Veterodoxia – Pepe Rey

Vihuela: virtud y vicio


Alonso López Pinciano. Philosophía Antigua Poética. Madrid, 1596. Epístola Décima, pp. 418-419.

Autor:

Alonso López (Valladolid, ca. 1547 – Madrid, después de 1625) adoptó el sobrenombre de Pinciano por ser natural de Valladolid. Fue doctor en Medicina y médico personal de la emperatriz María de Austria (durante los mismos años en que Tomás Luis de Victoria era capellán de la misma, sin que el dato signifique otra cosa que lo que es: mera coincidencia). En 1595 tenía escritos sus tres libros conocidos: uno de medicina, Hippocratis prognosticum, el presente tratado y un poema épico, El Pelayo. Vivió en la madrileña calle de las Urosas (de Vélez de Guevara, actualmente), en la que también residieron Ruiz de Alarcón, Vélez de Guevara y, según parece deducirse de la obra de Pinciano, Fadrique Furió Ceriol.

Obra:

La Philosophía Antigua Poética es un tratado de arte poética que recoge y explica las doctrinas de Aristóteles y, en menor medida, Horacio.[1] Se estructura en trece epístolas escritas por el Pinciano, personaje residente en la corte, a su amigo Gabriel, que vive en Valladolid. Cada epístola reproduce una conversación mantenida por Pinciano, deseoso de informarse sobre la materia, con otros dos personajes: Ugo, que parece otro desdoblamiento del propio autor, y Fadrique, erudito humanista encargado de dictar en un estilo escolástico trasnochado la mayor parte de la doctrina, y en cuya casa, vecina a la del Pinciano, ocurren los encuentros. No es arriesgado identificar a este personaje con don Fadrique Furió y Ceriol, autor de un tratado de retórica, una controversia sobre la traducción de la Biblia y un tratado político en el que he podido rastrear alguna expresión despectiva respecto a los músicos.[2]

Cada epístola-diálogo va introducida por alguna anécdota que sitúa a los personajes y al lector en el asunto acerca del que se va a tratar a continuación: la fábula, la tragedia, la épica, etc. La Epístola décima versa sobre “la especie de poética dicha dithirámbica”, que, en opinión de Fadrique, es exactamente lo mismo que la zarabanda, término derivado etimológicamente de aquella gracias a una increíble pirueta lingüística imaginada por el autor. Ante la objeción planteada por el Pinciano acerca de que la dithirámbica “era hecha en honor de Baco y antigua, y ésta [la zarabanda], nueva y que de muy pocos años acá ha ensuciado la tierra”, Fadrique replica medio en broma, medio en serio: “Entre los furores humanos contamos dos, el de Baco y Venus: Reinó, en aquel tiempo pasado, Baco y solemnizábanle los poetas; agora reina Venus y las poetisas la celebran.” E inmediatamente añade explicaciones pseudohistóricas y antropológicas más peregrinas aún, pero ahora en serio: “Y hablando más de veras digo que en la verdad esta zarabanda es la dithiramba antigua, la cual estaba olvidada, porque ya el dios Baco no se veneraba en parte alguna y, en lugar della, quedó la lírica. Los indios del poniente, gentiles, pudieran hacer, como gentiles, veneración al Baco, más no tenían el instrumento, que era el vino y ansí todos se dieron a celebrar la Venus lasciva; y lo que los gentiles griegos hacían a Baco, hacen éstos a Venus con las tres imitaciones, canto, música y danza juntamente. Esto mismo hacen los de Ethiopía, si queréis mirar en ello, en esos coros y danzas; y éstos, a mi parecer, trajeron a este mundo la zarabanda, a la cual así llamaron algunos hombres leídos, o desleídos, de la dithiramba. Y este fue el principio della.” Por intermedio de la zarabanda se establece, pues, una relación entre Venus y la vihuela, como ocurriera en la escultura de Úbeda publicada y comentada por Carlos González en el número 1 de Hispanica Lyra, aunque con distintas connotaciones.

La escena que aquí se recoge prepara la discusión sobre los géneros de poesía cantada y danzada. Ocurre un día en que Fadrique ha convidado a Ugo a comer en su casa y “a una música para pos de la comida”, y comienza cuando se añade a ellos el Pinciano, que es el narrador. En la anécdota se distinguen dos momentos no ya diferenciados, sino fuertemente contrastados: el primero lo protagoniza la moza cantando romances viejos con la vihuela y el segundo, ambas mujeres cantando, tañendo sus instrumentos y danzando. No parece que la elección de los dos nombres  de santas obedezca a otro motivo que el de permitir sendos juegos de palabras. Las biografías de las dos santas no dan pie a hipótesis de otro tipo.

Por lo que sigue a continuación de la escena aquí reproducida –parte de lo cual acabo de transcribir– deducimos sin vacilación posible que lo cantado, tañido y danzado es una zarabanda.[3] Aunque la invención no es muy feliz y la narración se despliega en dos brochazos, para el lector quedan claramente marcadas las oposiciones bueno-malo que al autor le interesa subrayar:

moza                                       vieja

de buen talle                            de feo y pésimo

sancta Mónica                         Demónica

sancta Anastasia                      Sathanás

sentada                                    danzando

romances viejos                       [zarabanda]

vihuela                                     guitarra

aficionado                                corrido y afrentado

Es cierto que la oposición vihuela-guitarra no se dibuja tan claramente como otras, puesto que en la perversa zarabanda intervienen ambos instrumentos, pero lo mismo ocurre con las dos mujeres y, sin embargo, el contraste buscado entre ellas es patente. Podemos seguir la imaginación –bastante simple– del autor al ensamblar la escena que le va a servir de ejemplo para su capítulo. Como buen escolástico, en principio se plantearía dos situaciones contrastadas en todos sus elementos:

a)      una bella moza canta romances viejos con la vihuela.

b)      una vieja fea canta y baila la zarabanda con la guitarra.

Pero inmediatamente se daría cuenta de que una vieja fea no es lo más indicado para mover a lascivia, por lo que lo más lógico es que la moza continúe en el segundo momento; la moza arrastra consigo a la vihuela y ambas saltan juntas del paraíso de los romances viejos –que es su mundo propio, según se deja traslucir– al infierno de la zarabanda. Para el maniqueísmo del autor moza y vihuela son elementos “buenos” de la primera situación, pero se “malean” al contaminarse con los elementos “malos” de la segunda. Otra solución podría haber sido colocar a la vihuela con la vieja y a la guitarra con la joven, siguiendo criterios cronológicos de los que el autor era consciente, pero entonces el binomio bella-fea se habría descolocado para sus intenciones didácticas. Al final, la solución de compromiso adoptada no es literariamente muy feliz, pero sirve a los fines retóricos y moralistas pretendidos.

El mundo nuevo en el que nació la zarabanda –últimas décadas del siglo XVI– era el mundo propio de la guitarra. En semejante mundo la vihuela fue perdiendo terreno progresivamente hasta desaparecer, como sabemos de sobra ahora, pero muchas personas, a las que el cambio les pilló algo mayorcitas, se resistieron al mismo y no dejaron de expresar su desagrado cuando pudieron. Pinciano y Fadrique pertenecieron a esta generación, como el canónigo Sebastián de Covarrubias, que en su Tesoro (1611) comparaba a la guitarra con un cencerro y añoraba los viejos tiempos de la vihuela.

En otro pasaje posterior dentro de la misma epístola Fadrique demuestra una gran sensibilidad hacia la música y una gran estima por la vihuela. Más allá de los tópicos sobre los afectos, insiste en que la música sirve para dos cosas: “la una para el deleitar y la otra para enseñar.” La música “enseña en dos maneras: o perturbando o no perturbando.” Y pone como ejemplo los diversos afectos que una trompeta puede producir sonando el jueves santo o en un juego de cañas o “en la guerra, cuando dice ¡cierra, cierra!” y “el atambor cuando suena ¡arma, arma!”. Pero para nuestros intereses vihuelísticos es más importante la frase que sigue: “No digo que estos [trompeta y atambor] sean instrumentos músicos verdaderos, mas que por estos se entienda lo que los verdaderos hacen; y, si no, decid que os tañan con una vihuela lo que la trompeta al ¡cierra! y a la ¡arma! y veréis lo que os perturba.” La calificación de la vihuela como instrumento “verdadero” –precisamente porque puede imitar a los otros– y la valoración de su capacidad de “perturbación” son dos elogios que compartirán muchos suscriptores de esta revista, como los compartirían muchos contemporáneos de Pinciano y Fadrique.

Corolario oportunista:

Los estudiosos cervantinos afirman que Alonso López Pinciano y Miguel de Cervantes se conocieron y trataron personalmente. Parece indudable la influencia de las ideas de Pinciano en la maduración del estilo cervantino, hasta el punto de que este adoptó en la composición de la primera parte del Quijote determinadas pautas preconizadas por la Philosophía Antigua Poética. [4]

A propósito de la estampa que estamos comentando, es reseñable un paralelo cervantino: la escena ocurrida en el patio de Monipodio, en la que la Escalanta y la Gananciosa, provistas de chapín y escoba, improvisan unas seguidillas de lo más “dithirámbicas” y bailan a su son. A pesar de las semejanzas, no creo que exista influencia alguna en uno o en otro sentido, porque son más notables aún las diferencias. Sobre todas, una: López pinta sin detalles, de mala gana y con aires de reprobación, mientras Cervantes se recrea en los pormenores y observa todo con una media sonrisa entre irónica y bonachona. No se trata sólo de diferencias de carácter entre los dos autores. Hay un trasfondo más denso. Para Fadrique y Pinciano el mundo idílico de la vihuela y los romances es el mejor de los mundos y el de la guitarra, una aberración censurable hasta la prohibición. Para Cervantes, por el contrario, el mundo de la vihuela y los romances viejos es el mismo mundo caduco de los sueños imperiales, las armadas invencibles y, por ende, los redentores andantes y los intransigentes expulsores de moriscos. Por eso don Quijote y el Caballero del Bosque –seres del viejo mundo trasplantados al nuevo por mor de la parodia– son casi los únicos personajes cervantinos que tañen vihuela. Por el contrario, la guitarra es el instrumento preferido por Cervantes y el que más frecuentemente aparece en su obra. Cervantes es un decidido pro–guitarrista. Quizá pensara que, aunque la guitarra y la zarabanda no fueran la mejor solución para los males del país o, menos aún, del mundo, mientras los que tenían el poder no encontrasen las soluciones, algo tendrían que hacer los que no lo tenían para ahogar las penas…

Pepe Rey – 18 mayo 2005


[1] V. López Pinciano, A. Obras completas, I. Philosophía Antigua Poética. Ed. y prólogo de José Rico Verdú. Biblioteca Castro, Madrid, 1998.

[2] Furió y Ceriol, Fadrique. El Concejo y Consejeros del Príncipe, Amberes, 1559. [Incluido en Curiosidades bibliográficas, ed. de A. de Castro, BAE XXXVI, Madrid, Atlas, 1950]: “…como un buen músico, el cual, aunque sea gran bellaco, por saber perfectamente su profesión de música es nombrado muy buen músico.” Sobre la mala reputación de los músicos en aquella época véase mi ensayo “La música del Barroco madrileño. Armonías en un mundo inármónico” en El Madrid de Velázquez y Calderón. Villa y Corte en el siglo XVII. Miguel Morán y Bernardo J. García (eds.). Madrid, Ayuuntamiento, 2000. I. Estudios históricos, pp. 297-307.

[3] Ruiz Mayordomo, María José. “Jácara y zarabanda son una mesma cosa”. Edad de Oro, XXII, 2003, 283-309, recoge (seguramente de segunda mano) una mínima cita del largo texto de Pinciano. Si lo hubiera leído al completo, no habría podido afirmar cosas como esta: ”La leyenda de la zarabanda como prototipo de pieza demoníaca y lasciva ha sido forjada en el siglo XX, y la demonización/anatemización [sic] de la Zarabanda no es sino uno de los residuos de la ‘Leyenda negra’ y de la imagen de la España Inquisitorial, alimentado por [sic] en primer lugar por las múltiples apariciones de fragmentos de los escritos de Juan de Mariana en la mayoría de los textos durante este siglo, y en segundo lugar por la confusión entre la zarabanda coreográfica y su homónima lírica.”

[4] Canavaggio, Jean François, “Alonso López Pinciano y la estética literaria de Cervantes en el Quijote”, Anales Cervantinos 7 (1958): 13-107.





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