Imaginemos una entrevista imaginaria:
— Fray Juan, ¿qué piensa Vuestra Reverencia de la música, siendo, como es, el más excelso poeta de nuestra lengua? ¿Qué género de música prefiere?
— La música callada.
Y ahí, ante tan rotunda respuesta, se acabaría la entrevista y debería acabarse este comentario y, quizá, hasta este ciclo de conciertos, que se cambiarían por cuatro sesiones de silencio, si en esta ciudad quedase todavía un lugar donde el silencio fuera posible y suponiendo que el silencio sea materia transmisible a través de las ondas herzianas. No es para menos, puesto que la postura de Juan de la Cruz es así de clara y está expuesta mil veces y de todas las maneras posibles.
Abramos sus obras por la primera página.[1] En el Lib. I, cap. 1 de la Subida al Monte Carmelo, al declararse el sentido del primero y capital verso En una noche oscura, leeremos:
… que es la privación y purgación de todos sus apetitos sensuales, acerca de todas las cosas exteriores del mundo y de las que eran deleitables a su carne…[2]
Pasemos al cap. 3 y veremos:
Privando el alma su apetito en el gusto de todo lo que el sentido del oído puede deleitar, según esta potencia, se queda el alma a oscuras y sin nada… Porque aunque es verdad que no puede dejar de oír y ver y oler y gustar y sentir, no le hace más al caso, ni le embaraza más el alma, si lo niega y lo desecha, que si no lo viese ni lo oyese, etcétera. Como también el que quiere cerrar los ojos quedará a oscuras como el ciego que no tiene potencia para ver.
En el cap. 4 la cosa se pone más oscura aún:
Toda la hermosura de las criaturas, comparada con la infinita hermosura de Dios, es suma fealdad… Y toda la gracia y donaire de las criaturas, comparada con la gracia de Dios, es suma desgracia y sumo desabrimiento… Y todos los deleites y sabores de la voluntad en todas las cosas del mundo, comparados con todos los deleites que es Dios, son suma pena, tormento y amargura.
Y después capítulos y capítulos para probar ser necesario para llegar a la divina unión carecer el alma de todos los apetitos, por mínimos que sean. Y, más concretamente: Si se le ofreciere gusto de oír cosas que no importen para el servicio y honra de Dios, ni lo quiera gustar y las quiera oír. Siguiendo la máxima: Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada.
Cierto que el oído es vehículo necesario para conocer, por ejemplo, las verdades a las que la fe tendrá que dar su consentimiento, pero ahí se acaba su función. El frailecico metido a exegeta de sus propios versos no se cansa de repetir machaconamente que quien quiera llegar al fin que propone, que no es otro que la unión del alma con Dios, ha de ir a oscuras de todo cuanto pueda entrar por el ojo y de todo lo que se puede recibir por el oído y se puede imaginar con la fantasía y comprender con el corazón.
¿Queda algo más por decir sobre ello? Pues sí: que
el verdadero espíritu antes busca lo desabrido en Dios que lo sabroso, y más se inclina al padecer que al consuelo, y a las sequedades y aflicciones que a las dulces comunicaciones, sabiendo que esto es seguir a Cristo y negarse a sí mismo y esotro por ventura buscarse a sí mismo en Dios, lo cual es harto contrario al amor. [Todas las potencias] han de quedar atrás y en silencio para que Dios obre de suyo en el alma la divina unión… Por lo cual, mejor es poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios… Debe, pues, el espiritual, al primer movimiento, cuando se le va el gozo a las cosas, reprimirle, acordándose del presupuesto que aquí llevamos, que no hay cosa de que el hombre se deba gozar, sino en si sirve a Dios y en procurar su gloria, no mirando en ellas su gusto ni consuelo.
La huída de la belleza y la hermosura debe ser tan radical, que
muchas personas espirituales, que tenían algunas gracias y dones de la naturaleza, alcanzaron de Dios con oraciones que las desfigurase, por no ser causa y ocasión de alguna afición o gozo vano.
Hasta tal extremo llevaba el Padre Juan el control de los sentidos y de los apetitos, que, enterado de que a la Madre Teresa le producía particular gozo comulgar con hostias grandes, la mortificaba dándole trozos pequeñitos. Desde esta óptica, repetida una y mil veces no sólo en la Subida, sino en la Noche oscura y en el Cántico, la música no es más que un estorbo y un peligro para que el alma se desvíe del camino emprendido.
Nada menos apropiado para recordar y homenajear al poeta que un concierto, acto al que –se supone, aunque no siempre sea cierto– la gente acude para disfrutar y halagar los oídos. Se puede argumentar que no hay que llevar las cosas a tal extremo y que los que van a un concierto no quieren ser santos, sino simplemente escuchar música, y que un personaje de tan fina sensibilidad, tan buen conocedor de Garcilaso, Fray Luis y el Cantar de los Cantares, estudiante de Salamanca y todo lo que se quiera poner aquí, no pudo vivir ajeno por completo a la música de su tiempo y tuvo que conocer y estimar en su valor no sólo el canto llano y la polifonía religiosa, sino hasta la música profana popular o culta, instrumental o vocal. No nos han llegado muchos datos de que conociera algo de esto –algunos veremos más adelante– pero acerca de su estima por todo ello creo que lo dicho es suficientemente expresivo: la música, cualquier música, es un peligro del que hay que alejarse.
Más adelante, sin embargo, parece como que se abre un pequeño resquicio. En efecto, una vez purgados los sentidos en la noche activa, puede la voluntad poner la afición del gozo en algunos bienes, incluso sensuales, cumpliéndose determinada condición:
… si parase el gozo en algo de lo dicho, sería vanidad; porque, cuando no para en eso, sino que luego que siente la voluntad el gusto de lo que oye, ve y trata, se levanta a gozar en Dios, y le es motivo y fuerza para eso, muy bueno es; y entonces, no sólo no se han de evitar las tales mociones cuando causan esta devoción y oración, mas se pueden aprovechar de ellas, y aún deben, para tan santo ejercicio; porque hay almas que se mueven mucho en Dios por los objetos sensibles… Y es que, todas las veces que oyendo músicas u otras cosas y viendo cosas agradables y oliendo suaves olores o gustando algunos sabores y delicados toques, luego al primer movimiento se pone la noticia y afición de la voluntad en Dios, dándole más gusto aquella noticia que el motivo sensual que se la causa, y no gusta de tal motivo sino por eso… y en esta manera se puede usar, porque entonces sirven los sensibles para el fin que Dios los crió y dio, que es para ser por ellos más amado y conocido.
Lo curioso y paradójico es que, llegado el sentido a tal grado de purificación, cualquier objeto sensible le puede servir para dar el salto y conseguir su objetivo que es la unión con el Amado.
De parte del oído purgado en el gozo de oír, se le sigue al alma ciento tanto de gozo muy espiritual y enderezado a Dios en todo cuanto oye, ahora sea divino, ahora profano lo que oye… De donde al limpio todo lo alto y lo bajo le hace más bien y le sirve para más limpieza; así como el impuro de lo uno y de lo otro, mediante su impureza, suele sacar mal.
Dicho llana y bruscamente: llegados a este punto, tanto daría un concierto de canto llano como de tangos o rock (desde la perspectiva, por supuesto, de nuestro buen fraile, que ahora estará gozando de la contemplación divina; nosotros, demasiado sensuales todavía, debemos optar entre no halagar nuestros oídos con ningún tipo de música o poner cuidado en lo que oímos, no nos hagamos polvo los tímpanos y el gusto). Incluso el canto llano y la polifonía religiosa encierran el peligro de que creamos que por ser píos no son sensuales.
Lo cual podrás muy bien entender en aquella fiesta que hicieron a Su Majestad cuando entró en Jerusalén, recibiéndole con tantos cantares y ramos, y lloraba el Señor, porque teniendo ellos su corazón muy lejos de Él, le hacían pago con aquellas señales y ornatos exteriores. En lo cual podemos decir que más se hacían fiesta a sí mismos que a Dios; como acaece a muchos el día de hoy que cuando hay alguna solemne fiesta en alguna parte, más se suelen alegrar por lo que ellos se han de holgar en ella… y Dios se estará con ellos enojando, como lo hizo con los hijos de Israel cuando hacían fiesta cantando y bailando a su ídolo, pensando que hacían fiesta a Dios, de los cuales mató muchos millares.
Estimaciones auditivas
En resumen, el papel que la música –¡ojo!, cualquier música– juega en el camino que fray Juan intenta describir es el de peligro constante del que más vale huir, desconfiando de las propias fuerzas. Así me parece que lo hizo nuestro buen fraile desde joven y debió de conseguirlo, a juzgar por el tono despectivo que se trasluce en ciertas expresiones. Por ejemplo, a propósito de los hipócritas que hacen el bien para que se sepa, trae a colación la comparación evangélica el tañer de la trompeta. O a propósito de los predicadores de buena retórica pero poco espíritu que sólo sirven para deleitar el oído, como una música concertada o sonido de campana. Por “música concertada» hay que entender «polifonía» y, para ser la única vez que hace referencia a ella, no parece quedar en muy buen lugar –dentro de su sistema– aunque al menos reconoce que deleita al oído. Ponerla, incluso, junto a las campanas (sin que yo quiera hacer menos a tan digno instrumento), tampoco resulta un elogio para la polifonía. Y añade, por si hubiera dudas: Poco importa oír una música sonar mejor que otra, si no me mueve más esta que aquélla a hacer obras.
Al hilo de esta frase Luis Lozano comenta que «el místico, el orador, el artista, están predestinados a mover afectos, a transferir actividad, extraída de su pasividad interior. La intención del artista religioso, como la del místico –sus vivencias son paralelas– es mover a devoción». A mi parecer hay aquí una confusión. Fray Juan se está refiriendo al predicador que, como el músico, actúan necesariamente de cara a la galería. El místico no. Este desarrolla su «ministerio» en lugar solitario y aun áspero, para que el espíritu sólida y derechamente suba a Dios y no pretende mover a nadie, si no es a sí mismo. Sólo por circunstancias externas a su «actividad» el místico se ve obligado a salir de su encierro voluntario y convertirse en predicador, aun a sabiendas de que su experiencia es imposible de comunicar. Sólo como resultado de una especie de rebosamiento el místico –léase fray Juan– se transmuta en poeta o, incluso, en pintor y nos conmueve, aunque no sea ése el fin que se propone, sino más que nada el dar salida a un caudal que él no puede dominar del todo. Hace unos días Emilio Adolfo Westphalen afirmaba que «la poesía brota por sí misma y muchas veces sorprende por su belleza al hombre que la está escribiendo. La poesía comienza a existir siempre después del poema». En el caso de nuestro frailecico, la insuficiencia de sus explicaciones en prosa es tan flagrante, que lo imagino escribiendo los poemas con una mano y los comentarios con la otra según la conocida máxima evangélica.
De cualquier forma, lo que resulta más sorprendente de la idea expuesta por nuestro poeta –claramente expresionista y barroca– es lo poco bueno que dice de su percepción musical, porque una música que suena mal, desagradablemente, no es comparable a un orador llano, sin retórica, sino a uno grosero y deslenguado, y ni aquélla ni éste deberían mover el espíritu de nadie, salvo el de quien está en el grado de perfección sensorial descrito más arriba, al que, por tanto, igual le dan ocho que ochenta. Y una música que suena bien, realmente bien, no es comparable a un orador retórico, redicho y sin «espíritu». Creo no exagerar, si apunto aquí una diferencia entre fray Juan y fray Luis, para el que la música extremada es la que pone orden en el cosmos, o Gutierre de Cetina o Vicente Espinel o tantos otros contemporáneos que expresaron claramente su sensibilidad para la buena música.
Tampoco queda muy bien parada la música de acá abajo cuando, comentando el famoso verso la música callada, dice: …de suerte que le parece una armonía de música subidísima, que sobrepuja todos los saraos y melodías del mundo.
Antonio Gallego ha destacado una frase del comentario al Cántico espiritual (por cierto, omitiendo el autor y cercenando el contexto): «El sentido del oído es más espiritual o, por mejor decir, allégase más a lo espiritual y así el deleite que causa es más espiritual». Pero la frase completa de nuestro autor añade …que el que causa el tacto, porque está comentando el verso el silbo de los aires amorosos y quiere describir y comparar los dos efectos que el aire causa en el tacto y en el oído. Conviene, por tanto, reducir a sus justos términos la afirmación de Gallego: «Hay una evidente valoración del oído sobre el resto de los sentidos». No, sino sólo sobre el tacto, lo cual no es ninguna novedad venida de Italia y menos en el contexto religioso. Por lo demás, el hecho de que el deleite que produce el oído vaya más directamente al espíritu implica un peligro más directo y a la vez más sutil, lo que en el pensamiento de fray Juan sitúa a la música en la zona a evitar.
La escasez de referencias musicales directas en los escritos del poeta hace que poco a poco nos hayamos ido centrando en el sentido del oído, que no es exactamente lo mismo que la música. A veces puede considerarse negativamente significativa la omisión de esta última en favor de las palabras, que también afectan al oído. Así, muchas de las cautelas lanzadas contra este sentido se refieren a las palabras. De igual modo, al describir los fenómenos con que son regalados los sentidos en algunos momentos de la ascesis mística, el comentarista enumera
locuciones y palabras al oído y visiones de santos a los ojos y resplandores hermosos y olores a las narices y gustos y suavidades en el paladar y otros deleites en el tacto… Otras veces acaecen en alguna palabra que dicen u oyen decir…
¿Qué cosa hubiera sido más «natural» que escuchar músicas celestiales en los éxtasis y arrobos? Pues no. Desgraciadamente, para saber cómo son éstas habrá que esperar a llegar al Paraíso. ¿Por qué los demás sentidos se reparten resplandores, olores, suavidades y deleites, y para el oído sólo quedan palabras? Como me parece muy fuerte echarle la culpa de este desigual reparto a la Divinidad donante, no veo otro remedio que traer a colación un principio escolástico que fray Juan emplea con profusión: Quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur. Id est: Las limitaciones de los dones deben achacarse a la capacidad del receptor y no del donante. Lo que en nuestro caso equivale a afirmar algo que, seguramente, no gustará a todo el mundo: No es la música –nuestra música, la que suena– algo que interesase a fray Juan de modo especial. Con lo cual no quiero decir que fuera insensible a la música, sino sólo lo que digo. Me explicaré mejor con un ejemplo en paralelo: Nadie podrá afirmar que Juan de la Cruz fuera insensible a los encantos que el amor carnal puede suministrar a la vista y el tacto, pero tampoco se puede decir que le interesasen lo más mínimo, sino todo lo contrario. Por ello mismo sería de todo punto improcedente homenajearlo con una exposición de los mejores desnudos de la pintura de su época. (Ahora que lo pienso, a lo mejor no resultaba tan improcedente).
La prevención y distanciamiento de fray Juan respecto a la música es un punto más que relaciona su misticismo con ciertos místicos y pensadores musulmanes. Desde que Asín Palacios inició el tema, es mucho lo que se ha escrito y las semejanzas que se han puesto de manifiesto, sin poder en ningún caso documentar una relación siquiera remota. El propio Asín publicó interesantes documentos sobre la práctica del canto religioso entre los sufíes, apuntando la hipótesis de que fuera una hibridación yogui, sin tradición en el Islam. Sea como fuere, alguno de los textos es claramente contrario a tales prácticas:
Guárdate bien de asistir a sesiones de canto religioso. Si tu maestro te indica que debes asistir, asiste, pero no escuches lo que se cante y ocúpate en el ejercicio de las jaculatorias, pues la audición de éstas te será más conveniente que la de los versos, principalmente porque son contados los casos en que el cantor no recita versos eróticos, y el alma al escucharlos se siente vivamente conmovida y excitada.
Y, si no nos llevase demasiado lejos de estas tierras, sería bueno poner aquí ciertas opiniones sobre la música del Settembrini de la Montaña mágica, de Thomas Mann –»… la música es peligrosa», etc.– con quien seguramente ni los sufíes ni Juan de la Cruz tuvieron relación alguna.
Como consecuencia de todo esto, la experiencia musical de nuestro homenajeado debía de ser bastante limitada, por lo que no conviene dar mucho valor a su afirmación de que en un convite hay sabor de todos manjares y suavidad de todas músicas. Seguramente lo más cerca que vio un convite de estas características fue en alguna novela de caballerías. Lo mismo ocurre con las referencias a algunos instrumentos musicales. Las cítaras aparecen al repetir el conocido pasaje de los veinticuatro Ancianos del Apocalipsis, sin que se pueda asegurar siquiera que designen a un instrumento preciso. Casi igual puede decirse de las liras:
Porque así como la música de las liras llena el alma de suavidad y recreación, y le embebe y suspende de manera que le tiene enajenado de sinsabores y penas…
¿A qué liras se refiere? ¿Quizá a la lira da braccio o la lyra-viol, instrumentos de difusión muy limitada, aunque conocidos en España segín atestigua el Tesoro de Covarrubias? ¿Dónde habría escuchado tales liras? ¿Quizá en algún rapto? Evidentemente no. No se trata de eso. Erraría quien pretendiera extraer la más pequeña noticia sobre la música práctica de la época exprimiendo las obras de nuestro fraile, porque a él esa música le interesaba mucho menos que la otra. ¿Y cuál es la otra? ¿El canto llano? No, el canto llano también es música de acá abajo, de la que no interesa. Por encima de la música instrumental y de la música humana está la música mundana, la que las esferas astrales realizan en una armonía inacabable. Ni siquiera ésta interesa a nuestro místico, porque todavía resulta demasiado apegada a la materia, porque todavía se puede decir de ella que «suena» de algún modo (Campanella en su Ciudad del sol imaginaba un aparato que recogería y haría audibles las armonías estelares). Algunos teóricos de la Baja Edad Media hablaban de la música divina, armonía inmutable y eterna, de la que podría afirmarse que es silenciosa («callada»), porque no sufre movimiento alguno. Esa es la única que le interesa a Juan de la Cruz, pero de ella habla más extensamente Jose Ramón Ripoll en otro comentario.
Canciones
Así denomina el poeta la mayor parte de sus obras. No fueron pensadas con música, aunque algún testimonio habla de que las monjas las cantaban a veces. Hasta muy modernamente a nadie se le ocurrió ponerlas en solfa, precisamente porque, a diferencia de Góngora, Garcilaso o Lope, Juan de la Cruz no estaba relacionado con medios musicales. De su musicalidad y ritmo han hablado magistralmente Dámaso Alonso, Gerardo Diego, el recientemente desaparecido Gabriel Celaya y otros. Aquí quiero hablar brevemente de las canciones que diversos testimonios ponen en relación con nuestro poeta y que, de algún modo, nos esbozan un cierto entorno musical. Por ejemplo, el Hermano Martín de la Asunción declara: Por los caminos iba cantando muchos himnos de Nuestro Señor y salmos de David y versos de los Cantares. Testimonio reforzado por el P. Juan Evangelista: Lo que más gastaba en oración y cantar salmos, que es lo que de ordinario cantaba. Si existe una música mono-tona, es precisamente la de la salmodia, pero sobre gustos…
Otro testimonio se refiere a la Navidad del año 1585: Mostrándole un Niño Jesús dormido sobre una calavera, muy lindo, dijo: Señor, si amores me han de matar, agora tienen lugar. Se trata de un popular villancico del que conocemos varias versiones polifónicas en el Cancionero Musical de Palacio, Cancionero de Uppsala y en la Orphenica Lyra de Fuenllana, que lo atribuye a Mateo Flecha el Viejo. Hacia este género de canción popular parece que sí prestó oídos Fray Juan, pero más por la letra que por la música. Nótese que la cita no afirma que fray Juan cantase en aquella ocasión, sino sólo que ‘dijo’. Una escena muy repetida como testimonio de su sensibilidad por la música nos aclarará este punto.
A los pocos días de escaparse de la celda toledana en la rocambolesca forma tantas veces contada y padeciendo aún la debilidad resultante de tantos meses de encierro y sufrimiento, fray Juan conversaba a través de la reja con las religiosas del convento de Beas. La priora, por obsequiarle, ordenó a dos monjas jóvenes que cantasen unas coplas espirituales:
Quien no sabe de penas
en este triste valle de dolores,
no sabe de buenas,
ni ha gustado de amores,
pues penas es el traje de amadores.
Al punto fray Juan se asió a la reja con una mano y con la otra hizo señal a las monjitas de que callasen y cesase el canto, y entró en éxtasis. Es evidente que, más que la música, fue ese preciso texto en esa precisa circunstancia lo que removió lo más hondo de su sensibilidad. Por lo demás, la lira en cuestión tampoco es ningún paradigma poético. Mayor valor tiene un villancico que oyó cantar a alguien que pasaba por la calle, desde su celda toledana y que le causó también honda impresión:
– Muérome de amores,
Carillo. ¿Qué haré?
– Que te mueras, ¡alahé!
Estando en la cama en sus últimos días un caballero le trajo tres músicos, que tañeron durante un rato, mientras fray Juan, con los ojos cerrados parecía prestar atención a sus otras músicas. A los pocos días su amigo Pedro de San José pretendió de nuevo distraerle con música, «que él sabía gustar mucho», pero fray Juan rehusó el regalo:
No será razón que queriéndome regalar Dios con estos grandes dolores que padezco, yo lo procurara templar y moderar con música y entretenimiento.
Postura perfectamente coherente con lo expuesto en sus escritos.
En los poemas o, mejor, canciones se perciben expresiones procedentes de tal o cual villancico, o tal o cual romance (la referencia a la tortolica del romance de Fontefrida ha sido resaltada por varios autores y detenidamente analizada por Marcel Bataillon). El cancionero popular es –con el Cantar de los Cantares, Garcilaso y los poetas a lo divino– una de las fuentes más caudalosas de las que se sirve fray Juan, pero –insistiré una vez más– por la letra, no por la música de las canciones. Apenas nos sirven más que de marco de referencia. Un pastorcico solo está penado y Tras un amoroso lance son contrafacturas de canciones cuya música conocemos en su versión instrumental o polifónica, seguramente desconocida para el poeta.
Por eso me atreveré, aunque quiza no sea éste el lugar apropiado, a idear una propuesta de concierto que nos podría transmitir a través de la música –la peligrosa y sensual música– algo de la estética y de la sensibilidad musical que fray Juan manifiesta a pesar de y por encima de las prosas ascéticas. Porque, digámoslo ya, hay una contradicción en fray Juan que nos permite poner entre interrogaciones algunas de sus afirmaciones más repetidas. ¿Para qué escribir en verso –y qué versos– halagando los oídos y provocando en el espíritu unas emociones incontrolables como casi ningún poeta ha conseguido hacerlo? ¿Para qué perder el tiempo en retocar tal imagen, en buscar vocales oscuras, en jugar con los fonemas, las palabras, las metáforas, las figuras retóricas, las citas a los clásicos? ¿Por qué, en resumen, escribir poesía y no un tratado de doctrina o, mejor, no escribir nada, puesto que la experiencia mística es inefable? No seré yo quien me atreva a dar respuesta a todos estos interrogantes, pero, puesto que el propio fray Juan decidió o no tuvo más remedio o recibió el encargo del Cielo para escribir el Cántico y las demás maravillas –y todos debemos estarle agradecidos por esta contradicción– bueno será que nosotros cooperemos añadiendo a la delicia de los versos la delicia de la música, sacando partido a este desliz doctrinal.
En lugar destacado debería sonar la Música callada de F. Mompou que, aunque no es exactamente a lo que se refería fray Juan, es quizá la música que en nuestros tiempos mejor ha captado su espíritu y lo ha sabido trasladar al pentagrama. Y antes y después se escucharían músicas de ésas que llevan en su interior algo de popular, algo de italiano, algo de religioso, algo de herético, algo de moro, pero que no son clasificables en un solo apartado. Mudarra, Vázquez, Flecha, Fuenllana, Ortiz, Cabezón… ¿qué sé yo? Hay mucha, porque fray Juan tuvo la suerte de vivir en el mismo siglo que muchos buenos músicos, a los que no quiso escuchar porque pensaba erróneamente que andaban por sendas muy distantes de la suya y no era así. Y no me refiero al ya manido «misticismo musical español», sino a lo que habría que empezar a denominar «erotismo musical español», porque en definitiva es el amor el que está en la raíz de la mejor música y la mejor poesía de aquella época, como lo está en la poesía de fray Juan.
Los limpios de corazón son llamados por nuestro Salvador bienaventurados, lo cual es tanto como decir enamorados, pues que bienaventuranza no se da por menos que amor.
[1] San Juan de la Cruz, Obras (Madrid: Apostolado de la Prensa, 1958).
[2] Años más tarde fray Agustín Antolínez, agustino, escribió amplios comentarios a los poemas de Juan de la Cruz. Al comentar este primer verso dice entre otras cosas: “Y llámase este estado Noche oscura … porque … es quedar el alma desnuda de sí misma y de todos sus gustos que puede recibir por todos sus sentidos, ora sea vista, ora oído, gusto o tacto y las demás potencias… Verdad es que no puede dejar en este estado de ver alguna vez, oír y oler, gustar o sentir; pero es lo mismo para ella. Ni la embaraza más que si no lo viese ni oyese…” Fray Agustín Antolínez, Amores de Dios y el alma, ed. del P. Ángel Custodio Vega (El Escorial: La Ciudad de Dios, 1956), pp. 260-264.