánchez[12], muchas veces juzga el oído que son dos; o si son dos y marcan el paso a un tiempo, parece que es uno solo. Del mismo modo, las reflexiones producidas por el eco pueden darnos la impresión de dos golpes donde sólo hay uno, induciéndonos a engaño. Y no digamos, si lo que llega a nuestros oídos son las palabras de los aduladores o de los maledicentes. Con metáforas musicales se expresa Quevedo en un soneto en el que Advierte contra el adulador[13]:

Con acorde concento o con rüidos
músicos ensordeces al gusano…,

para acabar de este modo:

Tal fin tendrá cualquiera desdichado
a quien estorba oír la voz del cielo
con músico alboroto su pecado.

El escepticismo generado por la desconfianza de los sentidos conducirá a la duda metódica sobre todo lo existente, a partir de la cual Descartes inaugurará un nuevo modo de plantearse el yo y el mundo.

Los peligros que algunos ven en la música son consecuencia de lo mismo que para otros constituye la mejor de sus virtudes: su capacidad para mover los afectos. Vicente Espinel, poeta y músico convencido de este poder, cuenta[14] cómo una canción que decía rompe las venas del ardiente pecho incitó a un caballero que la oía a sacar una daga y exclamar: “Veis aquí el instrumento, rómpeme el pecho y las entrañas”. Espinel añade que en las sonadas españolas, que tan divino arte y novedad tienen, se ve cada día ese milagro y explica las condiciones que se han de dar para que ocurra: un texto con conceptos excelentes, una música hija de los mismos conceptos, una interpretación con espíritu, disposición, aire y gallardía y un oyente con el ánimo y gusto dispuesto para aquella materia. Por su parte Saavedra Fajardo llama a la música[15] delicado filete de oro que dulcemente gobierna los afectos pero, si bien reconoce que algo se ha de permitir a la fragilidad humana, llevándola diestramente por las delicias honestas a la virtud, no se cansa de avisar de los peligros que se esconden tras ese dulce gobierno. En definitiva, a pesar de la distinta y aun contraria valoración de las consecuencias, unos y otros para bien o para mal atribuyen a la música un poder muy grande, mucho mayor que el que le concedemos en la actualidad.

2. El lugar de los músicos

Si la música, al entender de algunos, había dejado de ser una ciencia superior para convertirse en un arte peligroso basado en un sentido falaz, cabe preguntarse por la consideración que merecían sus profesionales. Desde luego, los cantores castrados eran objeto de toda clase de burlas y chistes, pero esto venía ya de antiguo y hasta el insigne Antonio de Cabezón se había permitido gastar alguna broma de dudoso gusto[16]. Los demás músicos tampoco suelen quedar mejor parados en los escritos de la época. Describiendo un cronista portugués[17] el cortejo de la reina en ocasión festiva finaliza así: … y 8 músicos, y es bien los pongamos en último lugar, porque tengo ésta por la peor canalla de cuantas hay. Y a continuación escribe la anécdota de un músico que, ante un comentario semejante, preguntó:

¿Tiene vuestra paternidad algún escalón más que bajar?”, a lo que respondió: “Sí, señor; abajo de los caballos”.

A semejante menosprecio parecen dar justificación algunos datos como la noticia registrada por Jerónimo Gascón el 22 de diciembre de 1626[18]:

Ahorcaron por ladrones famosos y escaladores de casas a cinco hombres. Los dos eran hermanos y Menestriles, que salían tañendo delante del Santísimo Sacramento a visitar enfermos, y entonces ojeaban para volver a la noche a deshora.

José Marín, guitarrista y cantor, el mejor cantor que hay en Madrid, según el cronista Barrionuevo, aparece con frecuencia en los Avisos de éste relacionado con diversos robos y asesinatos[19]:

A Marín le tienen en una torre de la Cárcel de Corte, en un chapitel, en lo más estrecho… enjaulado como pájaro, para que con la dulce voz que tiene pueda entretenerse cantando.

La mala fama moral de los músicos se trasluce en un comentario marginal de Fadrique Furió [20]:

…Como un buen músico, el cual, aunque sea gran bellaco, por saber perfectamente su profesión de música es nombrado muy buen músico.

¿Por qué traer para este ejemplo precisamente a un músico? Aparte de las conductas delincuentes, la mentalidad generalizada supone vanos y sin sustancia a los músicos, según se deduce de este chiste[21]:

A un señor púsole un paje en la mesa un plato con una cabezuela de cabrito, sin sesos, que se los comió en el camino. Preguntó al paje: ¿Cómo está esta cabeza sin sesos? Respondió: Señor, era músico.

Cervantes llama chocarreros a los tañedores de atambor, que otros autores motejan de embaidores, pícaros o medio locos[22]. López de Úbeda[23] afirma :

Muchos hombres de oficios alegres, cuales son tamboriteros, gaiteros, son nocivos a la república y dignos de gran castigo, porque en achaque de entretenimientos lícitos incitan y mueven a cosas dañosas.

Es cierto que tales expresiones no se dirigen a todos los músicos y que no todo el mundo pensaba igual, pero conviene tener en cuenta estos significativos detalles, si no queremos idealizar falsamente nuestra visión de la música de entonces.

Porque en contraste con tales apreciaciones negativas conocemos también los elogios a músicos concretos, como los dedicados por Lope de Vega al tiple Florián Rey, al guitarrista Juan de Palomares y, sobre todo, al compositor Juan Blas de Castro[24], ensalzado también por Tirso de Molina y Cristóbal Suárez de Figueroa. En el Elogio a la muerte de Juan Blas (1631) Lope lo puso no ya por las nubes, sino entre las estrellas,

que más merece ser del cielo empleo
la lira de Juan Blas que la de Orfeo.

Y está, sobre todo, el hecho incontrovertible de que el propio rey Felipe IV se aplica a la música cuando depone los cuidados de ambos mundos, como reconoce Saavedra Fajardo. En efecto, parece ser que cantaba, tañía la vihuela de arco, componía y a veces hasta llevaba el compás a sus músicos, para lo que tenía una formación suficiente recibida de Mateo Romero, un flamenco españolizado (Mathieu Rosmarin), más conocido como el Maestro Capitán, que dirigió la Real Capilla durante muchos años[25]. Como consecuencia de la afición del monarca, durante el reinado de Felipe IV los músicos a su servicio recibieron toda suerte de favores y beneficios, situación que cambió bastante con la llegada de Carlos II, mucho menos aficionado a la música. El retraso en los pagos y el olvido de la capilla frente a otros organismos palaciegos fueron denunciados en un memorial impreso en 1583, en el que los perjudicados exponían su triste situación de entonces comparándola con la del reinado anterior: A la capilla le cuesta mucho cuidado ponerse con decencia en el altar de palacio en los días solemnes a vista de los embajadores y de la mayor grandeza de España. Pero no se crea tampoco que las prebendas de tiempos de Felipe IV solucionaban la economía de los músicos. El cantor Felipe de la Cruz, caballero de la Orden de Santiago, protagonizó una famosa huída a Portugal. Desde Córdoba escribió a su hermana: Me voy a vivir a Portugal y comer, que en Castilla todo es hambre lo que hay. Y Jerónimo de Barrionuevo, sarcástico cronista del episodio, remata: Es cosa indubitable[26]. Quizá pueda obtenerse un índice de la estima por un músico y de su correspondiente beneficio económico comparando las dos noticias siguientes[27]. El 25 de octubre de 1623

hiço el Rey merced a su Maestro de Capilla, que llaman el Capitán, de una capellanía de los Reyes Nuevos de Toledo, que vale ochocientos ducados.

El 28 de noviembre, o sea, apenas un mes más tarde,

mudaron ama de leche a la Señora Infanta recién nacida, porque le faltó al quarto día la leche a la Primera Ama. Valióla en estos quatro días más de dos mil y quinientos ducados y ansimismo dieron a un hermano suyo una capellanía de los Reyes Nuevos de Toledo que vale 800 ducados.

Es decir: el premio al músico favorito y maestro del Rey por sus continuados servicios es el mismo que recibe el hermano de una nodriza que ha servido cuatro días.

La medida que nos puede servir con más exactitud para calibrar la valoración de los músicos en las altas esferas puede ser una simple comparación entre Diego Velázquez, Pedro Calderón y Juan Hidalgo, el músico que se encargó de la música teatral en la corte entre 1644 y 1685, trabajando en estrecha relación con Calderón. Sin duda fue estimado como un gran artista y bastante bien pagado, pero nunca consiguió —ni siquiera pretendió— un título nobiliario. Apenas sabemos nada de su personalidad ni conocemos más datos biográficos que las frías nóminas de palacio. La generalidad de los cronistas se olvidan de mencionar su nombre al describir los espectáculos palaciegos. En fin, todos, y él el primero, eran conscientes de su posición en la pirámide social: un criado del Rey.

3. Lo divino y lo humano

En cualquier colección de música española del siglo XVII se encontrarán dos categorías que parecen definir campos muy claros: lo divino y lo humano, la música religiosa y la que se suele llamar “profana”, no sin cierta impropiedad. Calderón en la loa para el auto El Sacro Parnaso identifica la música religiosa con la que rige el universo:

La Música soy que, sacra,
del cielo tuve principio, […]
y Dios construyó conmigo
esta máquina visible,
pues sol, luces, astros, signos,
aire, fuego, tierra, agua,
plumas, llamas, montes, ríos,
en música puestos
por su Autor divino,
de cláusulas constan,
de número y ritmo.

Quevedo distingue entre música honesta y música lasciva en un soneto que finaliza:

Oh, no embaraces, Fabio el generoso
oído con los tonos del pecado
porque halle el salmo tránsito espacioso.

Sería muy cómodo para nosotros deducir que la distinción entre los dos géneros de música explica las valoraciones contradictorias que encontramos en los autores de aquella época, pero el asunto no es tan simple. En aquella sociedad y, consecuentemente, en su música lo divino y lo humano no ocupaban campos netamente separados, sino todo lo contrario: se confundían hasta extremos que hoy día nos sorprenden. Bastará un ejemplo entre mil: Felipe IV nació el 8 de abril de 1605, que aquel año fue Viernes Santo, pero aquella noche la Real Capilla en lugar de las preceptivas “tinieblas” ofició los maitines de Navidad[28]. Hoy suena entre herético y absurdo, pero no lo era en la mentalidad de aquella corte para la que el término y el concepto Dominus o Nuestro Señor podían dirigirse simultáneamente a Dios y al Rey sin que a nadie pareciera extrañar. Por eso los mismos villancicos y danzas que se integraban en las celebraciones del Corpus Christi podían sin apenas cambios servir para una entrada real o para la celebración de una victoria. Puede hablarse con propiedad de simbiosis: la religión y sus manifestaciones externas invadían por completo la vida ciudadana y, como compensación, numerosos elementos seculares se incrustaban en las prácticas religiosas. Las músicas que recorren este camino desde la calle o el teatro a la iglesia sí podrían ser llamadas con propiedad “profanas”, aunque precisamente son ellas las que pretenden haberse convertido “a lo divino”. Un personaje de una farsa carnavalesca representada en Salamanca ante Felipe III comenta[29]:

Bien sé que ya se cantan chaconas a lo divino y que han emparentado, aunque sin dispensación y sin necesidad, lo profano y lo sagrado, lo festivo y funeral.

El momento de mayor profanidad musical, aunque no el único, era la Navidad. En 1663 la Inquisición se vio requerida a intervenir en razón de unos villancicos que canta la Capilla Real de las Descalzas. Merece la pena transcribir ampliamente el documento inquisitorial[30] por su detallada descripción de lo que ocurría

con especialidad en conventos de religiosas, no sólo en las festividades de la Natividad del Señor y de los Santos Reyes, sino en otras muchas festividades del año y estando patente el Santísimo Sacramento del altar. Se cantan diversas letras de romance vulgar que se han cantado en teatros de la farsa, trovadas a lo divino, pero con los mismos que llaman estribillos, sin diferenciar cosa alguna ni en la letra ni en el tono. Asimismo se cantan jácaras y cuantas seguidillas lascivas se cantan en la comedia y los arrieros y mozos de mulas por los caminos, reducidas a lo divino con el mismo aire, quiebros y guturaciones que las canta la mayor lascivia de los representantes.

El denunciante, religioso de la orden de San Francisco de Paula y calificador del Consejo de Inquisición, especifica que

algunas religiosas cantoras han llamado a los farsantes para que las ensayen en aquella fineza y quiebro con que cantan sus tonos, para no diferenciarse cosa alguna del canto de la farsa. Y sucede que, como hay muchas de excelentes voces, y de más fundamento y destreza en el cantar, exceden en la profanidad al modo con que se canta en la farsa.

Tras describir los instrumentos que intervienen, las partes del oficio que se ven más afectadas y los efectos que todo ello produce en los asistentes, el documento finaliza así:

Esto ha llegado a tal depravación, que há muchos años que se dicen los Maitines de la Natividad del Señor a puerta cerrada en todos los conventos de religiosas, por los excesos y las palabras indebidas con que los estudiantes se portaban en estos días.[31]

La continua actividad musical en las numerosas iglesias y conventos de Madrid daba trabajo a numerosos profesionales. Además de la capilla para el servicio directo del Rey, había otras dos capillas reales: las de los reales monasterios de la Encarnación y de las Descalzas. En ocasiones la Capilla Real actuaba fuera del Alcázar, como en la ceremonia funeral y entierro de Velázquez (1661) en la iglesia de San Juan Bautista:

Hízose todo el oficio de su entierro con gran solemnidad, con excelente música de la capilla real, con la dulzura y compás y el número de instrumentos y voces que en tales actos y de tanta gravedad se acostumbra[32].

Las otras iglesias contaban también con músicos, al menos un organista, o los contrataban para celebraciones concretas tanto festivas como fúnebres. Misas, exequias, vísperas, novenas, salves y otras prácticas menos conocidas en la actualidad, como las siestas o reservas[33] completaban una actividad musical bastante continuada, para la que se componía nueva música o se echaba mano del repertorio polifónico del siglo XVI.

4. El siglo de la guitarra

Si hubiera que simbolizar en un instrumento la música española o, en particular, la música madrileña del siglo XVII, este sería, sin duda, la guitarra. Por docenas se cuentan en la literatura de la época las menciones a la misma, que la sitúan en todos los niveles sociales. Si hemos de creer a los novelistas y dramaturgos, todas las noches los alguaciles de la villa requisaban o rompían varias guitarras a los rondadores callejeros. Hoy día se utiliza la denominación guitarra barroca para referirse a aquel instrumento, tan distinto del modelo clásico-romántico posterior como de su predecesor medieval. Constaba de cinco órdenes de cuerdas: el primero o prima, generalmente simple, segundo y tercero dobles al unísono, y cuarto y quinto dobles octavados. Hacia 1600 el uso de la guitarra de cinco órdenes se había extendido y generalizado de tal modo, que el Tesoro de la lengua, de Sebastián de Covarrubias (1611), la define como

instrumento bien conocido y exercitado muy en perjuicio de la música que antes se tañía en la vihuela. Y en otro lugar añade: La guitarra no es más que un cencerro, tan fácil de tañer, especialmente a lo rasgado, que no hay moço de cavallos que no sea músico de guitarra.

Aunque no le faltaba razón, Covarrubias era un nostálgico que no entendía el caminar de los nuevos tiempos y los gustos de aquella festiva sociedad.

Algo parecido le ocurría a don Juan de Espina, nigromántico personaje que coleccionó en su casa los objetos más diversos, desde cuadros de Tiziano o instrumentos musicales a las prendas que llevaba don Rodrigo Calderón al ser ajusticiado. En un Memorial elevado a Felipe IV en 1632[34] solicitaba que el rey obligase por decreto a utilizar un modelo de guitarra especial preparado por él y que consideraba perfecto porque tenía trastes para conseguir los diferentes semitonos. Cuando la vieron los guitarristas se rieron de que hubiese hombre que quisiese tañer en aquella guitarra. En este punto explota el desprecio de don Juan:

Pues si hablásemos de los infinitos enjambres de guitarristas que hoy hay, sin entender ninguno de ellos palabra, es cosa perdida considerar adónde ha llegado la soberbia de su ignorancia, pues todo es burla con su notable maldad contra la ciencia, respeto que no hay hoy tramujista de plaza, ni logrero miserable, ni oficial el más mínimo mecánico que no quiera que su voto sea primero en la música.

Según él, los guitarristas saben que está falsa y mentirosa la guitarra, pero que así suena bien y cuesta poco trabajo el tañerla y ganan dineros con ella. Un guitarrista profesional como Nicolás Doizi (1645), músico de la Real Cámara, se expresaba más razonablemente:

Sobre ser instrumento perfecto o imperfecto, capaz o incapaz he oído varios pareceres […] lo tengo tan perfecto como el Órgano, Clavicordio, Harpa, Laúd y Tiorba.

Tres décadas más tarde el aragonés Gaspar Sanz (1674) zanjará la polémica con bastante gracia e ironía:

Otros han tratado de la perfección de este instrumento, diziendo algunos que la Guitarra es Instrumento perfecto, otros que no; yo doy por un medio y digo que ni es perfecta, ni imperfecta, sino como tú la hicieres, pues la falta o perfección está en quien la tañe y no en ella […] por lo qual, cada uno ha de hazer a la Guitarra buena o mala, pues es como una dama, en quien no cabe el melindre de mírame y no me toques.

Como instrumento universal que es, la guitarra aparece en las manos de los músicos de cámara del Rey y en las de los mozos de mulas, en las de los poetas como Góngora y en las de los comediantes de los corrales, en las de los galanes seductores y en las de las viejas caducas, en las de los clérigos predicadores y, obligatoriamente, en las de los barberos, cuyo tantálico suplicio en el infierno consiste, según Quevedo, en ver una guitarra y no poder tocarla[35]. La guitarra es el instrumento con el que los maestros de danzar y sus discípulos hacen sonar los acordes de las pavanas, gallardas, chaconas, zarabandas, rastreados, seguidillas, caponas, villanos, marizápalos y todo el enjambre de nuevos bailes que, como inventados por el diablo, se oyen por todos los rincones. Aunque para estos menesteres danzarios en los espacios abiertos son más apropiados los instrumentos altos (cornetas, chirimías y sacabuches) y para ello en el Prado de San Jerónimo, aproximadamente en un lugar no muy lejano a la actual fuente de Neptuno, existía la Torrecilla o Torre de la Música, construcción de dos alturas rematada con un airoso chapitel, desde cuyos balcones los ministriles amenizaban los paseos vespertinos de los madrileños[36].

Anónimo, s. XVII. Carrera de san Jerónimo

5. La música en el teatro y el teatro musical

Guitarras y chirimías también eran requeridas con frecuencia en las obras teatrales. Según Agustín de Rojas[37], en los entremeses de tiempos de Lope de Rueda

tañían una guitarra
y esta nunca salía fuera,
sino adentro y en los blancos
muy mal templada y sin cuerdas.

En las comedias habituales del siglo XVII su presencia es constante –suponemos que con cuerdas y relativamente bien afinada– para acompañar los tonos y romances que tan abundantemente salpican la acción dramática. Las chirimías, por el contrario, sirven en los autos sacramentales para subrayar la aparición en escena de Cristo o el Sacramento y en el teatro profano para ambientar momentos militares o ceremoniales o para cerrar el espectáculo.

En 1627 se estrenó la que parece ser la primera ópera española, La selva sin amor, con versos de Lope de Vega y música de Filippo Piccinini, pero no tuvo continuación, porque no respondía a una apetencia del público, sino a los intereses de un reducido grupo de florentinos residentes en Madrid. Las pocas óperas que vieron la luz hasta el final del siglo –Celos aun del aire matan y La púrpura de la rosa, con texto de Calderón y música de Juan Hidalgo– estuvieron motivadas por circunstancias políticas extraordinarias en el entorno de la Paz de los Pirineos. El propio Calderón lo reconoce en la loa para La púrpura de la rosa al afirmar

que intenta
introducir este estilo
porque otras naciones vean
competidos sus primores.

Pero normalmente el público español se mostraba refractario al lento desarrollo de la acción en la ópera, por lo que Calderón pregunta:

¿No miras cuánto se arriesga
en que cólera española
sufra toda una comedia
cantada?

Opinión que se repite en varios autores hasta los conocidos versos de Tomás de Iriarte aludiendo a la preferencia española por una rápida acción, de lances llena.

El resultado fue la aparición de la zarzuela, un nuevo género que combinaba diálogos hablados con abundantes pasajes cantados a solo o en coro. Calderón define el nuevo género en la loa de El laurel de Apolo:

No es comedia, sino sólo
una fábula pequeña,
en que, a imitación de Italia,
se canta y se representa.

La denominación de “zarzuela”, con que el género será conocido en lo sucesivo, se debe al palacete de recreo construido en un paraje de este nombre entre la Casa de Campo y El Pardo en la década de 1630-40. Andando el tiempo —dos siglos más o menos— la zarzuela llegará a ser el género musical madrileño por antonomasia, con sus archiconocidos tipos populares, pero en estos primeros momentos sus asuntos giraban en torno a las fábulas mitológicas. Bien mirado, quizá haya algo de específicamente madrileño en este gusto por colocar a los dioses de paisano andando por la calle. Ya lo hacía así Velázquez, que a veces hasta los vestía con andrajos.

BIBLIOGRAFÍA

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[Entre corchetes, la edición moderna por la que cito].

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ROBLEDO, Luis, Juan Blas de Castro (ca. 1561-1631). Vida y obra musical, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1989.

RODRÍGUEZ, Pablo-L., “Servir para merecer”, Scherzo, nº 142, marzo 2000, pp. 140-142.

SALES ESPAÑOLAS, o agudezas del ingenio nacional, recogidas por A. Paz y Meliá (Primera Serie), Madrid, Imprenta y Fundición de M. Tello, 1890.

STEIN, Louise, Songs of Mortals, Dialogues of the Gods. Musica and Theatre in Seventeenth-Century Spain, Oxford, Clarendon Press, 1993.

STEIN, Louise, “Calderón y el poder de la música”, Scherzo, nº 142, marzo 2000, pp. 144-148.


[1] “Algún año los días de labor sólo llegaron a ciento”. “Todo era ocasión de festejo: las efemérides consagradas por la realeza… la religión, con sus fiestas generales… las locales… y las fortuitas y de excepción”. (DELEITO, 1944, pp. 15 y 10). “Madrid era entonces una fiesta permanente, porque todo era fiesta o, lo que es igual, todo se metamorfoseaba en fiesta, en absoluta fiesta”. (ORTEGA, 1987, P. 261).

[2] “ En la música se representa la primera creación del universo y la fábrica celestial, la composición de nuestro material cuerpo y las partes de nuestra ánima. Porque en la verdad todo fue criado conforme a música concertada”. (VILLALÓN, 1967, p. 210). “Si miramos los movimientos de los orbes, que con el continuo girar hacen sempiterna harmonía, si se repara en los espíritus celestes, cuyo concento y admirable modo de voces excede nuestra inteligencia,…” (SUÁREZ DE FIGUEROA, 1913, p. 48).

[3] Silva titulada Himno a las estrellas (QUEVEDO, 1996, p. 404). En otros momentos recuerda Quevedo la doctrina platónica, pero sin más fuerza que la de servir de metáfora a unos ojos (pp. 340-341)

[4] No existe, por supuesto, ningún escrito o comentario de Velázquez sobre asuntos musicales. Tampoco se ha abordado apenas su obra desde una perspectiva musical, salvo por algún aspecto de Las hilanderas, quizá porque no parece haber material en el que basarse. Lo que aquí se afirma resume las conclusiones expuestas por mí en un reciente artículo (REY, 1999), ampliadas en el programa de mano de un espectáculo de la Compañía Nacional de Danza en el Teatro Real: “Velázquez y el poder de la música” (Madrid, Junio-2000, pp. 40-76).

[5] SUÁREZ DE FIGUEROA, 1913, p. 159.

[6] “Allá en lo interior, con el silencio mudo, se ejercitan las más perfectas virtudes” (MOLINOS, 1974, p. 125). “¿Cómo se ha de oír la suave, interna y eficaz voz de Dios en medio de los bullicios de las criaturas ?” (Ídem. p. 199).

[7] BOUZA, 1989, p. 224.

[8] SAAVEDRA, 1999, p. 300.

[9] SAAVEDRA, 1999, p. 238. Sagrario López, responsable de esta reciente edición de las Empresas, hace notar que entre la primera (Munich, 1640) y la segunda (Milán, 1642) Saavedra efectuó algunas reformas en su obra. La más significativa para nuestro interés en este momento es la supresión de la primitiva empresa 5, Hor il scetro, or il pletro, en la que el autor “daba a entender que la música es una diversión apropiada para los príncipes” (p. 97). Seguramente alguien con mucho peso en la corte avisó a Saavedra de la inconveniencia de algunos de sus consejos.

[10] PÉREZ DE MOYA, 1996, p. 686.

[11] TASSIS, 1986, p. 25. Aparece la misma idea en una obra contemporánea de importancia emblemática en la historia de la música: la ópera o favola de Claudio Monteverdi L’Orfeo (1606), en la que el guardián de los infiernos, Caronte, se duerme al escuchar la música de Orfeo y ello permite el paso de éste al inframundo.

[12] SÁNCHEZ, 1972, p. 116. La crítica de Sánchez se extiende más pormenorizadamente sobre el sentido de la vista, porque es al que más importancia se ha dado en nuestra cultura, pero sus obsrvaciones son igualmente válidas para el oído.

[13] QUEVEDO, 1996, p. 76.

[14] ESPINEL, 1972, p. 188.

[15] SAAVEDRA, 1999, p. 209.

[16] SANTA CRUZ, 1996, p. 463. Por el contrario, ESPINEL (p. 156), que era excelentemúsico, comenta de los eunucos: “Este género de gentes está en la república muy infamado de mal intencionado, no sé si con razón, porque la libertad que usan en no disimular cosa, antes creo que les queda de ser siempre niños, más que de ser mal intencionados. Esto se entiende acerca de los que no profesan la música, que en los que la profesan he visto muchos cuerdos y muy virtuosos”, y pone como ejemplos a varios cantores famosos en la época.

[17] PINHEIRO, 1989, p. 88.

[18] GASCÓN DE TORQUEMADA, 1991, p. 258.

[19] BARRIONUEVO, 1996, p. 257.

[20] FURIÓ CERIOL, 1950, p. 319.

[21] SANTA CRUZ, 1996, p. 239. Además del capítulo dedicado específicamente a la música (ParteV, cap. 2º), la colección continene otras muchas alusiones musicales muy pertinentes para estudiar el lugar de la música y de los músicos en la sociedad y en la mentalidad de la época.

[22] REY, 1997, pp. 60-61.

[23] p. 69.

[24] ROBLEDO, 1989.

[25] RODRÍGUEZ, 2000, p. 140. En la Laura de música eclesiástica (1644), de Juan Ruiz de Robledo, conservada manuscrita en la Bibl. de El Escorial se afirma acerca del rey: “Ha compuesto admirablemente muchas obras en latín y romance… y las rije y canta por su persona magistralmente”.

[26] RODRÍGUEZ, 2000, p. 142.

[27] GASCÓN DE TORQUEMADA, 1991, pp. 181 y 186.

[28] GASCÓN DE TORQUEMADA, 1991, p. 25.

[29] LUCAS HIDALGO, 1950, p. 283.

[30] SALES ESPAÑOLAS, 1890, p. XXX-XXXV.

[31] Los ojos y los oídos de los españoles estaban tan acostumbrados a estos espectáculos, que apenas se sorprendían y, por ello, casi no han quedado descripciones de los mismos. Algunos viajeros extranjeros sí dejaron plasmada por escrito su extrañeza, como el francés François Bertaut, que estuvo por aquí en 1559. V. DÍEZ, 1990, p. 229.

[32] PALOMINO, 1947, p. 934.

[33] V. LÓPEZ-CALO, 1983, p. 120 y ss., que puede servir de resumen para la historia musical de aquel siglo, sobre todo en la práctica religiosa.

[34] El manuscrito se conserva en la Biblioteca Nacional de Lisboa. Puede verse completo en BARBIERI, 1986, pp. 188-201.

[35] V. REY, 1997, p. 79, donde se resumen apretadamente más de un centenar de citas literarias de la primera mitad del siglo XVII con la guitarra como protagonista.

[36] Aparece señalada ya en el plano de Antonio Mancelli (1622) como “La Torrecilla de la música de Prato”, claramente dibujada en un grabado de finales de siglo (Biblioteca Nacional, sección Bellas Artes, inv. 19370) y pintada al óleo en un cuadro anónimo que perteneció al marqués de la Torrecilla (¡) y actualmente posee la marquesa de Santa Cruz. En el cuadro se ve a un tañedor de chirimía en el balcón. de la torre V. EL ORO Y LA PLATA, pp. 485, 493, 495 y 727. Debo esta interesante observación a la perspicacia y generosidad del profesor Luis Robledo.

[37] ROJAS, 1603, p. 153.





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