Veterodoxia – Pepe Rey

El Delfín de Narváez, entre dos aguas

Pepe Rey

Comentario leído en la Biblioteca Nacional, de Madrid, el 27 de febrero de 2020 durante la presentación de la edición facsímil de Los seis libros del Delphín, de Luis de Narváez.

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Publicado (con errores y omisiones) en Hispanica Lyra, nº 26, noviembre 2020, 21-25.

En el prólogo de Los seis libros del Delphín afirma su autor que ha puesto ese título “con justa causa, porque es un pescado muy aficionado y sentido en la música, del qual se escriven grandes cosas”. Es una razón, desde luego, pero quizás no sea suficiente, a mi entender, para dedicar al delfín todo un libro de música y, más en concreto, música para vihuela. Porque en realidad ¿qué relación podemos establecer entre el delfín y la vihuela? Para explicarlo, mejor una imagen que mil palabras, de modo que en la página contigua se imprime, sin más explicaciones, un grabado que se repetirá al principio de cada libro.

Intelligenti pauca. Quien posea suficientes conocimientos de mitología clásica identificará de inmediato a Arión de Lesbos con una vihuela en sus manos subido a lomos de un delfín. De este modo el título del impreso parece ya algo más justificado. El desconocido grabador que firma con las iniciales AB quizás se inspiró en un libro muy de moda en Europa por aquellos años: el Emblematum liber, de Andrea Alciato, publicado en 1531 y reeditado varias veces en Augsburgo y París en fechas anteriores a la publicación del Delphín: en concreto, la edición de París, 1536, podría haber servido como modelo inspirador.

Conviene notar, en todo caso, que esta imagen del mítico Arión es la única referencia a la antigüedad clásica en todo el libro, si descontamos una tópica alusión a la música de las esferas en las “coplas del autor en loor de la música” que cierran el volumen. La excepcionalidad del detalle de clasicismo de Arión y el delfín basta para poner en duda que el tópico calificativo renacentista resulte muy adecuado para aplicarlo a la obra de Narváez, porque no hay elementos de la cultura grecorromana que renazcan en su contenido. Son otras culturas las que se muestran activas en el libro, como espero mostrarles.

Sobre la vida de Luis de Narváez solo podemos esbozar hipótesis hasta el 18 de mayo de 1537 en que obtiene el privilegio real para imprimir sus obras.[1] Si estaba en Granada durante el verano de 1526, coincidió en espacio y fecha con la famosa conversación que tuvo lugar en los jardines del Generalife entre Andrea Navagiero y Juan Boscán, que revolucionó la poesía en lengua castellana, con notables consecuencias también para la música.[2] Y, si poco después viajó por Italia en el séquito de Carlos V junto a su patrón Francisco de los Cobos, tuvo que percibir los nuevos estilos que se respiraban en la cultura italiana no solo en arquitectura, pintura y escultura, sino también en poesía y música. Sin embargo, en los 19 poemas de nuestro vihuelista reunidos por el editor Esteban de Nájera en su Cancionero (Zaragoza, 1554) no se atisba el menor signo de influencia de esos nuevos estilos poéticos.[3] Narváez se mantuvo siempre fiel a la ya declinante tradición castellana de la poesía de cancionero.

Tampoco tenemos muchos datos sobre el impresor Diego Fernández de Córdoba.[4] Reproduzco aquí la portada de una publicación suya de 1539, Las cient novellas de micer Juan Bocacio Florentino, traducción del famoso Decamerone (1353), por su interesante iconografía musical, inusual en impresos españoles de aquella época, y porque puede ser un reflejo de los aires que se respiraban en Valladolid, que, no se olvide, en aquel momento funcionaba como capital de un imperio.

Puestos a buscar algún mito clásico que podamos relacionar con el contenido de los Seys libros del Delphín, me parecen más a propósito las fábulas que narran las contiendas o concursos musicales de Apolo con Pan y, sobre todo, con Marsias. Diré por qué. Dejando a un lado las diversas interpretaciones que se han dado a estos mitos a lo largo de la historia[5] y más allá de la clásica contraposición entre los instrumentos de cuerda y los de viento –tan querida por los tañedores de cuerda–, salta a la vista que en ambas disputas queda reflejado un enfrentamiento entre dos concepciones de la música y, por ende, de la cultura: de una parte está la música de los dioses, representados por Apolo –la divinidad de Pan parece de segunda clase–, y enfrente la de esos seres agrestes que en el mito son los sátiros, pero que sin forzar apenas nada, nos pueden incluir también a los humanos, que evidentemente tampoco somos dioses.

Me refiero, por supuesto, al común de los mortales, como ustedes y como yo, no a esos otros que se creen dioses o, según afirman ellos mismos con frecuencia, pretenden representar a los dioses en la tierra. A esos los englobaremos en la cultura de los dioses, puesto que así lo prefieren ellos. Podemos incluir en esta cultura a los emperadores, los reyes, los obispos, los ministros, los generales, los jueces, los catedráticos, los académicos, los presidentes, los directores, etc., con todo el séquito y la parafernalia que suele rodearlos. Para distinguirlos de nosotros, el pueblo llano, vamos a llamarlos ‘la élite’ o ‘la cultura oficial’.

Europa tardó muchos siglos en ser consciente de que existía una cultura o sabiduría popular, el folk-lore, muy distinta de la que hasta entonces se consideraba como única cultura, la de la élite. Tal cosa ocurrió a mediados del siglo XIX y desde entonces los historiadores, antropólogos, etnólogos, etc. han ido ahondando en el conocimiento de la cultura popular. Esas dos culturas han coexistido en Europa durante muchos siglos con no pocas fricciones entre ellas. Una de las principales diferencias entre ambas estriba en el modo en que cada una transmite sus conocimientos y sus costumbres. La cultura de las élites utiliza la escritura como medio preferente, por lo que ha generado montañas de documentos –de lo cual es buena prueba el lugar en que nos encontramos–, mientras la cultura popular se ha servido sobre todo de la transmisión oral, de modo que apenas ha dejado documentos escritos.

Durante muchos siglos la tendencia de la cultura de los dioses ha sido –los mitos de Apolo contra Marsias y Pan son muy explícitos en este aspecto– menospreciar e, incluso, combatir, aplastar y destruir a la cultura popular por considerarla más bien ‘incultura’, puesto que es propia de la gente ‘inculta’, según sus criterios, o sea, la gente que no sabe leer ni escribir. Pero la cultura popular supo sobrevivir a tantas fuerzas contrarias gracias al enorme poder de resistencia de la tradición. Y no solo eso: poco a poco fue colonizando a la cultura de las élites provocando a veces verdaderas revoluciones en aspectos importantes de la vida. Algunos historiadores se refieren a los ‘intermediarios’ o ‘agentes transmisores’ que recogen elementos de la cultura popular y los importan con éxito a la cultura de las élites.[6] El Delphín de Narváez ejemplifica con claridad tanto la existencia de estas dos culturas, como el proceso de asunción por la cultura de la élite de ciertos elementos populares que hasta entonces habían sido ignorados. Para comprobarlo bastará una mirada rápida y sintética al contenido del libro que hoy nos ocupa.

Vaya de entrada, como premisa para evitar equívocos, que el Delphín es un producto típico de la cultura de la élite y que Luis de Narváez, como músico al servicio de emperadores, reyes y personajes importantes, fue un genuino participante de esta cultura. Pero eso no se contradice con el hecho de que en su existencia cotidiana conocía y participaba también de la cultura popular, de modo que algo de esta pudo quedar reflejado en su libro. El volumen se estructura siguiendo un cierto orden jerárquico según los criterios de la cultura oficial.

El libro primero contiene ocho fantasías que ejemplifican los ocho tonos que distinguía la teoría musical en aquella época. Son composiciones que aplican a la vihuela el lenguaje de la polifonía, el producto musical más exquisito de la élite europea del momento. En el segundo libro se añaden otras seis fantasías más sencillas dentro del mismo estilo.

El tercer libro reúne polifonía litúrgica en latín y canciones en francés trasladadas a la vihuela. Sus autores son tan importantes como Josquin Desprez o Nicolás Gombert, músicos que estuvieron al servicio de emperadores, reyes y papas. Entre las obras hay que destacar la famosa Canción del emperador.[7] Este libro contiene los mejores ejemplos de la “milagrosísima habilidad” de Narváez para glosar en la vihuela obras polifónicas, tan elogiada por Luis Zapata en su Miscelánea.

El cuarto libro presenta elaboraciones contrapuntísticas del propio Narváez sobre dos himnos litúrgicos en latín: O gloriosa Domina y Sacris solemniis. Hasta aquí la colección se mueve en los terrenos de la música de la élite letrada, lo que en el lenguaje simbólico del mito serían las músicas de Apolo y de los dioses.

Pero el libro quinto se abre a los romances y villancicos, o sea, al repertorio transmitido oralmente que cantaba la gente iletrada. Es un cambio notable que nos lleva al mundo silvestre de Marsias y Pan, aunque reelaborado con técnicas ‘apolíneas’ (contrapuntísticas). Narváez selecciona cuidadosamente las obras: en primer lugar sitúa dos romances que narran historias de reyes: el rey Ramiro y el rey moro; luego un villancico que se relaciona con la cetrería, deporte reservado a la nobleza; el libro se completa con cuatro canciones melancólicas de amores desgraciados, sobre todo desde el punto de vista femenino. El tono poético podría calificarse, en general, como delicado y exquisito. En este libro quinto Narváez utiliza un interesante artificio editorial: se imprimen en tinta roja las cifras “que se han de cantar con la voz”, porque representan la tonada popular. Y debajo del hexagrama se escribe el texto de la canción. Así podemos separar, si nos interesa, la melodía popular original de los contrapuntos que el compositor ha elaborado a su alrededor. Aunque el origen de las melodías está claramente en la cultura popular, el tratamiento musical deriva, en definitiva, de la secular técnica de composición polifónica sobre una melodía preexistente (aunque habría que matizar esta afirmación, si hubiera más espacio para ello).

El último libro, el sexto, comienza con veintidós ‘diferencias’ sobre el romance de Conde Claros, muy en la línea nobiliaria de los romances del libro anterior.[8] Pero algo ha cambiado: ya no hay tinta roja ni texto bajo la cifra que sugieran o permitan cantar el romance. Lo mismo ocurre en la siguiente obra, ante la que el lector poco avisado puede llevarse un sobresalto: Cuatro diferencias sobre Guárdame las vacas (¡!)… nada menos.

¡Con lo fino y delicado que estaba quedando el libro y casi al final tienen que aparecer unas vulgares e inoportunas vacas![9] El rústico villancico de vaqueros nos adentra un paso más en el terreno propio de la cultura popular. Me extenderé un poco sobre él por ser la obra más conocida de la colección.

Si el autor ya no pone la letra de la canción ni las cifras en tinta roja, es señal inequívoca de que no pretende que se cante ninguna melodía mientras suena la vihuela. Narváez suponía, es obvio, que todo el mundo conocía el villancico Guárdame las vacas, pero esa no es la razón por la que omite la melodía en la elaboración vihuelística. La razón verdadera es que, al contrario de lo que ocurría en las diferencias del libro quinto, esa melodía no constituye la materia sobre la que se elaboran las diferencias o, dicho de otro modo, no son exactamente unas diferencias “sobre la melodía de Guárdame las vacas”, sino sobre algo también característico y propio de la canción, pero distinto de la melodía. Y me dirán ustedes: ¿y qué elemento musical propio y característico hay en una canción popular monódica, como Guárdame las vacas, que no sea su melodía? Pues lo hay, como veremos. Vayamos por partes. Veamos primero cómo era la melodía de la famosa cancioncilla.

La conocemos, aunque sea solo parcialmente, gracias al ciego burgalés Francisco Salinas, que en su tratado De Musica (Salamanca, 1577) trae a colación Guárdame las vacas como ejemplo de melodía formada por troqueos, el pie métrico ternario que combina una sílaba larga y otra breve.[10]

Transcribo a notación actual el fragmento reduciendo los valores de las notas a la mitad:

A Salinas, por supuesto, no le mueven intenciones de folklorista o etnomusicólogo. Todo lo contrario: lo que le interesa es el sistema métrico del clasicismo y toma ejemplos de la música popular, conocidos por todos, para que cualquier lector pueda entenderlo fácilmente. Por eso transcribe solo la primera mitad del breve diálogo pastoril, que para él resulta suficiente como ejemplo. Sabemos que hay una segunda parte gracias a decenas de fuentes literarias,[11] pero por mor de la brevedad me ceñiré en esta ocasión al fragmento que nos da Salinas. La pregunta obligada es: ¿recoge la vihuela de Narváez de alguna manera esta melodía como para que pueda afirmarse con base segura que estamos ante unas “diferencias sobre” el citado villancico? Superpongamos en la escritura los dos elementos que queremos comparar. (Para conservar la tonalidad que propone Salinas, considero que la vihuela de Narváez tiene la prima afinada en Mi y reduzco los valores de las notas a la mitad).

Primera diferencia de Narváez

Melodía según Salinas superpuesta a la primera diferencia de Narváez

Las coincidencias existen (las marco con +), pero son demasiado escasas para permitirnos proponer la melodía de Salinas como material básico de las diferencias. Entonces, ¿dónde está la canción Guárdame las vacas que da nombre a la obra? Está en otro elemento musical que para un tañedor de guitarra o vihuela es igualmente característico y propio del popular villancico: los acordes con que los guitarristas populares acompañaban habitualmente la canción. El desarrollo en arpegios de la versión vihuelística hace evidente la huella de cuatro acordes como elemento generador de la diferencia. Casi todas las notas de la vihuela se incluyen en esos cuatro acordes:

Sé perfectamente que no descubro nada nuevo. Desde hace un siglo, si no más, la ciencia musicológica ha sido plenamente consciente de este modo de construir variaciones y le ha puesto nombres como basso ostinato o “bloques armónico-melódicos”.[12] Está muy bien, pero los tañedores de guitarra y vihuela de aquella época –que, obviamente, no sabían musicología– habrían dicho algo más sencillo: son los puntos de las vacas.

Cuando un aficionado empezaba a tocar la guitarra o la vihuela –de rasgado, por supuesto– lo primero que aprendía era “el modo de templar el instrumento” y lo segundo “qué cosa es punto, quántos, y cómo se llaman”:[13]

Primeramente el punto de guitarra es una disposición hecha en las cuerdas con los dedos apretados encima de los trastes.

Y entre los puntos más sencillos para que un principiante se fuera ejercitando estaban los que servían para acompañar la cancioncilla de las vacas y de ella tomaban su nombre:

Llámanse estos puntos de muchas maneras, como es cruzado mayor y cruzado menor, vacas altas y vacas baxas, puente y de otras infinitas suertes…

Las vacas servían también para practicar series de puntos de modo que el tañedor neófito aprendiera a acompañar a cantores de distintas tesituras con instrumentos afinados en tonos más agudos o más graves. Para ese ejercicio los puntos de las vacas eran los más indicados, como muestra Amat en un cuadro:

…sabrás tañer por las doze partes muchas tonadillas que andan por aquí como son vacas, gallardas, pabanillas, sezarillos [sic], &c. y por no enfadarte examinándolas de una en una, quiero poner aquí un exemplo baxo destos números, que será unas vacas.

Narváez construye sus primeras cuatro diferencias sobre la serie de puntos 5 – 4 – 2[b] – 1, según el sistema de Amat. Es posible –lo planteo solo como hipótesis– que los tañedores conocieran esta serie de puntos como “vacas altas”, para distinguirla de las “vacas bajas”, que comenzaban con un acorde menor (3[b] – 5 – 3[b] – 2), como ocurre en las “tres diferencias hechas por otra parte”, que Narváez publica a continuación.

Seguramente algunos oyentes estarán rumiando una objeción de método: Amat publicó su tratado guitarrístico más de medio siglo después del Delphín de Narváez, por tanto no deberíamos aplicar retrospectivamente a este lo que dice aquel sobre los puntos. La respuesta es sencilla: en el tratado de Amat, efectivamente, ya a finales del siglo XVI, los puntos de la guitarra hacen explícita su presencia en la cultura escrita, pero en la cultura popular de transmisión oral –en este caso quizás habría que decir ‘manual’– se usaban desde mucho antes e, incluso, ya habían aparecido alguna vez en el repertorio vihuelístico impreso. En efecto, la última obra de la Silva de sirenas (Valladolid, 1547), de Enríquez de Valderrábano se presenta así: “Esta música es para discantar sobre un punto o consonancia, que es un compás que comúnmente llaman el atambor.” Y, no por casualidad, ese punto, consonancia o atambor lo tañe una guitarra. Así pues, para Valderrábano punto es lo mismo que consonancia, que hoy solemos llamar acorde. Está bastante claro, aunque hay quien no lo ha entendido así.[14] Para los guitarristas posteriores a Amat, como Luis Briceño, Gaspar Sanz o Francisco Guerau, este significado del término punto (o aquerdo) resulta habitual en su jerga.[15]

Más aún, sin miedo a errar podemos decir que doscientos años antes de Narváez los guitarristas ya usaban puntos y que, por cierto, no a todo el mundo le resultaban agradables. Entre estos críticos estaba el carnavalesco arcipreste de Hita, Juan Ruiz, que a mediados del siglo XIV escribió estos versos tan conocidos y repetidos como mal comprendidos:

 Allí sale gritando la guitarra morisca,

de las voces aguda e de los puntos arisca

Y no le faltaba razón, porque un instrumento de cuerda punteada de pequeñas dimensiones, como lo era la guitarra en aquella época, produciría sonidos (‘voces’) agudos como gritos y acordes (‘puntos’) algo desabridos cuando era rasgueado con un plectro, sobre todo si no estaba bien afinado, como sería lo más frecuente.[16]

Los puntos rasgueados de la guitarra constituyen un sistema de gran trascendencia ideado y desarrollado por la cultura popular contra el que la cultura de la élite ha opuesto siempre ninguneos y reticencias. Inútilmente, hay que añadir, porque hoy día están presentes y muy activos en la mayor parte de la música que la gente escucha. El rechazo se manifiesta con claridad en los libros, el producto más característico de la cultura de la élite. Desde los filólogos que estudian y editan el Libro de buen amor y que se niegan a entender los puntos de la guitarra morisca como acordes rasgueados,[17] hasta los musicólogos que retuercen el sentido de los documentos para que ‘punto’ signifique ‘nota’ y no ‘acorde’, podría enumerarse una larga retahíla de ejemplos de menosprecio: la “música golpeada” de Juan Bermudo, la comparación de la guitarra con un cencerro de Sebastián de Covarrubias, la discusión de Ioan Carlos Amat con unos cantores profesionales, etc. Como resumen significativo y actual bastará con exponer la definición de “punto” en su significado musical, que ofrecen los diccionarios de la Real Academia de la Lengua, que ha permanecido sin cambios durante casi tres siglos desde la primera edición (1737) hasta la versión consultable en Internet (acepción nº 41): “Mús. En los instrumentos musicales, tono determinado de consonancia para que estén acordes.” ¿Intenta confusamente definir los puntos de la guitarra? Y, si no es así, ¿a qué extraño fenómeno se refiere con su ininteligible definición?

Narváez tampoco mencionó los populares puntos, pero los conocía, sin ninguna duda, porque los utilizó para elaborar sobre ellos sus famosas diferencias, que, no por casualidad, han resultado ser su obra más popular.

Y acabo ya para dejar que suene la música del Delphín de Narváez, que es lo importante. Dicen que hay delfines marinos y delfines de agua dulce. El de Narváez se mueve con la misma soltura en las diversas corrientes musicales de su época. Su autor conocía perfectamente el arte de recrear en la vihuela todo lo que sonaba en su entorno, desde la canción favorita del emperador hasta los rústicos puntos con que la gente corriente acompañaba el villancico de las vacas.

Gracias por su atención.


[1] Juan Ruiz Jiménez, “Luis de Narváez and Music Publishing in Sixteenth-Century Spain”, Journal of the Lute Society of America, 26, 1993, pp. 1-15.

[2] Antonio Gallego, “Música y poesía en la segunda mitad del siglo XVI”, en III Semana de Música Española El Renacimiento. Madrid, Comunidad de Madrid, Festival de Otoño, 1988, pp. 47-74.

[3] Pepe Rey, “Otros libros de vihuela”, en Estudios sobre la vihuela, ed. Carlos González. Madrid, Sociedad de la Vihuela, 2007, pp. 11-30. 

[4] Puede verse el catálogo de las obras que salieron de sus prensas en María Marsá, Materiales para una historia de la imprenta en Valladolid (siglos XVI y XVII). Universidad de León, 2007.

[5] Luis Robledo Estaire, “Las contiendas musicales de Apolo”, Imago, revista de emblemática y cultura visual, 5, 2013, pp. 71-77.

[6] Peter Burke, La cultura popular en la Europa moderna. Madrid, Alianza editorial, 1991 [ed. original 1978], p. 115 y ss.

[7] Viene a cuento en este momento señalar que Narváez se hace eco de una cierta tradición oral: “Comiençan las canciones francesas y esta primera es una que llaman la canción del Emperador”.

[8] Giuseppe Fiorentino, “«Discantar sobre Conde Claros». Técnicas de improvisación instrumental en la tradición española del Renacimiento: de la oralidad a la escritura y de la escritura a la oralidad”, Acta Lauris. Orationes y Lectiones de la Academia del Lauro, 2, 2015, pp. 59-87. Junto a consideraciones muy acertadas, el excelente colega y buen amigo G. Fiorentino propone algunas otras más discutibles, como expondré más adelante.

[9] El detalle animalístico no resultaba tan chocante entonces como ahora. En la colección de poesías publicada por Esteban de Nájera que he mencionado más arriba, junto a unas quintillas dirigidas al Emperador hay otras al Duque de Medina Sidonia en nombre de un gentilhombre “porque no le daba cebada para un caballo que tenía”.

[10] Estos mismos dos versos aparecen con música a 4 voces en otra fuente: la ensalada La viuda, de Mateo Flecha el Viejo, compuesta posiblemente en 1540 e impresa en Praga, 1581. V. Mateu Fletxa, La viuda (ensalada), ed. Ma. Carmen Gómez i Muntané. Barcelona, Biblioteca de Catalunya, 1992. En la p. XXI la editora entresaca los compases 313-316 de la línea melódica del Tiple para mostrar cómo coinciden en varias notas con un pasaje de las Diferencias sobre Guárdame las vacas, de Antonio de Cabezón. Sin embargo, no podría afirmarse que esa secuencia de notas represente la melodía popular. Giuseppe Fiorentino, “Folía”. El origen de los esquemas armónicos entre tradición oral y transmisión escrita. Kassel, Reichenberger, 2013, p. 156, reproduce este pasaje a cuatro voces de La viuda, aunque reconoce que “en las primeras dos diferencias [de Narváez] no queda rastro de una estructura polifónica a cuatro voces parecida a la del ejemplo anterior”. Ni M. C. Gómez ni G. Fiorentino mencionan la melodía copiada por Salinas. Tampoco la recoge Fernando Rubio de la Iglesia, “Las melodías populares en De Musica libri septem, de Francisco Salinas: estudio comparado de algunos ejemplos”, en Francisco de Salinas. Música, teoría y matemática en el Renacimiento, ed. Amaya García Pérez y Paloma Otaola González. Salamanca, Universidad de Salamanca, 2014, pp. 219-253.

[11] “–Bésame tú a mí, que yo te las guardaré.” V. Margit Frenk, Nuevo Corpus de la antigua lírica popular hispánica (siglos XV a XVII). México, Fondo de Cultura Económica, 2003, vol. II, pp. 1200 y ss.

[12] Citaré solamente los nombres de Hugo Riemann (1849-1919) y Otto Gombosi (1902-1955), pioneros en el estudio de este procedimiento.

[13] Ioan Carlos [Amat], Guitarra española de cinco órdenes, la qual enseña de templar y tañer rasgado, todos los puntos naturales y b, mollados, con estilo maravilloso. Lérida, La viuda Anglada y Andrés Lorenço, 1627. (Primera edición, Barcelona, 1596). Las citas siguientes están tomadas de este conocido tratado.

[14] “Al hablar de un solo punto (o nota) o de una consonancia, el autor se refiere respectivamente al bajo y al acorde del «compás de atambor»”. Giuseppe Fiorentino, “«Discantar sobre Conde Claros»”, op. cit., p. 81.

[15] Pepe Rey, “Otros libros de vihuela”, op. cit., pp. 17 y ss.

[16] Pepe Rey, “Puntos y notas al músico Juan Ruiz”, Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, y el “Libro de Buen Amor”. [actas del] Congreso Internacional del Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, patrocinado por el área del cultura del Ayuntamiento de Alcalá La Real… del 9 al 11 de mayo de 2003, eds. Francisco Toro y Bienvenido Morros. Alcalá la Real, Ayuntamiento de Alcalá la Real y Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2004, pp. 235-246.

[17] Chiara Capuccio, “El uso de la terminología musical en el «Libro de buen amor»”, El «Libro de buen amor»: Texto y contextos, eds. Guillermo Serés, Daniel Rico y Omar Sanz. Bellaterra, Centro para la edición de los clásicos españoles, 2008, pp. 191-205.





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